lunes, 22 de junio de 2015

Waterloo

El ocaso definitivo de Napoleón

POR GUILLERMO BELCORE

Existe, al parecer, una manera occidental de hacer la guerra. Cinco rasgos la caracterizan según el historiador estadounidense, Víctor David Hanson: individualismo, militarismo cívico, tecnología, disensión pública y batalla decisiva y de choque. Detengamos en el último paradigma.
“Los occidentales consideran la guerra como un método para llevar a cabo lo que a la política le resulta imposible y, por lo tanto, cuando recurren a ella se decantan por aniquilar mas que por frenar o humillar a cualquiera que se interponga en su camino'', escribió Hanson en su monumental ensayo Matanza y cultura (Turner, 2001).

Heredamos la idea de los antiguos griegos. Hay que zanjar definitivamente cualquier disputa de un golpe, un asalto frontal definitivo que pulverice la capacidad de resistencia del adversario. El choque frontal a cargo de falanges compuestas por soldados profesionales muy bien entrenados conduce siempre a una orgía de sangre, sobre todo cuando se enfrentan dos ejércitos occidentales, como en Verdún y Normandía. O como en Waterloo, donde en tres días hubo casi 50 mil bajas. Hace exactamente doscientos años la vieja pulsión helénica de librar un combate directo, abierto y mortífero como instrumento de una ambición política resurgió cerca de Bruselas. A partir de 1815, ese sugestivo nombre será empleado por la cultura occidental para referir all ocaso definitivo de una estrella.

PUGNA FATAL


Waterloo fue pues el modo de resolver un conflicto insoluble. Napoleón Bonaparte, el terror de Europa, había escapado de la isla de Elba y regresado a Francia, donde en tres semanas recuperó el poder. El pueblo lo había recibido con los brazos abiertos, dando comienzo “a los cien días mas famosos de la historia de Francia“. El violeta -símbolo de los bonapartistas- volvía a ponerse de moda en las solapas de las caballeros y los peinados de las damas. ¿Pero por cuanto tiempo? El 25 de marzo de 1815, los aliados que un año atrás lo habían confinado al destierro le declaran la guerra. Desde Viena, proclamaron que el retorno de Bonaparte “era un acto sin precedentes en los anales de la ambición“. Más aun, era “una ofensa criminal al orden social''. Austria, Rusia, Prusia e Inglaterra se comprometieron a aportar 150 mil hombres cada uno y a mantenerlos bajo las armas “hasta que Bonaparte sea absolutamente incapaz de provocar nuevas dificultades“. Después de una década de guerra total (el ardor libertario de la Revolución Francesa había degenerado en un imperialismo puro y duro), de sociedades militarizadas hasta un nivel desconocido en la edad moderna, la mesa estaba servida para una nueva guerra continental.
Hanson compara a Napoleón con Alejandro, Aníbal o Julio Cesar por la voluntad de hierro, el genio militar innato y el deseo de construir un imperio más poderoso de lo que los recursos naturales de su tierra le hubieran permitido. En ese sentido, también puede ser parangonado con Hitler. Vivieron del pillaje mientras duró su fortuna; nunca aprendieron a detenerse; sus ejércitos fueron destruidos en la interminable Rusia.  

En 1815, Bonaparte recibió una fuerza militar de 200 mil hombres de Luis XVIII y los elevo a 300 mil. Todos eran franceses y su moral era elevada. Pero al perder Bélgica, Francia había perdido su frontera renana en el norte y la secular ruta de invasión nuevamente quedaba abierta. En los Países Bajos, ingleses y prusianos comenzaron a concentrarse de inmediato; los austriacos y rusos todavía no estaban listos. Como de costumbre, Napoleón decidió atacar primero. Su apuesta era arrastrar a otras naciones -sus aliados de antaño- al gran conflicto en ciernes.

Alejandro Dumas escribió: 
“Entonces se pronunciará Bruselas; las orillas del Rin tomarán las armas; Italia, Polonia y Sajonia se sublevarán: y de este modo, aplicando bien el primer golpe, puede quedar disuelta la coalición''.

