En 1993, el escocés Irvine Welsh publicó Trainspotting, un ícono de nuestro tiempo que narra las vilezas de una pandilla delincuencial de Edimburgo. La novela se convirtió en objeto de culto y los amantes del calificativo fácil la definieron como "la cumbre de la literatura punk". El libro generó obras de teatro y un film muy popular. Alentado por el éxito global, Welsh escribió una secuela titulada Porno en 2002 y una precuela que bautizó Skagboys en 2012. De todos los caracteres de la saga, sin duda, el más inquietante es Francis Franco Begbie, un matón adicto a la violencia, que siempre tendrá el rostro del actor Robert Carlyle.
Pasaron treinta años, casi. Qué será de la vida del psicópata del barrio, se deben haber preguntado muchos de los aficionados al submundo Trainspotting. Welsh satisfizo su curiosidad con una trepidante novela publicada en 2016 en la anglósfera que acaba de llegar a la Argentina. Bienvenidos a El artista de la cuchilla (Anagrama, 265 páginas). Por cierto, el spin off (término de moda) se convertirá en los próximos meses en una miniserie de seis capítulos, naturalmente con Carlyle en el papel principal, como corresponde.
Begbie de Leith se mudó a California. Tiene una esposa joven, guapa y rica. Tiene dos hijas adorables. Se casó con su arteterapeuta que le cambió la vida en una prisión de Escocia. Se ha convertido en un escultor que gana mucho dinero tallando bustos de personajes famosos con trágicas mutilaciones. Así sublima sus instintos bestiales, su deseo incontenible de herir a un semejante. Hasta cambió de nombre. Ahora se llama Jim Francis, el artista de la cuchilla.
Begbie ama a su familia. Parece que ha conseguido, por fin, evitar que entre en erupción esa lava de rabia que le hinchaba el pecho por cualquier fruslería. Parece. La agresión de dos malvivientes a su esposa en la playa y una llamada que recibe desde su tierra natal ponen en juego su regeneración.
Han asesinado en Edimburgo a Sean, el primogénito de Begbie. No es que nuestro sociópata lo amara; en realidad, no tenía el menor contacto con el fruto de un enlace sin amor de dos décadas atrás. Pero decide hacerse cargo de los gastos del entierro y de encontrar al asesino de Sean. Rugiendo, los demonios de la violencia salen de la jaula y dejan una estela de sangre y destrucción ígnea en la capital escocesa, conforme nuestro antihéroe va encontrando a los fantasmas del pasado y lo van involucrando en una guerra entre mafias.
RETRATO DE LA ESCORIA
Hay que destacar que Welsh, maestro del realismo sórdido, es un hábil constructor de villanos. Begbie, con su perturbadora agresividad, atrapa nuestra imaginación. Pero no es una novela que puede recomendarse así como así a toda clase de público. Welsh es un pornógrafo de la violencia. Hay escenas de rebuscada e inverosímil tortura.
También podría decirse que El artista de la cuchilla no es la puerta ideal para ingresar a la obra de Welsh. Si bien la trama se entiende perfectamente aún sin haber leído sus libros anteriores, la aparición de viejos conocidos la disfrutará más intensamente el conocedor de la saga. Por ejemplo, hace varios cameos el taxista erotómano Terry El Jugo Dawson, que nos había encantado hace cuatro años en Un polvo en condiciones.
Si la línea narrativa principal de la novela, con su delicado misterio policial, es la cacería del asesino de Sean Begbie, el autor desarrolla una muy interesante digresión: los orígenes de la rabia asesina de Franco. Identifica dos fuentes del TEI (trastorno explosivo intermitente): la dislexia y la herencia gansteril. En el seno de la familia -nos advierte- se instila ese veneno en el alma que hace que, por ejemplo, un muchacho descargue su ira sobre alguien que es diferente. La maldad se transmite de generación en generación, sería la hipótesis.
Radicado en Chicago, Welsh es un escritor enrolado en el llamado campo progresista. Los personajes con valores liberales (liberal en el sentido anglosajón) son positivos. Sostiene que peor que un Franco Begbie, cuyo principal talento hasta la adultez era hacer daño a los demás, es un primer ministro que deja sin empleo a miles de familias. Denuncia que en Escocia "hemos aceptado una visión del mundo jerárquica y elitista. Los que están abajo no importan, siempre que se amenacen entre sí y no a los de arriba o los turistas que son fuente de ingresos".
Más extraña es su afirmación de la página ciento dieciocho: "A pesar de la imagen que ofrecen sus películas, del militarismo de su política exterior y del creciente racismo, los Estados Unidos son un lugar mucho más tranquilo que Escocia... el único problema es que cualquier pirado puede comprar una pistola y, claro, eso cambia todo".
Es decir, Welsh usa a Begbie como instrumento para divulgar su dogma progre. Es otro punto flojo del libro. El tipo es un matón irascible; no le da el Pignet para el papel de pensador sofisticado.
Finalmente, hay que decir que Anagrama contrató a tres traductores para lidiar con la jerga escocesa de Irivine Welsh, una de las señas de identidad de su vasta producción narrativa. El resultado es bueno, pero el lector argentino deberá resignarse al caló madrileño. Resulta inevitable. Hoy más que nunca desde 1853, Argentina es la periferia andrajosa de la hispanósfera.
Guillermo Belcore
Calificación: Buena