Hay un hecho decisivo en la vida de cada uno de nosotros, explicaba Jean Paul Sartre. Es un acto trascendental que define nuestro ser; que nos salva o nos condena. El momento terrible en que el Sargento Cruz no consiente el delito de matar a un valiente, pega un grito y se pone a pelear al lado del gaucho Martín Fierro, por ejemplo.
El hecho decisivo de Bernie Madoff, un chico de Queens que soñaba con convertirse en estrella de Wall Street, ocurrió en 1962, quizás. Como administrador de dinero tenía un puñado de buenos clientes en el estudio contable de su suegro, cuando la Bolsa de Valores -esa dama cautivante pero tan voluble- se dio vuelta y sufrió duras pérdidas. Como todos los demás. Sin embargo, Bernie no quiso afrontar el revés y eligió convertirse en un farsante. Para siempre. Su suegro le prestó el dinero para cubrir la merma de capital y él fingió que había vendido las acciones justo a tiempo. Fue la piedra basal de una reputación de mago de las finanzas que le permitió, a lo largo de varias décadas, edificar el mayor fraude con esquema Ponzi de la historia de la humanidad. Unos 68.400 millones de dólares se evaporaron en el aire hace casi quince años. Madoff fue condenado a ciento cincuenta años de cárcel; murió amargado en la prisión federal en Butner, Carolina del Norte, a los 82 años. No sólo perdió su bendita libertad. Sufrió el peor de los castigos.
Aquellas fechorías de psicópata narcisista inspiraron una serie documental que Netflix acaba de subir: Madoff: el monstruo de Wall Street. La obra de cuatro capítulos de Joe Berlinger -un experto en estas lides- tiene la dosis sufici6nte de dramatización, análisis profundos, datos, testimonios y ritmo trepidante como para atrapar la atención del interesado en el tema. El mensaje, naturalmente, es el que cabe de esperar de una manufactura cultural como ésta: no se puede confiar en Wall Street.
A partir de los años setenta, Madoff construyó un imperio financiero, cuya sede operaba en el lujoso Lipstick Building. El negocio tenía dos caras; como Harvey Dent, una era espantosa. En el piso 19 del rascacielos de Manhattan, reinaba la luz. Funcionaba una correduría de acciones, en la que trabajan sus dos hijos y su hermano Peter. El vástago de inmigrantes de Europa oriental ganó una reputación de hombre serio, comprometido con la transparencia y el buen funcionamiento de los mercados desde el lunes negro de 1987. Madoff fue uno de los fundadores del Nasdaq (se había especializado en los papeles extrabursátiles) y asesoró al Tío Sam para que no vuelva a repetirse un crac. Unos metros más abajo, empero, se convertía en el doctor Hyde.
EL FRAUDE RECORD
Sin estar habilitado para ello, Madoff seguía ofreciendo sus servicios de asesoría financiera. Es decir, tomaba dinero de inversionistas y supuestamente lo destinaba a la compra y venta de acciones y bonos. Pagaba jugosos rendimientos, por encima del promedio del mercado. Y no perdía nunca. Demasiado bueno para ser cierto. En el piso 17, secuaces, que nunca debieron haber hecho otra cosa que vender autos usados, manejaban las cuentas con programas informáticos fraudulentos. ¿Cuál era el truco? Escuche bien: nunca, pero nunca, el fondo de inversión de Madoff realizó transacción alguna. Las ganancias puntuales que se pagaban a los clientes se cubrían con el aporte de capital de un inversor nuevo. De esto se trata un esquema Ponzi.