No obstante, Napoleón, a los 46 años, no era el mismo. “Si bien en 1815 aún no había perdido realmente una batalla cuando estaba presente en el campo, tampoco había ganado una campaña con rotundidad desde 1809. A diferencia del Napoleón de Austerlitz, que acudía de inmediato allí donde acechaba la crisis y corría al centro o a los flancos a reforzar la moral de sus soldados, nos encontramos ante un comandante cada vez más dispuesto a entregar el control táctico a sus subordinados, y en Waterloo, la elección del mariscal Michel Ney demostró tener unas consecuencias de gran alcance”, escribió Geoffrey Wooten (Waterloo, El nacimiento del mundo moderno, Osprey, 1991).

Enfrente, estaba el mariscal de campo Arthur Wellesley, primer duque de Wellington (1769-1852), jefe de las fuerzas angloholandesas, una fría y hábil competencia, invicto como general, que había cimentado su fama en España y Portugal, derrotando al invasor francés. El otro comandante aliado era el indomable príncipe Wahlstadt Gebhard van Blücher (1742-1819), jefe del ejército prusiano.

¡APUNTEN, FUEGO!


Ahora los números. El emperador Napoleón había logrado reunir para la batalla decisiva un total de aproximadamente 128 mil hombres con 366 piezas de artillería. Pero la calidad del Ejército francés dejaba que desear. La Guardia Imperial de Waterloo, por ejemplo, habría de conformarse con 25 mil hombres, en lugar de los 112.480 que había contado durante la campaña de 1814 ese mítico cuerpo de elite.

Por su parte, el mariscal de campo Duque de Wellington comandaba una fuerza de 106 mil hombre y 216 piezas de artillería. El Príncipe Blücher contaba con 128 mil efectivas y 312 piezas artilleras. A simple vista, la ventaja aliada era impresionante, pero para Napoleón -como para Alejandro Magno- el tamaño del ejercito enemigo importaba poco: su táctica consistía en concentrase en un pequeño segmento de la línea enemiga mientras los viejos mariscales mantenían  ocupado al enemigo en otras partes.

Oigamos de nuevo al inglés Wootten: “Aunque para el 15 de junio, Napoleón no había decidido a cual de ambos enemigos atacar primero, su plan consistía en derrotar a ambos ejércitos a conciencia y por separado, utilizando la estrategia de la posición central y abriéndose paso entre los dos ejércitos para evitar que se reunieran y gozarán de superioridad numérica en ningún batalla”.

Con ese objetivo, los franceses invadieron Bélgica. Napoleón hace incluir en la orden del día 14 una proclama con denuestos para el adversario angloalemán: 
“Hoy es el aniversario de Marengo y de Friedland... Insensatos, un momento de prosperidad los ciega. La opresión y la humillación del pueblo francés están fuera de su poder. Si entran en Francia allí encontraran su tumba''.

El 15 de junio a las tres de la mañana, la Armee du Nord  comienza el paso del río Sambre. Veinticuatro horas después libran furiosos combates en Lagny y Quatre Bras. La batalla de Waterloo, en rigor, no ofrece grandes misterios al historiador militar. Puede resumirse así: el día 16 Francia ataca a los prusianos y los derrota pero no decisivamente. Napoleón envía al mariscal Emmanuel Grouchy con 30.000 hombres en su persecución. El 18 Napoleón ataca a los ingleses con demora. La batalla estuvo indecisa todo el día y los franceses ya estaban en una mala posición, después de una serie de desgastantes asaltos frontales, cuando los prusianos vuelven inesperadamente mientras Napoleón esperaba los socorros de Grouchy. El Ejército francés es aplastado y perseguido por aquéllos.

“Tras iniciar la campaña con ventaja estratégica, los franceses habían desperdiciado prácticamente todas las ventajas de su sorpresa e iniciativa al comienzo de la misma y Wellington había llevado la lucha a un terreno preparado y elegido libremente”, detalla Wootten.

