miércoles, 16 de febrero de 2022

El artista de la cuchilla


En 1993, el escocés Irvine Welsh publicó Trainspotting, un ícono de nuestro tiempo que narra las vilezas de una pandilla delincuencial de Edimburgo. La novela se convirtió en objeto de culto y los amantes del calificativo fácil la definieron como "la cumbre de la literatura punk". El libro generó obras de teatro y un film muy popular. Alentado por el éxito global, Welsh escribió una secuela titulada Porno en 2002 y una precuela que bautizó Skagboys en 2012. De todos los caracteres de la saga, sin duda, el más inquietante es Francis Franco Begbie, un matón adicto a la violencia, que siempre tendrá el rostro del actor Robert Carlyle.


Pasaron treinta años, casi. Qué será de la vida del psicópata del barrio, se deben haber preguntado muchos de los aficionados al submundo Trainspotting. Welsh satisfizo su curiosidad con una trepidante novela publicada en 2016 en la anglósfera que acaba de llegar a la Argentina. Bienvenidos a El artista de la cuchilla (Anagrama, 265 páginas). Por cierto, el spin off (término de moda) se convertirá en los próximos meses en una miniserie de seis capítulos, naturalmente con Carlyle en el papel principal, como corresponde.


Begbie de Leith se mudó a California. Tiene una esposa joven, guapa y rica. Tiene dos hijas adorables. Se casó con su arteterapeuta que le cambió la vida en una prisión de Escocia. Se ha convertido en un escultor que gana mucho dinero tallando bustos de personajes famosos con trágicas mutilaciones. Así sublima sus instintos bestiales, su deseo incontenible de herir a un semejante. Hasta cambió de nombre. Ahora se llama Jim Francis, el artista de la cuchilla.


Begbie ama a su familia. Parece que ha conseguido, por fin, evitar que entre en erupción esa lava de rabia que le hinchaba el pecho por cualquier fruslería. Parece. La agresión de dos malvivientes a su esposa en la playa y una llamada que recibe desde su tierra natal ponen en juego su regeneración.


Han asesinado en Edimburgo a Sean, el primogénito de Begbie. No es que nuestro sociópata lo amara; en realidad, no tenía el menor contacto con el fruto de un enlace sin amor de dos décadas atrás. Pero decide hacerse cargo de los gastos del entierro y de encontrar al asesino de Sean. Rugiendo, los demonios de la violencia salen de la jaula y dejan una estela de sangre y destrucción ígnea en la capital escocesa, conforme nuestro antihéroe va encontrando a los fantasmas del pasado y lo van involucrando en una guerra entre mafias.


RETRATO DE LA ESCORIA


Hay que destacar que Welsh, maestro del realismo sórdido, es un hábil constructor de villanos. Begbie, con su perturbadora agresividad, atrapa nuestra imaginación. Pero no es una novela que puede recomendarse así como así a toda clase de público. Welsh es un pornógrafo de la violencia. Hay escenas de rebuscada e inverosímil tortura.


También podría decirse que El artista de la cuchilla no es la puerta ideal para ingresar a la obra de Welsh. Si bien la trama se entiende perfectamente aún sin haber leído sus libros anteriores, la aparición de viejos conocidos la disfrutará más intensamente el conocedor de la saga. Por ejemplo, hace varios cameos el taxista erotómano Terry El Jugo Dawson, que nos había encantado hace cuatro años en Un polvo en condiciones.


Si la línea narrativa principal de la novela, con su delicado misterio policial, es la cacería del asesino de Sean Begbie, el autor desarrolla una muy interesante digresión: los orígenes de la rabia asesina de Franco. Identifica dos fuentes del TEI (trastorno explosivo intermitente): la dislexia y la herencia gansteril. En el seno de la familia -nos advierte- se instila ese veneno en el alma que hace que, por ejemplo, un muchacho descargue su ira sobre alguien que es diferente. La maldad se transmite de generación en generación, sería la hipótesis.


Radicado en Chicago, Welsh es un escritor enrolado en el llamado campo progresista. Los personajes con valores liberales (liberal en el sentido anglosajón) son positivos. Sostiene que peor que un Franco Begbie, cuyo principal talento hasta la adultez era hacer daño a los demás, es un primer ministro que deja sin empleo a miles de familias. Denuncia que en Escocia "hemos aceptado una visión del mundo jerárquica y elitista. Los que están abajo no importan, siempre que se amenacen entre sí y no a los de arriba o los turistas que son fuente de ingresos".


Más extraña es su afirmación de la página ciento dieciocho: "A pesar de la imagen que ofrecen sus películas, del militarismo de su política exterior y del creciente racismo, los Estados Unidos son un lugar mucho más tranquilo que Escocia... el único problema es que cualquier pirado puede comprar una pistola y, claro, eso cambia todo".


Es decir, Welsh usa a Begbie como instrumento para divulgar su dogma progre. Es otro punto flojo del libro. El tipo es un matón irascible; no le da el Pignet para el papel de pensador sofisticado.


