POR GUILLERMO BELCORE
Hace
cincuenta años, Truman Capote transformaba para siempre el ingenio y la
profundidad del género de no ficción. A sangre fría no sólo dio
comienzo a la literatura estadounidense contemporánea sino que abrió un
sendero dorado a nivel planetario. Y no pocos escritores de primera
categoría han sucumbido a la tentación de amalgamar la exploración de
hechos reales con el estilo novelístico. Haruki Murakami (Osaka, 1949)
es uno de ellos.
En
efecto, el escritor japonés mejor conocido en Occidente ha realizado un
esfuerzo literario muy meritorio para esclarecer el más siniestro
atentado en la historia de su país: el ataque con gas sarín en el
subterráneo de Tokio, un crimen de lesa humanidad. Murieron doce
personas y otras cinco mil sufrieron lesiones físicas y psicológicas de
distinta magnitud; fue un milagro que no haya habido más víctimas
fatales. Fruto de la inquietud murakamiana es una suerte de reportaje
documental que entregó a la imprenta a fines de la década del noventa. Undeground (Tusquets, 557 páginas) llega ahora al castellano.
El
20 marzo de 1995 fue una mañana agradable y despejada en Tokio. Al
menos hasta que un comando asesino -integrado, entre otros por el
reputado cirujano Ikuo Hayashi, quintaesencia de lo que los japoneses
llaman la superelite- clavara la punta afilada de sus paraguas en unas
bolsas de plástico, disimuladas con papel de diario bajo los asientos
del subte. Un liquido maloliente y viscoso se derramó por el piso, se
formaron charcos. La gente casi de inmediato empezó a sentirse mal. Y
entonces, el pandemonium. Una populosa urbe en estado de guerra,
desbordada por una agresión impensable.
Murakami
entrevistó a más de sesenta víctimas, personas comunes y corrientes que
llevaban una vida sosa hasta que les sucedió aquello. Los testimonios,
en primera persona, vienen precedidos por una introducción que evidencia
una destreza artística: el novelista convierte a cualquier vecino en un
atrayente carácter literario. No es tan difícil, alardea. Hay que saber
oír. Al fin y al cabo, todos podemos ser narradores de nuestra propia
existencia y al mismo tiempo personajes de alguna historia, nos dice.
Nuestro yo siempre interpreta un papel. Así nos curamos de la soledad
que nos provoca ser individuos aislados en este mundo, conjetura el
autor.
La
faena de recopilar historias se hizo con cortesía oriental. Sólo se
publicaron los textos después de que cada uno de los entrevistados diera
el visto bueno. Sobre el mismo suceso se ha querido quiso aplicar
múltiples puntos de vista: “lo mismo que hago cuando escribo novelas“,
se justifica. Por otra parte, el libro proviene de una auténtica
curiosidad periodística. ¿Qué vieron los pasajeros que estaban en el
subterráneo? ¿Cómo reaccionaron? ¿Qué sintieron? ¿Qué pensaron? Murakami empatiza con cada uno de los
entrevistados. Dice que "siente admiración por la profunda dimensión de
cada una de las vidas, observada en sus detalles“.
Otro
agrado de la obra es su carácter de fresco social. Japón es un pueblo
chapado a la antigua. No cumplir con la responsabilidad es una falta
grave. La falta de espacio, un problema. Acaso, se trate del país más
seguro del mundo. O lo era hasta 1995. Se queja una de los víctimas: "La
sociedad ha llegado a un punto en el que era irremediable que
apareciera algo como Aum Shinrikyo (los patrocinadores del atentado, ya
volveremos sobre el punto). Hay mucho individualismo ahí afuera".
Añade
Murakami en la página 445 que decidió escribir Underground porque
siempre había querido entender a Japón a un nivel más profundo. Su
intención primordial fue sondear entonces en las profundidades del
corazón de su propia patria, a la que sentía como distante después de
trabajar muchos años en el extranjero. Asegura haber logrado su
objetivo: afirma que ya es capaz de comprender lo que significa ser
japonés cuando uno debe enfrentar un golpe brutal contra el sistema. A
un nivel más bajo, también quiso ajustar cuentas con los medios de
comunicación; se concluye que la televisión puede resultar horrorosa.
Parece, asimismo, ser la intención del autor denunciar la explotación
laboral, so pretexto de arraigadas tradiciones. Nos anoticiamos que en
las empresas japonesas se espera de uno que llegue al trabajo entre
media y una hora antes del horario de entrada. La gente se siente
obligada a concurrir a su empleo en cualquier circunstancia, aunque sea a
rastras. El trabajador se jubila a los 60 años pero debe seguir en
actividad.
SEGUNDA PARTE
Underground,
en realidad, son dos libros en uno. El primero ya la describimos y sólo
puede agregarse que es una pena que no incluya un apéndice de este
siglo que actualice las historias de vida. ¿Qué habrá sido de aquella
pobre mujer que perdió el habla y parte de su entendimiento por culpa
del sarín? El segundo libro se titula ‘El lugar que nos prometieron’ e
incluye una serie de entrevistas con ex miembros del grupo Aum Shinrikyo
(Verdad suprema), justamente el responsable de la matanza de los
inocentes. Las sectas se convirtieron con el tiempo en uno de los
elementos narrativos fundamentales de la ficción de Murakami. 1Q84,
esa impresionante trilogía publicada en 2011, gira en torno de una
camarilla deleznable que abusa de niños.
