Por Guillermo Belcore
El dinero es una estupidez pero no tiene nada de malo.
G. Hallberg
Una llama blanca y brillante aviva la literatura de Estados Unidos, la más heterogénea y entretenida del globo. Ese fuego es la ardiente ambición de escribir la Gran Novela Americana. Puede que el afán artístico por lo monumental se empariente muy lejanamente con la megalomanía comercial de, digamos, los hoteles de Las Vegas o las monstruosas pirámides de los vendedores de hamburguesas. Perseguir la grandeza forma parte de la identidad nacional al norte del Río Bravo y al sur del San Lorenzo. No obstante, en términos literarios tiene una implicancia gloriosa: la narración según los modelos de Tolstoi y de Dickens sigue viva y provocando placer. ¡Larga viva a la novela oceánica!
He aquí otro caso notable. Random House ha traído a la Argentina la descomunal ópera prima de Garth Risk Hallberg (Louisiana, 1978). En casi mil páginas, Ciudad en llamas pinta un fresco fascinante de la Nueva York de los setenta, en particular de los meses que van desde la Nochevieja de 1976 hasta el gran apagón de 1977. Es decir, un joven escritor sureño aplica la lupa sobre la Babilonia contemporánea, fermentada sobre su propia decadencia (¡ay!, son dolorosos los parangones con el Area Metropolitana de Buenos Aires de 2016), y sobre la efímera explosión de la cultura punk, los auténticos herederos del anarquismo y la Revolución. No future. Los ciudadanos más jóvenes ya no creen en el progreso; los más viejos están aterrados.
Pero, en rigor de verdad, el mastodonte porta en el lomo más que seis meses de historia viva. Hallberg hace uso y abuso del procedimiento de la analepsis, para que todas las piezas del rompecabezas que conforman una personalidad vayan encajando hasta que no queda ningún misterio sin resolver. Viajamos a los cincuenta, a los sesenta, al año del Bicentenario. Hacemos breves visitas a las montañas heladas de Vermont, a un valle soleado de California, a la calurosa pradera de Georgia.
Antes de ingresar a la galería de caracteres, hay que insistir en que la Nueva York imaginaria o documental es otro personaje clave. Como Gotham en la serie homónima o en The Dark Knight. Con sus barriadas degradadas a distopías (Bowery, East Village, Bronx, Hell"s Kitchen, el de Darevil), sus empresas y autoridades corruptas, su bancarrota fiscal. La omnipresencia de las drogas, ocupan el mismo lugar que en el Medioevo ocupaba Dios. Ante semejantes desmesuras se entiende por qué la novela debía ser grande. Historia, escenarios, amores contrariados, desastres personales y colectivos, política, campos de batalla de la alta burguesía, todo entremezclado en un universo regido por la entropía.
Demasiadas casualidades
Merece elogios la destreza con la que Hallberg va enlazando los destinos individuales, aunque el final de la novela queda la impresión de que hubo demasiadas casualidades y giros inverosímiles, lo que suele denotar déficit de invención. Las conexiones entre esos puntos -de diferentes clases sociales- se va enriqueciendo con las distintas texturas urbanas (ya lo dijimos, el libro es riquísimo en detalles).
El núcleo incandescente son los dos balazos en la cabeza que recibe Samanta Cicciaro, una chica punki, en un parque público durante la Nochevieja de 1976. Puede que sea un asalto que se torció o bien forma parte de una gran conjura terrorista (u otra cosa). El enigma es el motor que hace avanzar la trama. Queremos saber quién apretó el gatillo.
Uno de los personajes principales se llama William Stuart Althorp Hamilton-Sweeney, un príncipe de Nueva York, heredero de unas las mayores fortunas de la ciudad, pero al mismo tiempo pintor frustrado, drogón e inadaptado, factotum de una piojosa bandita punk (Ex Post Facto). Su novio es Mercer Goodman, afroamericano, profesor de letras, que llegó desde la diminuta Altana, en Georgia (¿alter ego de Hallberg, o en realidad es Charlie Weisbarger, el adolescente judío que juega a hacerse el rudo). El marido de su hermana Regan (Keight Lamplighter, un asesor financiero capaz de venderle bifocales a un ciego) se degrada en amante de Samantha, a pesar de que la dobla en edad y la chica es menor.