TRIPLE ERROR

¿Dos siglos después, la pregunta del millón sigue siendo por qué fue derrotado el general más brillante de su tiempo y, acaso, de todos los tiempos? Vincent Cronin (Napoleón, Javier Vergara, 1971) arriesga tres razones que demostrarían que Napoleón había perdido en 1815 su toque mágico:

a) Dejó pasar “ese momento favorable en que la guerra lo decide todo'':
 La mañana del 17, Bonaparte  tuvo una oportunidad única de aplastar a Wellington con una superioridad abrumadora, mientras los prusianos estaban en franca retirada. En lugar de impartir a Ney la orden de ataque, malgastó la mañana visitando a los heridos. Esa mañana -escribió Cronin- Napoleón se comportó, no como un gran general, sino como un soldado retirado  que acaba de ser convocado de nuevo a servicio  y aún está adaptándose'.

b) Subestimó a los ingleses: 
No sólo a los soldados de línea que -para sorpresa de Napoleón- no sólo mantuvieron la calma y la capacidad de reacción bajo el fuego, sino también a Wellington, que había aprendido a resguardar sus tropas de la devastadora artillería francesa mediante el uso de los sectores protegidos del terreno.

c) Exceso de confianza: 
En la mañana del 18 tendría que haber oído las recomendaciones de sus subordinados acerca de los prusianos. Tendría que haber postergado la batalla o bien ordenado a Grouchy que maniobrara para que a los sumo un solo cuerpo del ejército de Blücher hubiera podido intervenir en Waterloo. Pero Napoleón creyó que Ligny había quitado a los prusianos hasta el más mínimo deseo de combatir. “Esa confianza -que cuando tiene éxito se llama audacia y cuando fracasa, exceso de confianza- había sido siempre una característica de nuestro hombre''.

La batalla decisiva derramó mucha sangre, se libró según los cánones malditos de la cultura bélica occidental. Francia perdió 25 mil hombres entre muertos y heridos, además de 16 mil prisioneros. Wellington sufrió 15 mil bajas y los prusianos 7.000.

El 21 de junio, Napoleón dimite. Y veinte días después se entrega a los ingleses que lo confinan en una boya perdida del Atlántico sur a 7.000 kilómetros de distancia de su querida Francia. En la isla de Santa Elena, el Gran Bonaparte pasó, amargado, los últimos cinco años y medio de su vida. En sus Memorias, hizo un mea culpa de Waterloo:
 “Hubiera exterminado su Ejército (prusiano), si los hubiera perseguido durante la noche, según hicieron conmigo el 18. Les di muchas lecciones; pero ellos me han enseñado a su vez que una persecución nocturna tiene bastantes ventajas, por peligrosa que parezca para el vencedor”.
Publicado en la edición de hoy del diario La Prensa.

domingo, 21 de junio de 2015

Tal vez Esther

Katja Petrowskaja

Adriana Hidalgo. Novela, 286 páginas.

Si hay un rasgo magnífico que caracteriza a la literatura centroeuropea es esa ambición de meterse en el bolsillo la Historia del siglo XX. El afán es comprensible; la Historia se ha ensañado con los pueblos al este del Rin; sufrieron en carne propia dos de las peores tiran¡as de todos los tiempos, la del cabo austríaco y la del georgiano picado de viruela. He aqu¡ otro intento encomiable, si es que se admite estirar el concepto de Centroeuropa hasta Ucrania.

Katja Petrowskaja nació en Kiev en 1970, estudio en Estonia, se doctoró en Moscú y aprendió alemán casi a los treinta para dedicarse a las Bellas Letras. El gesto fue bien recibido. Alemania la considera hoy una de sus promesas literarias. El sello Adriana Hidalgo trajo su primera obra al castellano. Una buena parte de los aplausos que ha recibido en Berl¡n son merecidos.