Se calcula que Madoff logró recaudar unos 19.000 millones de dólares de incautos de tres continentes, por lo menos. ``El enorme fraude de Madoff comenzó entre amigos, parientes y conocidos de clubes de campo en Manhattan y Long Island, una población que compartía su interés declarado en la filantropía judía, pero finalmente creció para abarcar importantes organizaciones benéficas como Hadassah, universidades como Tufts y Yeshiva, instituciones, inversores y familias adineradas de Europa, América Latina y Asia'', escribió The New York Times en el obituario del malhechor. No sólo se enriqueció en un nivel obsceno (tenía una mansión en el sur de Francia, otra en Long Island y un avión del mismo color que su oficina, por ejemplo) con el boca a boca. También se nutría de fondos alimentadores -como el Fairfield Greenwich y el Bank Medici-. Grandes, medianas y pequeñas instituciones ofrecían a sus clientes los servicios del pillastre. Nadie se hizo cargo de nada.
Cuando la pirámide se derrumbó en 2008 -porque colapsó el mercado global, no porque lo descubrieran- quedaban sólo u$s 300 millones en la cuenta bancaria de Madoff. El financista debió confesarle a sus hijos la mentira más grande del mundo y fue arrestado por el FBI. Los daños fueron devastadores; hubo desesperación y dos suicidios; las ganancias espectrales habían inflado el fondo hasta los 68.400 millones de dólares. No sólo fue una molestia para ciertos ricos y famosos (como Steven Spielberg); cientos de familias vivían de sus retornos sorprendentes.
¿POR QUE PUDO?
La serie ofrece respuestas certeras a la pregunta más elemental del hombre de la calle: ¿Como fue posible el Madoff monstruoso? En el caldero de brujas del piso 17 se mezclaban la audacia del protagonista, la ayuda de cómplices poderosos, la codicia de los inversores, una suerte increíble y la incompetencia y venalidad de las autoridades de Estados Unidos.
¿Dijimos cómplices? Mencionemos al picapleitos Jeffrey Picower, quien cubría los retiros del fondo fantasma cuando estallaba una crisis circunstancial, a cambio de cuantiosos beneficios. Este abogado fue encontrado muerto en una piscina en 2009. Su viuda aceptó saldar con su patrimonio las demandas presentadas por el fideicomisario de Madoff, Irving Picard, por 7.200 millones de dólares, la mayor incautación individual en la historia judicial estadounidense, según la Wikipedia.
Debe usted saber que señales de alarma no faltaron, pero fueron ignoradas por la Securities and Exchanche Commision (SEC), el ineficaz vigilante de los mercados estadounidenses. Harry Markopolos, valeroso estratega de Rampart Investment, les entregó detallados informes que mostraban la imposibilidad matemática de las ganancias de Madoff. Enviaron novatos a investigarlo; y en 2005, ¡por fin!, ante la ausencia de contrapartes (las operaciones bursátiles deben quedar registradas en alguna parte) le exigieron al canalla que abriera sus archivos. Bernie fue sólo a la guarida del león estatal -una rareza en Wall Street- y les entregó el número de una cuenta donde supuestamente movía la plata. Volvió a su casa y pasó un fin de semana con el corazón en la boca, esperaba que lo detuvieran de un momento a otro. La cuenta estaba en blanco, ¡pero la SEC jamás lo verificó! El pillo ganó otros tres años de gracia. Así funciona el país más avanzado del planeta, nos enteramos gracias al thriller financiero de Netflix
La serie, de impecable factura técnica, nos advierte que los récords nacieron para ser quebrados. Es cuestión de tiempo la aparición de otro Madoff. El jueves pasado la SEC desveló que ha remunerado con 18 millones de dólares a tres buchones que con la información que aportaron facilitaron el desmantelamiento de un fraude bursátil.
De hecho, en la Argentina hace poco tuvimos otro animalito de pelaje similar al de Madoff haciendo de las suyas con personas ingenuas. Y con personas codiciosas, porque si algo nos queda en claro después de los cuatro capítulos apasionantes es que la codicia es pésima consejera. Si es demasiado bueno para ser cierto, 99,9 % que se trata de un fraude. Sus ahorros -los de su familia- son tan valiosos como su trabajo, amigo lector. Y tenga en cuenta una constante histórica: todo el mundo suele negarse a ver que el emperador está desnudo.
Guillermo Belcore