domingo, 27 de noviembre de 2016

La caza del carnero salvaje

Por Haruki Murakami
Tusquets. Novela, 380 páginas. Edición 2015

Además de eterno candidato al Nobel, Haruki Murakami (Kioto, 1949) es el campeón del llamado universo tubifex. ¿Qué es esto? Un cosmos con una lógica distinta donde, por ejemplo, puede haber dos lunas en el firmamento, una de las cuales es verdosa, sin que nadie se haga preguntas.

Tanto la excentricidad de las historias, como las metáforas insólitas con las que decora los textos, resultan encantadoras. Sus personajes parecen concebidos por un demiurgo bromista y cruel (como aquél que ha creado la humanidad, pero no tan malvado). En términos artísticos, el universo tubifex ha implicado la renovación del realismo mágico. La buena literatura no sabe de fronteras.

Tusquets reimprimió por fin la tercera novela de Murakami (tiene trece en su haber), que fue entregada a la imprenta en 1982. Uno podría suponer que es defectuosa por inmadura, pero sería una suposición equivocada. Se trata de una de sus composiciones mejor logradas, cuya prosa es tan suave como una tarde de primavera.

El interés nunca decae. Al comienzo del libro, se perciben ecos de Raymond Carver, pues la banalidad cotidiana de un joven publicista, que arrastra una fracaso matrimonial y se encapricha con una chica por sus orejas (sólo en Japón, o en un libro de Murakami las orejas femeninas pueden ser hechiceras), va urdiendo un sentido trascendente. Al final de la obra, se evoca a Stephen King: nos enfrentamos a lo que podría definirse como un caso de posesión demoníaca. ¡Y los muertos hablan!

La trama nos lleva hasta el despoblado interior de la isla de Hokkaido. Allí el frío suele provocar estragos. Vamos en busca de una perturbadora especie de carnero que obsesiona a un pez gordo de la ultraderecha. El tiempo apremia. La cacería es fascinante. Al fin de cuentas (Murakami ha leído también a Melville) la vida de verdad consiste en andar dando vueltas detrás de algo.
Guillermo Belcore
Publicado hoy en el Suplemento de Cultura del diario La Prensa.

Calificación: Bueno


domingo, 20 de noviembre de 2016

Aquí estoy

Por Guillermo Belcore

"La población de judíos en el mundo es comparable al margen de error del censo chino y todo el mundo nos odia".
 Irv Bloch

Con la ambición no basta. Jonathan Safran Foer (Washington D.C., 1977) ha querido añadir al universo una novela oceánica, memorable y reflexiva sobre la condición judía y la naturaleza del amor matrimonial. Se acercó bastante al objetivo sólo en el último punto. Al escritor de moda le salió una novela hinchada, difícil de concluir, cuyo telón de fondo resulta más interesante que la historia principal.

Aquí estoy (Seix Barral, 717 páginas), dijo Abraham al Señor cuando se disponía a sacrificar a su primogénito. El título alude a la disposición del creyente judío a estar totalmente presente, sin condiciones, ni reservas, ni necesidad de explicaciones ante las demandas de la religión. La misma actitud espiritual es la del padre o la madre amantísimos. Estar totalmente presentes para los hijos. Sobre esa roca firme, el celebrado y exitoso Foer (sus dos novelas anteriores llegaron a Hollywood; su ensayo a favor del veganismo fue un best seller) edifica su esperado retorno a la ficción (tardó diez años).

El curso principal de la narración es la descomposición del matrimonio entre Jacob y Julia Bloch, la quintaesencia de la burguesía judía de Estados Unidos. El es guionista de una serie de entretenimiento que detesta; ella, arquitecta frustrada. Tienen tres maravillosos hijos que se pasan el día pegados a una pantalla y un perro viejo con incontinencia. Viven en Washington D.C. con todo lo que la prosperidad moderna puede ofrecerles al alcance de la mano, terapeuta incluido, pero -como se sabe- tener más de lo que uno necesita puede resultar confuso.

El abuelo de Jacob -Isaac- es sobreviviente del Holocausto, su padre -Irv- un activista de las redes sociales que vocifera verdades sobre los enemigos de Israel, no sin un punto de racismo antiárabe ("Una opinión no puede estar equivocada"). La madre -Deborah- teje y desteje en silencio. Una familia común y silvestre, bah. Con la obstinación de un talmudista que persigue la voluntad de Dios, Foer somete a escrutinio el proceso de vivir con sus negociaciones interminables y sus pequeños ajustes. El decaimiento de todo lo que ha sido firme. El fin de los simulacros en una relación basada en el amor.