La novela fue urdida a fogonazos. Su juego es remover las cenizas, hacer salir los espíritus del pasado para establecer lazos. Katya remonta su árbol genealógico, evoca a una familia que fue durante siglos una abnegada fábrica de maestros de sordomudos. La evocación resulta interesante. Se enriquece con una muy meritoria reflexión sobre la condición jud¡a. El viaje no sólo es el tiempo sino también en el espacio: Varsovia, Berl¡n, Moscú, Babi Yar, Mauthausen y otros campos de la muerte. Katya, no obstante, tuvo miedo de explorar los archivos bolcheviques de la calle Lubianka.

Se trata, como se dijo, de un libro primerizo y por lo tanto con marcados altibajos. No hay en Petrowskaja aún un estilo en juego; la poética y la filosof¡a fracasan por completo o brillan por su ausencia, pero entonces la épica llega al rescate. Se leen casos de supervivencia jud¡a y eslava conmovedores. O de dignidad frente al tribunal farsesco del estalinismo o la furia homicida del conquistador nazi. Katya ha querido dar palabras a lo intolerable.

Guillermo Belcore
Publicado en el Suplemento de Cultura del Diario La Prensa.

Calificación: Bueno

martes, 9 de junio de 2015

Historia de Roca

Leopoldo Lugones

Ediciones Biblioteca Nacional. Ensayo de historia, 301 páginas. Edición 2012.


Poco tiempo antes de beber whisky con cianuro, Leopoldo Lugones había sido conchabado para escribir una apología de Julio Argentino Roca. Le vino bien esos pesos fuertes al gran poeta nacional, vivía casi en la pobreza, como nos anotició Ezequiel Martínez Estrada. La apología, empero, no fue concluida. El texto, que se había propuesto confinar al dos veces presidente de la Nación en el lecho de Procusto de las ideas descarriadas que el transfuga y confuso Lugones defendía por entonces, llegó hasta la Campaña del Desierto. La biografía está incompleta, pues. Le falta, incluso, una buena corrección; el peine fino, como se dice. Eso no significa que sea una idea loca reimprimirla. La lectura es placentera -rica en ideas incluso- de la primera a la última página. Un aplauso para la iniciativa de la Biblioteca Nacional.

El volumen, para mejor, viene profusamente comentado. En un concienzudo pero por momentos interminable estudio preliminar que incurre en el vicio de la citería (1), el profesor Juan Pablo Canala hace una suerte de deconstrucción política del “señor de todas las palabras y de todas las pompas de las palabras” (Borges dixit). Establece que HdeR iba a ser la obra política máxima de Lugones pero en la línea de un relato literario. Su maniobra era trasvestir a Roca en José Felix Uriburu, ese cretino protofacista que derrocó a Yrigoyen y estragó la democracia argentina, acaso por un siglo.

Vayamos a Lugones. La eficacia del texto consiste en su hermosura. Refulge por esa dialéctica beligerante aunque sabrosa que lo destacó siempre en el pelotón de escribidores comprometidos. La prédica infamante, una cuota adicional de agresividad, la concepción esencialista de la Patria, el dominio extraordinario de la lengua, la poesía aquí y allá son ingredientes destacados de una escritura que nos pasea por la invención decimonónica de la Argentina. Tremendas barbaridades se cometieron durante la guerra finisecular al indio, es verdad; pero Lugones nos ofrece razones que explican por qué la campaña de ocupación territorial de medio país era inevitable. Y señala con el dedo a los capitalistas del otro lado de la cordillera de los Andes. Mujeres, niños (además del ganado) que se secuestraban en Río Cuarto, por caso, terminaban como esclavos en haciendas chilenas.

Naturalmente, no se necesita compartir el ideario militarista de Lugones de 1938 (tuvo muchas identidades en su vida, algunas nobles, muchas resentidas) para disfrutar su prosa. Si discriminamos por extravíos ideológicos, uno debería renunciar definitivamente a Celine y Trotsky, a Platón y Cortazar. Sólo un imbécil -de los que nunca faltan- lo haría. No puedo dejar de admirar la fineza de algunas reflexiones lugoneanas: el gobierno es función aristocrática (Pagina 60); la impropiedad de la Constitución de 1853 (Pag. 197); el repudio al personalismo y al caudillo subtirano (una especialidad de la casa) que se apoya en “romanticismo inocente de los inexpertos y en la necedad egoísta de los logreros” (Pags 260 a 262).