Finalmente, hay que decir que Anagrama contrató a tres traductores para lidiar con la jerga escocesa de Irivine Welsh, una de las señas de identidad de su vasta producción narrativa. El resultado es bueno, pero el lector argentino deberá resignarse al caló madrileño. Resulta inevitable. Hoy más que nunca desde 1853, Argentina es la periferia andrajosa de la hispanósfera.

Guillermo Belcore

Calificación: Buena

sábado, 12 de febrero de 2022

Signos de civilización. Cómo la puntuación cambió la historia.

 


Es común que, cuando se habla de grandes inventos, se mencione siempre el hardware: la imprenta, la máquina de vapor, la generación de electricidad, la computadora. Pero el software ha sido más importante para que la humanidad, sin él, aquéllo es metal muerto. El lenguaje escrito es pues la tecnología decisiva; nada cambió más profundamente nuestra mente. Y la parte avanzada de ese hito del desarrollo económico, social y moral son los signos de puntuación, acaso una de las claves de la hegemonía occidental.


"La puntuación es una de las cosas más espléndidas que produjo nuestra civilización, y que conoció un desarrollo glorioso que atravesó desde la Antigüedad al Renacimiento'', destaca el señor Bard Borch Michalsen. Acaba de publicarse un ensayo sustancial de este catedrático noruego. Signos de civilización. Cómo la puntuación cambió la historia (Ediciones Godot, 176 páginas, traducción de Christian Kupchik) es una obra tan amena como profunda que revisa 6.000 años de escritura, rescata a héroes olvidados como el bilbliotecario Aristófanes de Bizancio (desarolló el primer sistema de puntuación del mundo), plantea inquietudes sobre el futuro del lenguaje en la era digital y elabora una filosofía de la corrección gramatical y sintáctica. Un libro valioso, en suma.­


Podría decirse que el profesor Michalsen es una macluhiano tardío, en el sentido de que considera la tecnología como el motor de la evolución humana. La palabra impresa cambió la Historia, generó una revolución cognitiva; la libertad de expresión -duramente conquistada- modificó las relaciones de poder; el capital cultural potenció la economía como nunca antes. Y en ese devenir hubo aceleradores de los cambios poco conocidos como el editor Aldus Manutius (introdujo la primera coma moderna en 1494), el Steve Job del Renacimiento. Siguiendo la analogía, Venecia y Florencia fueron el Sillicon Valley de los siglos XV y XVI.­


El libro de Michalsen es un alarde de erudición. Se basa en una copiosa y bien escogida bibliografía. Hermosas citas exornan las páginas. Como ésta de Claudio Magris: "El uso adecuado del lenguaje es un requisito previo para la claridad moral y la honestidad''. Y esta otra de F. S. Fitzgerald: "Elimine todos los signos de exclamación. Un signo de exclamación es como reírse de sí mismo''.­


¡Scott está totalmente equivocado! En esta trinchera preferimos usar todos los signos de civilización. Y amamos ése que Michalsen considera el más hermoso, el único capaz de añadir un toque de distinción al texto: el punto y coma. Es otro invento renacentista y, acaso, también sirve como indicador de nivel intelectual; quienes lo usan bien son personas que gustan de la complejidad y los matices. En el siglo XIX, causó un duelo con esgrima. Hemingway lo desdeñó (al igual que al papel higiénico) pues temía que lo tomaran por afeminado.­


Después de esta maravillosa travesía por la historia de los signos de puntuación, de evocar algunas polémicas recientes en Europa y de proporcionar algunas oportunas normas gramaticales, Michalsen se adentra en un terreno filosófico. Advierte que la era del WhatsApp nos retrotrae, en cierta forma,  al lenguaje oral escrito de los griegos y a los ideogramas de la Antigüedad, vía emojis. ¿Es una moda? ¿Una tendencia irreversible que conduce a una suerte de esquizofrenia permanente, con dos formas de escritura en tensión? Otra grieta, pues.­


Fecundas reflexiones incluye la segunda parte del libro. El profesor Michelsen se pronuncia en favor de seguir enseñando el uso correcto de los signos de puntuación, pues "cuanto más pautas comunes compartamos en el acto de comunicar, mejor nos entenderemos''. 