Los malos de la película son los rabiosos hoplitas punk que se quedan con los despojos de Ex Post Facto y atraen la atención de Sam. En especial Nicky Caos, creador del Falansterio Post Humanista, que ya no quiere cambiar la cultura con otra cultura, sino abrirse paso a codazos, redimir la demanda de desorden del sistema.
"Si empeoras las cosas, la gente se rebela; necesitan despertarse y saber que nadie piensa en ellos", postula el gurú mugriento. Acción directa, más o menos en complicidad con un tiburón de las altas finanzas del grupo Hamilton-Sweeney. Amory Gould, tío político de William y Reagan, es el Hermano Diabólico, la esencia del poder económico, sin escrúpulos, pero con estilo, y de las maléficas multinacionales, que nada tienen que ver con el libre mercado que enseñan los libros de texto.
Completan el elenco Larry Pulaski, un detective eficaz del Departamento de Homicidios, con polio y buenos modales; Richard Groskoph, periodista de investigación que considera que el orgullo rastrero y el sufrimiento forman parte de la dignidad de su oficio; y su vecina, la vietnamita atormentada Jenny Nguyen. Desde la radio, Zig Zigler azuza la rebelión cívica de la clase blanca oprimida (como Donald Trump hoy en día), el retorno de lo reprimido en nombre de volver a una Nueva York de 1954 ilusoria.
Episodio siniestro
Ciudad en llamas es pura narratividad que converge en un episodio siniestro de la Gran Manzana, durante el cual toda las reglas que rigen la convivencia se suspendieron: el apagón del 13 de julio de 1977. Le dedica casi ciento cincuenta páginas a esa orgía de violencia con un tufo de insurrección. Hollywood ya ha pagado un millón de dólares por los derechos cinematográficos de la novela, que se suman a los dos millones que cobró Hallberg como adelanto de la editorial Knopf. Esto también forma parte de la grandeza del arte estadounidense.
De alguna manera, el mamotreto de Hallberg desea reivindicar el viejo orden burgués, el de las familias estables, calles seguras y comodidades convencionales (carrera, posesiones, pareja), cuyo arte, a menudo, se limita a no repetir camisa y comida dos días seguidos. Hay un subtema formidable: el drama de enamorarte de una criatura salvaje y libre que no te necesita, como Samantha o William. Hay escenas escalofriantes: el aborto de Regan o el suicidio de Richard, por ejemplo.
Hasta aquí Hallberg sólo había escrito cuentos. Su primera novela demuestra erudición (las páginas están perladas con citas), profundidad psicológica y una enooorme capacidad para relatar el mismo hecho desde distintas perspectivas y para la reconstrucción histórica.
El texto también seduce al lector maduro por la nostalgia. Es una composición artística pormenorizada y con buenos diálogos que quiere decirnos algo de la época, de Nueva York, de Estados Unidos incluso. No descuella, empero, el autor por su dominio de la metáfora. Los párrafos son macizos como el mármol, demandan mucha atención. Como una concesión a la posmodernidad -y a guisa de interludio-, se injertan materiales de otras procedencias con diferentes tipografías como un fanzine (revista alternativa), artículos periodísticos, una carta manuscrita.
Mil páginas, naturalmente, no son para cualquiera, máxime en esta época donde la noción de placer literario implica, por desgracia, comodidad. Incluso los críticos -intelectuales a los que les debería gustar mucho leer mucho- escapan a las criaturas monumentales, como las que ensamblan un Pynchon o un Irving. Pero el armatoste de Hallberg, aunque carece de fulgor lírico, ofrece recompensas al lector hedonista. No es perfecto, es muy interesante.
Publicado en el Suplemento de Cultura del diario La Prensa.
Calificación: Muy bueno.