Obsérvese este párrafo visionario y elitista que repudia a los Murdoch y a los Casalongue de todos los tiempos:

“Es propio de la civilización maquinal, o mejor dicho maquinista, que nos arrastra, el exceso de publicidad y la consiguiente importancia que atribuye a los detalles de rebusca, con presumible complacencia del tinterillo zurcidor. Viruta noticiera o secreto de trasalcoba, claro está que no he de reducirme a ese chismoso regodeo. Baste pues saber que Roca fue de genio vivo y de temperamento amoroso sin demasía; quedándolo quede esto pueda sobrar, a beneficio del supradicho buscón”.

Además del estupendo trabajo del prologuista Canala, la edición bibliotecaria añade apéndices valiosos como una conferencia perversa de Lugones que halagó los oídos castrenses, y las reseñas de HdeR de hace setenta años cuando los diarios no se habían contaminado con ese principio nefasto del progresismo cobarde que cree que todo libro debe ser elogiado independientemente de sus méritos. 
Guillermo Belcore

Calificación: Muy bueno

PD: “Sensualismo de pulpería”, sentenció Lugones. A quién le cabe hoy en día la descalificación, me pregunto. ¿A Tinelli?

(1) Citería: abuso de la cita textual por razones tácticas, para gritarle al mundo que uno es un erudito o bien para ganar la buena voluntad del citado.

domingo, 7 de junio de 2015

Ventanas y otros relatos

Stephen Dixon


Eterna Cadencia, 156 páginas. Edición 2015.

Ha definido Stephen Dixon (Nueva York, 1936) la originalidad como el hecho de plasmar algo de una manera que no se haya hecho antes y que esté tan bien hecho que no haya que volver a hacerlo. Hay una definición criolla más bonita. Para el padre Leonardo Castellani, la virtud de la innovación es la del escritor que machetea su picada brava, explorando lo oscuro, siguiendo pistas falsas, volviendo atrás numerosas veces. La originalidad es, por lo demás, una de las cinco variables que define la potencia estética de una obra, de acuerdo a la autorizada opinión de Harold Bloom. Si está presente en el texto, tanto mejor. Queda claro en la segunda recopilación de cuentos de Dixon que el sello Eterna Cadencia acaba de lanzar en la Argentina.

Nos informa Eduardo Berti en el prólogo que Dixon, escritor “falsamente simple”, ha publicado unos quinientos cuentos. Vaya creatividad. La selección de Ventanas es magnífica. El volumen incluye doce relatos que seducen tanto por la experimentación con la forma como por el contenido que puede resumirse en cinco palabras: la poética de los sentimientos. Puede que alguien piense que discurrir sobre la complejidad del amor filial o la amargura de la separación es andar sobre un sendero trillado. No es así. Es ir al fondo de la condición humana. La política es lo superficial, en todo caso.

Entre otras maravillas, Ventanas incluye un cuento hecho de meras posibilidades; otro de puros pensamientos. ‘Cuervos’ testimonia una característica singular de la producción dixoniana: el lector no puede estar seguro de nada. ‘El pintor’ deja en evidencia la ridiculez del mercado de las artes visuales. ‘Una historia pasada por agua’ tiene un dejo garciamarqueano, en el sentido de advertirnos sobre los inexorables bandazos del destino. ‘Dijo' es otros prodigio: prescinde de lo dicho en un diálogo pero no de la acción de dialogar. Es como una película sin sonido, ha notado Berti. La cordura y la felicidad son una pompa de jabón, nos alecciona ‘Luna’.

El prólogo obsequia al lector otra gema. ‘Wife in Reverse‘ narra una existencia hacia atrás. Es, por así decirlo, el hermanito menor de ‘Viaje a la semilla’, la sublime creatura de Alejo Carpentier.
Guillermo Belcore
Publicado en el Suplemento de Cultura del diario La Prensa.

Calificación: Muy bueno