M. Hjorth y H. Rosenfeldt
Planeta. 619 páginas
Alguna vez, Jorge Luis Borges reflexionó sobre el extraño y vano destino de Escandinavia. Llegó a la conclusión de que desde las tropelías de los vikingos por media Europa o la llegada a Norteamérica de Leif Eiriksson cuatro siglos antes de Colón, hasta la invención de la novela en Islandia o la irrupción en Rusia de Carlos XII, las dilatadas empresas de las gentes nórdicas fueron individuales y surcaron como un cometa fugaz por la memoria de la Humanidad. "Para la historia universal, las guerras y los libros escandinavos son como si no hubieran sido, todo queda aislado y sin rastro, como si pasara en un sueño o en esas bolas de cristal que miran los videntes", estableció en la revista Sur nuestro mejor literato.
Puede que con la novela negra escandinava ocurra lo mismo. Pasará, acaso, sin dejar huella ni abrir nuevos senderos en la jungla editorial y sólo los especialistas del futuro acudirán al subgénero. Es probable que esta burbuja que se infló a principios del siglo XXI -gracias a la divulgación global de notables narradores como Henning Mankell- ya haya reventado. Resulta inevitable pensar esto después de leer el segundo tomo de la Saga Bergman de Michael Hjorth & Hans Rosenfeldt, los creadores de la exitosa miniserie The bridge.
Crímenes duplicados es mejor que la primera entrega, lo cual no significa que la novela sea buena. Es casi buena, en realidad. Sus autores son guionistas televisivos, por lo que manejan bastante bien la intriga, los giros imprevistos, las conexiones entre los personajes, pero nada más. El texto carece de virtudes literarias, no hay profundidad psicológica, ni belleza en la expresión, ni recursos retóricos; la prosa es plana como el encefalograma de un muerto. Sobran capítulos o están mal cortados. La crítica social brilla por su ausencia (una traición al género). El libro termina aburriendo, con ese afán ridículo por querer explicarlo todo y sus redundancias. Como se dijo, uno termina conjeturando que la novela negra escandinava es ya una fórmula gastada.
Queda la historia. Los autores quieren enseñarnos algo sobre los imitadores de los asesinos en serie. En efecto, aparecen en Estocolmo cadáveres de mujeres con el cuello prácticamente seccionado (como cuando abrimos una lata de conservas y dejamos un pequeño trozo sin cortar para poder doblar la tapa hacia atrás) y los mismos rituales en la escena del crimen que dejaba el reo Edward Hinde, encarcelado desde la década del noventa. Investiga la Unidad de Homicidios, el equipo especial de Torkel Hölgrund, pero el héroe se llama Sebastian Bergman, un psicólogo con mañas, un canalla egoísta, bah, que usa el cuerpo de las señoras para calmar, por un rato, su angustia existencial. El desagradable doctor se convirtió en una pieza clave para atrapar a Hinde, por lo que se suma a la cacería. Es el padre de una detective de la task force de Hölgrund pero ella no lo sabe. Hay un núcleo incandescente allí. Bergman defecciona, demuestra en su segunda aparición que en el fondo es un tierno. La maldita corrección política y social, otro punto flojo del libro.
Guillermo Belcore
Calificación: Regular