GUSTO A POCO

En los mejores momentos, la trama ofrece una poética del matrimonio y va al hueso del asunto ("¿Cuántas parejas son capaces de ver un progreso en el simple hecho de seguir como siempre?"), pero el lector no puede desprenderse de ese regusto a poco, a tormenta en un tubo de ensayo, con sus diálogos enervantes en fondo y forma (estilo ametralladora, al que no le cabe la teoría del iceberg de Hemingway). Que hoy en día una pareja se separe después de dieciséis años de convivencia sin grandes desdichas no es cosa de otro mundo. Pasa todo el tiempo. Como se admite en la página doscientos sesenta y tres, "la vida es lenta y en absoluto dramática y estimulante, a excepción de los momentos que la mayoría de nosotros haría cualquier cosa por evitar". ¿Por qué amonedar algo tan pedestre en novela?, cabe preguntarse.
La trama se hunde, además, en una psicología de aficionados, centrada en la neurosis de la vida actual. La verdad es que la sonda nunca llega al fondo del alma humana. Foer no es Updike ni Roth. Los personajes judíos nunca consiguen ser tan fascinantes como los de Isaac B. Singer.

El segundo núcleo incandescente aparece demasiado tarde, después de la página trescientos. Un sismo devasta Tierra Santa y anima a los países islámicos a atacar a Israel. Se forma una gran coalición que pone en peligro la existencia del Estado hebreo. Los judíos de la diáspora son interpelados, sobre todo los estadounidenses "que, excepto practicar el judaísmo, harían cualquier cosa para instilar un cierto sentido de la identidad judía a sus hijos". Jacob presta atención al toque de shofar y decide partir hacia Medio Oriente, aunque sabe que a un mequetrefe como él lo enviarán a hacer bocadillos para los guerreros.

Semejante calamidad global cumple un papel secundario, como dijimos, de telón de fondo del divorcio de los Bloch. El lector curioso se queda con hambre de ahondar en la distopía. No obstante, la guerra de Israel contra el mundo islámico sirve como acicate para la reflexión sobre uno de los temas centrales de la existencia judía desde sus orígenes y no porque lo hayan querido así: la supervivencia. Digámoslo sin ambages, si hay algo que reivindica el libro es su excelencia como novela de ideas.

Todo lo que ha pasado puede volver a pasar, es probable que pase, tiene que volver a pasar, pasará, escribió Foer. Para los hijos de Sion, hoy es más importante ser fuerte que tener razón. O que ser bueno. "No necesito ser luz y guía para el resto de las naciones del mundo, lo que necesito es no arder en llamas", postula en defensa de un país con el tamaño de una uña, rodeado por enemigos psicópatas y donde hace un calor asfixiante.





INFLUENCIAS

Se ha escrito mucho sobre la influencia literaria en el apogeo de las series. Aquí hablaremos del camino inverso. Se perciben ecos molestos de la televisión en la prosa de Foer. Hay un intento por ser siempre chistoso, ocurrente y brillante en los diálogos que evoca a los guionistas no al literato. Tal afán no siempre es tocado por el éxito. Cansa, como cualquier persona obsesionada con hacerse el listo. Hasta los niños hablan como cómicos del stand up. Se abusa de otro tópico, el humor judío que consiste en mofarse de uno mismo.

La escritura viene salpimentada con datos curiosos, como que existen más partidas de ajedrez posibles que átomos en el universo o qué maravilla semántica son los autoautónimos (palabras que son sus propios antónimos) como conjurar (invocar a los espíritus, pero también alejar un peligro) o alquilar (poner o tomar una casa en alquilar) o sancionar (una ley o a quien no la cumple).


El viejo truco posmoderno de la yuxtaposición también hace chirriar los dientes. En un mismo capítulo, Foer salta como acróbata enloquecido de la masturbación compulsiva de un adolescente al Holocausto. Es una argucia desagradable. Mejor empleados son los recursos del flashbacks, las historias tangenciales y la información añadida que, si bien no hacen avanzar el argumento, permiten entender las motivaciones. Redondeando, Foer no descuella aquí como estilista. Quiere desesperadamente ser moderno.