Estos códigos comunes del lenguaje -insiste- "fueron sin dudas una de las mayores fuerzas impulsoras detrás de los grandes avances que tuvieron lugar en Europa hace quinientos años''. Uno no puede dejar de preguntarse: ¿Qué Argentina saldrá de esa mayoría de jóvenes exasperados que hoy casi no leen y usan para el diablo todas las magnificas herramientas que la escritura ofrece a la razón? Da miedo pensarlo.­

Guillermo Belcore

Publicado en el diario La Prensa


Calificación: Muy bueno

miércoles, 9 de febrero de 2022

Reacher

 



El mayor (RE) Jack Reacher mide 1,95 de altura y pesa 115 kilogramos. Es una masa de músculos, muy bien entrenada por el Ejército de Estados Unidos en el estilo de pelea más sucio del mundo. Le han enseñado, por ejemplo, a arrancar ojos con un pulgar. El ex comandante de una eficaz unidad de Inteligencia Militar recorre su país en ómnibus ligero de equipaje: un cepillo de dientes, algo de dinero, una tarjeta de débito. Usa ropa de segunda mano. "Sin ningún lugar particular al que ir y con todo el tiempo del mundo para llegar allí", advierte su demiurgo. No obstante, tiene la mala suerte de ser un gorila que atrae los problemas.


Hollywood le ha dado a Reacher el rostro improbable de Tom Cruise. Fueron dos películas; la segunda francamente muy mala. Amazone Prime, por fortuna, vuelve a las fuentes. Produjo una serie que respeta el espíritu y los rasgos físicos, mentales y emocionales de la creatura que protagoniza las novelas de Lee Child. La primera temporada ya está en el streaming; se basa en la primera novela del escritor inglés, Zona peligrosa. El showrunner Nick Santora (guionista de Prison Break) ha hecho un trabajo formidable.

Una mañana de cristal que se hace añicos, Reacher llega a Margrave, un pueblo de menos de 2.000 habitantes en Georgia en busca de historias sobre un as del blues. Ni siquiera puede terminar su café y su tarta de duraznos; la policía local lo arresta, pistola en mano, como sospechoso del asesinato de un John Doe en un descampado. El coloso errante (detesta que lo tachen de "vagabundo") pasa un día en la cárcel (sin decir palabra alguna) hasta que un banquero muerto de miedo confiesa el homicidio. Los dos son encerrados en una prisión estatal, donde intentan matarlos, pero claro, nuestro héroe es capaz de hacer trizas a cinco matones a la vez en los baños de la cárcel.

Ya en libertad, Reacher descubre horrorizado la identidad de John Doe. El asunto se vuelve personal. Se une entonces al envarado jefe de detectives de Margrave, un afroamericano educado en Harvard que se viste con chaleco y tweet en el verano sureño; y  a una agente de policía, rubia, bella y dura de pelar, como marca el canon. Son, acaso, los únicos agentes de la ley & el orden decentes en un estratégico cruce de caminos, dominado por un poderoso y enigmático grupo empresario.

La serie no da respiro. Hay una constante efusión de sangre. El veterano de guerra, fiel a su naturaleza de 'punisher' y azote de las mafias, se enfrenta a una vasta conspiración criminal que ha causado daños ambientales, asesinado a agentes federales e infiltrado a las fuerzas de seguridad; además de haber comprado, como dijimos, el alma y la conciencia del 99 por ciento de una población de Georgia. La mano ejecutora de los malos son comandos venezolanos.

El ex policía militar no es sólo fuerza bruta; es un investigador brillante con un cerebro sherlockiano que aplica a la perfección el método inductivo. Es también lo que los filósofos llaman "un hombre-isla", no quiere establecer lazos permanentes. El papel le calza como anillo al dedo al  musculoso actor y modelo Alan RitchonEl suyo -de ahí su potencia- es un personaje literario. También cumplen con creces Malcon Goodwin como el atribulado y gruñón detective Oscar Finley; y Willa Fitzgerald, interpretando a la oficial Roscoe. Los secundarios no desentonan.

En conclusión, hemos encontrado un thriller trepidante, adictivo y sólido, con algunos baches sentimentaloides, muy recomendable para quien guste de esta clase de manufacturas. Resulta perfecto como entretenimiento. Naturalmente, puede servir como puerta de entrada a la vasta obra de Lee Child (seudónimo de Jim Dover Grant).  La saga Reacher abarca cuarenta y cuatro libros; casi tres décadas de trabajo concienzudo. Ojalá, Amazon Prime recoja el guante.

Guillermo Belcore

Calificación: Buena.


Ficha técnica de 'Reacher': Año: 2022. Duración: 8 capítulos de  50 minutos cada uno. País: Estados Unidos.  Dirección: Nick Santora (Creador), Lin Oeding, Norberto Barba, M.J. Bassett, Sam Hill, Omar Madha, Christine Moore, Stephen Surjik, Thomas Vincent. Guion: Aadrita Mukerji, Lee Child, Nick Santora, Cait Duffy, Scott Sullivan. Novela: Lee Child.  Música: Tony Morales. Fotografía: Ronald Plante, Michael McMurray. Reparto: Alan Ritchson, Malcolm Goodwin, Willa Fitzgerald, Kristin Kreuk, Bruce McGill, Chris Webster, Harvey Guillen, Max Jenkins, Currie Graham, Marc Bendavid, Willie Carpenter, Jonathan Koensgen, Leslie Fray. Productora: Amazon Studios, Paramount Television, Skydance Television. Distribuidora: Amazon Prime.