Editorial Las cuarenta. 190 páginas. Edición 2015. Cuentos
El viernes 11 de diciembre de 1959, Jorge Luis Borges sentenció:
“Lo que más durará de las obras literarias será el argumento. Desde luego todo se olvidará, pero lo último en olvidarse será el argumento. Las bellezas del estilo se perderán con los cambios de gustos y con la muerte de las lenguas. ¿Qué nos queda de las bellezas estilísticas de un texto sánscrito? Las situaciones también quedarán, pero las situaciones son argumento. Los caracteres durarán quizá más que las bellezas formales y menos que los argumentos”.
¿Cómo no iba a quedar entonces el único libro de Santiago Dabove si incluye alguno de los argumentos más esplendidos de la literatura argentina? En La muerte y su traje hay un hombre que se transforma en tuna. El Apocalipsis es provocado por el magnetismo de los asteroides. Un afiebrado trama su propio velorio para obtener el vigor que le permita volarse la tapa de los sesos. Hay un hombre enfermizo a quien liquidan las vívidas sensaciones provocadas por el peyote. Una venganza flamígera corona varios días de orgías y parrandas… Y un pibe va a Once a cumplir con el mandado de su madre y allí, en el tren, transcurre toda su vida.
Este libro tiene una historia atípica. Fue publicado por primera vez en 1961, casi nueve años después de la muerte de su autor, un excéntrico de quien poco se sabe y de quien siempre se destaca su amistad con Macedonio Fernández y sus tertulias con Borges. Dabove, por otro lado, es el único escritor de valía que ha dado la ciudad de Morón, el corazón del Oeste, mi querida fatherland.
Un párrafo para las conjeturas. De los textos reunidos aquí surge que Dabove no era un hombre dedicado exclusivamente a los placeres intelectuales como don Jorge Luis. No ignora el sexo y habla de "la brasa delicada de los licores fuertes" y de las drogas como experimentado consumidor. Fue violinista y según el Diccionario de César Aira se había aficionado a las religiones orientales. Su filosofía personal -deja entrever este libro- se diluyó en supersticiones. Es obvio que la muerte fue su obsesión, prácticamente todos los relatos que atesora el volumen se refieren al misterio por excelencia, pero no deja la misma impresión deprimente que Howard Phillip Lovecraft, otro narrador macabro. El moronense defiende al amor pues es “verdadero gusto por la vida” que caracteriza a “cierta clase aristocrática de seres“. La idea se parece a un verso de Carlos Solari que cierra El pibe de los astilleros: Ciertos reyes no viajan en camello/ ellos andan al tranco del amor / esos tipos soplan con el viento/ al rebaño y su temor.
Efecto serrucho
¡Qué bueno que el sello Las Cuarenta haya rescatado este libro! Los relatos seducen, a pesar del efecto serrucho, es decir de su calidad despareja. En realidad, lo que ocurre es que les ha faltado ese trabajo obsesivo y postrero que se hace para que la escritura refulja como un copón de plata, o para el caso, también les han faltado los consejos de un buen editor. Es una carencia obvia, por cierto, Dabove nunca se decidió a entregarlos a la imprenta. De ahí que los cuentos avancen con un andar bamboleante, de oso de feria. No obstante, como sabemos los lectores de Sarmiento y de Arlt, las cosas defectuosas también tienen su encanto. Se disfruta el criollismo suave, que se muestra en las metáforas o en la reivindicación del mate, "ese líquido verde que apacigua y sazona tanto las discusiones". Hace crujir los dientes el manejo deleznable de las comillas.
El tomo tiene cuatro partes. La primera es más sistemática, incluye los cuentos más acabados; casi todos cultivan el género fantástico, pero en su variante razonada, rarísima en español como ha señalado el Maestro. Quisiera destacar también a El recuerdo porque imagina un futuro remotísimo donde los átomos adquieren la facultad del recuerdo y la conciencia moral, sin conservar nada formal, sensorial ni sensible. Y El experimento de Varinsky, nuestro Frankestein, es decir aparecen científicos que se emperran en emular el milagro de Lázaro. Las otras tres secciones del libro parecen un cajón de sastre, aunque no carecen de fulgor poético. Léanse estos versos tremendos:
“En el reino de las cosas caducas,Un ojo sin vida parece mirar la Luna;el del Cristo muerto de Holbein.Signo terrestre, no de Paraíso.La Luna le envíaun rayo frío de luz muertacomo un puntero que muestra la corrupción” (...)
Cabe preguntarse. ¿Qué clase de hombre fue aquél que le canto a una de los cuadros más tenebrosos de la pintura occidental? El mismo que dos páginas más adelante reivindica magistralmente a los lunáticos, es decir a los partidarios de la Luna. Y que nos sorprende con una brevería (en tono de anarquismo lúcido) que condena el sometimiento que el Estado moderno ha propinado a la bestia rubia de Nietzsche.
Los invito a llegar a la última página. Allí hay un cuento que Borges, palabra autorizada, definió como perfecto. Se titula’ ‘El tren’ y también comercia con lo fantástico, pues distorsiona la cuarta dimensión, es decir el tiempo. Yo que he fatigado un millón de veces el tramo Morón-Once sobre el infame Ferrocarril Sarmiento no he encontrado viaje más maravilloso que éste.
Guillermo Belcore
Otro excelente rescate. Felicitaciones al editor por haberse animado, de manera similar a lo que hizo con "Las varonesas".
ResponderEliminarAl respecto, invito a leer mi comentario sobre dicho libro de Carlos Catania en el blog Noticias desde el sur (http://morannoticiasdesdeelsur.blogspot.com.ar/). Saludos. Carlos Roberto Morán