Esto no significa que Aquí estoy no merezca ser leída. La confrontación de ideas se impone con holgura a los ripios narrativos. Hay discursos excelentes, como el del rabino joven en el funeral de Isaac. Si alguien le enrostra al bueno de Jacob que no cree en nada, que es incapaz de morir por algo, las respuesta es inspiradora. La compartimos:

"¿Qué tiene de malo ganarse la vida más o menos bien, alimentarse con comida más o menos buena y aspirar a llevar una existencia tan ética y ambiciosa como permitían las circunstancias? Jacob lo había intentado y se había quedado corto en todos los sentidos, pero ¿según que tablas? (...) No hay menos devoción en el agnosticismo que en el fundamentalismo, y a lo mejor había destruido lo que amaba por no haber sabido ver la perfección de lo que era más o menos bueno".
Publicado en el Suplemento de Cultura del diario La Prensa.

Calificación: regular

domingo, 6 de noviembre de 2016

Nueva York, fermentada en su decadencia

Por Guillermo Belcore

El dinero es una estupidez pero no tiene nada de malo.
G. Hallberg


Una llama blanca y brillante aviva la literatura de Estados Unidos, la más heterogénea y entretenida del globo. Ese fuego es la ardiente ambición de escribir la Gran Novela Americana. Puede que el afán artístico por lo monumental se empariente muy lejanamente con la megalomanía comercial de, digamos, los hoteles de Las Vegas o las monstruosas pirámides de los vendedores de hamburguesas. Perseguir la grandeza forma parte de la identidad nacional al norte del Río Bravo y al sur del San Lorenzo. No obstante, en términos literarios tiene una implicancia gloriosa: la narración según los modelos de Tolstoi y de Dickens sigue viva y provocando placer. ¡Larga viva a la novela oceánica!

He aquí otro caso notable. Random House ha traído a la Argentina la descomunal ópera prima de Garth Risk Hallberg (Louisiana, 1978). En casi mil páginas, Ciudad en llamas pinta un fresco fascinante de la Nueva York de los setenta, en particular de los meses que van desde la Nochevieja de 1976 hasta el gran apagón de 1977. Es decir, un joven escritor sureño aplica la lupa sobre la Babilonia contemporánea, fermentada sobre su propia decadencia (¡ay!, son dolorosos los parangones con el Area Metropolitana de Buenos Aires de 2016), y sobre la efímera explosión de la cultura punk, los auténticos herederos del anarquismo y la Revolución. No future. Los ciudadanos más jóvenes ya no creen en el progreso; los más viejos están aterrados.

Pero, en rigor de verdad, el mastodonte porta en el lomo más que seis meses de historia viva. Hallberg hace uso y abuso del procedimiento de la analepsis, para que todas las piezas del rompecabezas que conforman una personalidad vayan encajando hasta que no queda ningún misterio sin resolver. Viajamos a los cincuenta, a los sesenta, al año del Bicentenario. Hacemos breves visitas a las montañas heladas de Vermont, a un valle soleado de California, a la calurosa pradera de Georgia.

Antes de ingresar a la galería de caracteres, hay que insistir en que la Nueva York imaginaria o documental es otro personaje clave. Como Gotham en la serie homónima o en The Dark Knight. Con sus barriadas degradadas a distopías (Bowery, East Village, Bronx, Hell"s Kitchen, el de Darevil), sus empresas y autoridades corruptas, su bancarrota fiscal. La omnipresencia de las drogas, ocupan el mismo lugar que en el Medioevo ocupaba Dios. Ante semejantes desmesuras se entiende por qué la novela debía ser grande. Historia, escenarios, amores contrariados, desastres personales y colectivos, política, campos de batalla de la alta burguesía, todo entremezclado en un universo regido por la entropía.

Demasiadas casualidades


Merece elogios la destreza con la que Hallberg va enlazando los destinos individuales, aunque el final de la novela queda la impresión de que hubo demasiadas casualidades y giros inverosímiles, lo que suele denotar déficit de invención. Las conexiones entre esos puntos -de diferentes clases sociales- se va enriqueciendo con las distintas texturas urbanas (ya lo dijimos, el libro es riquísimo en detalles).

El núcleo incandescente son los dos balazos en la cabeza que recibe Samanta Cicciaro, una chica punki, en un parque público durante la Nochevieja de 1976. Puede que sea un asalto que se torció o bien forma parte de una gran conjura terrorista (u otra cosa). El enigma es el motor que hace avanzar la trama. Queremos saber quién apretó el gatillo.