Recordará
el amable lector a Shoko Asajara, el desagradable gurú barbudo que hoy
aguarda en una celda oscura que el verdugo cumpla la sentencia de pena
de muerte a la que fue condenado por haber dado la orden de matar gente
como si fueran hormigas por puro egocentrismo y paranoia, acaso por
antojo. El fundador de Aum, que desde 1987 tenía en Japón estatus de
religión, estaba obsesionado con el gas venenoso y la masonería. Al
parecer, tramó el atentado para prevenir un supuesto ataque a su secta.
Las alocadas creencias sincréticas de Asajara demostraron que el
budismo, tan idealizado por algunas almas simples de Occidente, también
desarrolló una variante siniestra. Al parecer es lícito asesinar a una
persona si uno es capaz de vislumbrar su próxima reencarnación. En caso
de que ésta sea positiva, el homicida le estaría haciendo un favor a su
víctima. Qué locura, ¿verdad?
Los testimonios
de la segunda mitad demuestran un punto de locura que sufren aquellos
que abandonan el mundo para enterrarse con cuerpo y alma en un culto. A
uno de los entrevistados le interesaba encontrar un método que demuestre
matemáticamente el budismo. Otro afirmó que planea su vida de acuerdo a
las profecías de Nostradamus. Una chica aseguraba que levita. Hay
lavado de cerebros. Una vez admitido en Aum Shinrikyo y antes del rito
iniciático había que ver 97 videos, leer 77 libros y repetir en voz alta
7.000 veces un mantra. ¿Qué locura, verdad?
Pero,
sin duda, la peor de las aberraciones en el asunto que nos ocupo no
proviene de Oriente. Fue la Alemania nazi donde se inventó un arma
militar de terrorífica eficacia: el sarín, un fosfato que en forma
gaseosa o líquida afecta a los nervios. No existe en forma natural.
Naciones Unidas lo ha catalogado como arma de destrucción en masa: es
quinientas veces más tóxico que el cianuro. Su producción y
almacenamiento han sido prohibidos, pues, por la comunidad de naciones.
Su sencillez es diabólica: inhibe una encima crucial: la colinesterasa,
que permite relajar a cada músculo que se contrae y así regenerarlo para
la próxima acción. Con un nivel bajo de colinesterasa los músculos
permanecen tensionados y sobreviene la muerte por asfixia. En un nivel
de ingesta no tan grave, por ejemplo, las pupilas siguen por largo
tiempo contraídas, los afectados de Tokio veían todo oscuro a plena luz
de sol.
El sarín es tan fácil de fabricar como
un insecticida. Aum Shinrikyo lo produjo en laboratorios improvisados.
Uno no puede dejar de pensar que es raro que la locura del hombre no lo
haya usado con más frecuencia para exterminar a sus semejantes. Después
del atentado en Japón sólo se ha informado de otro incidente con sarín:
el presidente sirio Bashar Al Assad lo empleó a pequeña escala contra
los rebeldes que se alzaron en armas. Hemos visto fotografías
escalofriantes en 2013. Casi hubo una intervención militar
estadounidense como castigo. Siria la evitó destruyendo su arsenal de
armas químicas que, incluía, sí, el sarín.
SER SECTARIO
Muy
reflexivo es el epílogo del libro. Permite trazar parangones con Medio
Oriente, Estados Unidos e incluso con la Argentina. Con todo el mundo,
bah. La búsqueda de la utopía espiritual de aquellos que no encuentran
“designios puros” en el mundo en que viven propicia crímenes contra la
humanidad, en nombre de “la legitimidad de los objetivos“. La misma
pregunta que podía formularse en los setenta o en los noventa, puede
formularse hoy en día: ¿Cómo es posible que personas de la elite, con
credencias académicas excelentes, puedan adherir a una secta ridícula y
peligrosa, como el ERP, Al Qaeda, o como Aum Shinrikyo? Justamente, dice
Murakami, “porque son miembros de la elite”. Suelen creer que tienen
una moral distinta al común de los humanos, revolucionaria. Obliga a
pensar, ¿no?
No
obstante, es verdad, que “un lenguaje y una lógica aislados de la
realidad suelen tener más poder que el lenguaje de la lógica y la
realidad”, así de irracionales somos los seres humanos. Un yo arrogante
puede ser un problema, pero renunciar de plano al yo abre la puerta a
cualquier aberración. Se trata de personas con “una narrativa débil“ de
su existencia, impotentes para anular el llamado de algunos cantos de
sirena como los que profieren líderes inescrupulosos caso el gurú
Asajara. Pero por otro lado, el escritor nos invitar a comprender el
hecho de que existen muchas personas que dan un paso errado por el deseo
(la necesidad) de entregar sus conocimientos y su alma a un fin
trascendental. ¿Y si el problema de fondo fuese la sociedad de consumo,
tal como lo conocemos? Acumular dinero y cosas materiales no debería ser
la respuesta a preguntas trascendentes como para qué estamos en el
mundo.
Publicado hoy en el Suplemento de Cultura del diario La Prensa.
Habrà que leerlo
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