Uno de los personajes principales se llama William Stuart Althorp Hamilton-Sweeney, un príncipe de Nueva York, heredero de unas las mayores fortunas de la ciudad, pero al mismo tiempo pintor frustrado, drogón e inadaptado, factotum de una piojosa bandita punk (Ex Post Facto). Su novio es Mercer Goodman, afroamericano, profesor de letras, que llegó desde la diminuta Altana, en Georgia (¿alter ego de Hallberg, o en realidad es Charlie Weisbarger, el adolescente judío que juega a hacerse el rudo). El marido de su hermana Regan (Keight Lamplighter, un asesor financiero capaz de venderle bifocales a un ciego) se degrada en amante de Samantha, a pesar de que la dobla en edad y la chica es menor.

Los malos de la película son los rabiosos hoplitas punk que se quedan con los despojos de Ex Post Facto y atraen la atención de Sam. En especial Nicky Caos, creador del Falansterio Post Humanista, que ya no quiere cambiar la cultura con otra cultura, sino abrirse paso a codazos, redimir la demanda de desorden del sistema.

"Si empeoras las cosas, la gente se rebela; necesitan despertarse y saber que nadie piensa en ellos", postula el gurú mugriento. Acción directa, más o menos en complicidad con un tiburón de las altas finanzas del grupo Hamilton-Sweeney. Amory Gould, tío político de William y Reagan, es el Hermano Diabólico, la esencia del poder económico, sin escrúpulos, pero con estilo, y de las maléficas multinacionales, que nada tienen que ver con el libre mercado que enseñan los libros de texto.

Completan el elenco Larry Pulaski, un detective eficaz del Departamento de Homicidios, con polio y buenos modales; Richard Groskoph, periodista de investigación que considera que el orgullo rastrero y el sufrimiento forman parte de la dignidad de su oficio; y su vecina, la vietnamita atormentada Jenny Nguyen. Desde la radio, Zig Zigler azuza la rebelión cívica de la clase blanca oprimida (como Donald Trump hoy en día), el retorno de lo reprimido en nombre de volver a una Nueva York de 1954 ilusoria.

Episodio siniestro


Ciudad en llamas es pura narratividad que converge en un episodio siniestro de la Gran Manzana, durante el cual toda las reglas que rigen la convivencia se suspendieron: el apagón del 13 de julio de 1977. Le dedica casi ciento cincuenta páginas a esa orgía de violencia con un tufo de insurrección. Hollywood ya ha pagado un millón de dólares por los derechos cinematográficos de la novela, que se suman a los dos millones que cobró Hallberg como adelanto de la editorial Knopf. Esto también forma parte de la grandeza del arte estadounidense.

De alguna manera, el mamotreto de Hallberg desea reivindicar el viejo orden burgués, el de las familias estables, calles seguras y comodidades convencionales (carrera, posesiones, pareja), cuyo arte, a menudo, se limita a no repetir camisa y comida dos días seguidos. Hay un subtema formidable: el drama de enamorarte de una criatura salvaje y libre que no te necesita, como Samantha o William. Hay escenas escalofriantes: el aborto de Regan o el suicidio de Richard, por ejemplo.

Hasta aquí Hallberg sólo había escrito cuentos. Su primera novela demuestra erudición (las páginas están perladas con citas), profundidad psicológica y una enooorme capacidad para relatar el mismo hecho desde distintas perspectivas y para la reconstrucción histórica.

El texto también seduce al lector maduro por la nostalgia. Es una composición artística pormenorizada y con buenos diálogos que quiere decirnos algo de la época, de Nueva York, de Estados Unidos incluso. No descuella, empero, el autor por su dominio de la metáfora. Los párrafos son macizos como el mármol, demandan mucha atención. Como una concesión a la posmodernidad -y a guisa de interludio-, se injertan materiales de otras procedencias con diferentes tipografías como un fanzine (revista alternativa), artículos periodísticos, una carta manuscrita.

Mil páginas, naturalmente, no son para cualquiera, máxime en esta época donde la noción de placer literario implica, por desgracia, comodidad. Incluso los críticos -intelectuales a los que les debería gustar mucho leer mucho- escapan a las criaturas monumentales, como las que ensamblan un Pynchon o un Irving. Pero el armatoste de Hallberg, aunque carece de fulgor lírico, ofrece recompensas al lector hedonista. No es perfecto, es muy interesante.
Publicado en el Suplemento de Cultura del diario La Prensa.

Calificación: Muy bueno.