domingo, 27 de diciembre de 2015

Confesiones de un burgués

Sándor Márai

Salamandra. Edición 2008. 478 páginas.

La reconstrucción de un mundo perdido -sea el Cretácico del Tyranoussarus Rex o el orden burgués en Centroeuropa- siempre resulta cautivante. Máxime cuando la empresa no está en manos de un árido sociólogo o naturalista, sino de un escritor de fuste, como Sándor Károly Henrik Grosschmid de Mára, conocido como Sándor Márai (Kassa 1900-1989). Los artistas son las antenas de nuestra especie, ha sentenciado Marshal MacLuhan. Con insuperable perspicacia, captan tanto los pormenores relevantes que a primera vista parecen nimios como las corrientes tectónicas que han modelado una era, y transmiten ese conocimiento con palabras bellas o nítidas. Tengo para mí que casi nada resulta más esclarecedor y placentero que la especie de la novela histórica.

He aquí una magnífica novela histórica, narrada en forma de memorias, pero memorias anticipadas, pues el libro fue entregado a la imprenta en caliente, cuando Márai tenía sólo treinta y cuatro años. El libro se divide en dos partes. La primera nos lleva a la época heroica del capitalismo, a principios de siglo XX, una época de paz en el Imperio Austrohúngaro, donde todos sacaban algo y la burguesía necesitaba los libros como el pan de cada día. Era el apogeo de la visión individualista del mundo (pinche aquí). En aquellos días, la policía no se metía en los asuntos privados de las personas, y los criados malvivían en una suerte de esclavitud disimulada. La clase social constituía para los afortunados una gran familia solidaria -o al menos lo parecía- una familia incluso por encima de las fronteras o de las naciones. Aquel paraíso exclusivo, como se sabe, fue demolido por un cataclismo llamado I Guerra Mundial, el hecho decisivo de la edad en que nos ha tocado vivir. Márai le dedica solamente -¡ay!- una escena conmovedora a la hecatombe: evoca o inventa una típica merienda burguesa en el campo que se hace añicos cuando llega la noticia del asesinato del heredero al trono austríaco.  

El primer tramo del libro, pues, está centrado en la infancia del autor en la plácida ciudad húngara de Kassa (la actual Kósice, la segunda urbe de Eslovaquia). La segunda parte va y viene por la Europa de entreguerras, so pretexto de que el narrador deber completar una educación universitaria y existencial. En medio de “aquel mundo demente que no había enterrado aún a sus muertos, pero que ya redactaba contratos que le permitirían liberarse de sus remordimientos con nuevas matanzas”, sus hábitos son los de un héroe de una novela romántica, pero sin una meta particular. No se priva de nada, ni siquiera de un matrimonio estúpido que, sin embargo, logra perdurar. Es un neurótico. En la exquisita Frankfurt, el periodismo de alta calidad lo recluta con sólo veinte años de edad. En una Berlín enloquecida y desesperada, lo alcanzan la hiperinflación y todos los excesos. Pasa, más tarde, seis años en las dos París, la mugrienta y la refinada. En Florencia, descubre que la primera etapa del fascismo fue “la expresión de la voluntad del pueblo entero”.

Estamos, por cierto, ante una novela de aprendizaje. En un ambiente que se va haciendo cada vez más bárbaro, deforme y peligroso, cada día le enseña algo al narrador: “La existencia del mundo, de las estrellas, de los camareros, de las mujeres, del sufrimiento, de la literatura”.  


EL ALMA ALEMANA


Así como en Terra, terra, el escritor húngaro evalúa con precisión de entomólogo a los rusos, y devela que en el alma del gran pueblo eslavo se mueven partículas completamente exóticas a la tradición y la cultura europea, en el II Capítulo de la II Parte de Confesiones de un burgués se arrojan varias sondas a los abismos de las psiquis alemana. Esa Nación-taller, donde todo se toma muy un serio, emergió escindida, nos advierte Márai. Si la angustia y el caos han podido ser dominados en la superficie, en el fondo reina un desorden infernal. Oigamos la voz del novelista:


“Sólo confiaba en Alemania; consideraba que el resto del mundo era caótico y desaliñado, sobre todo Francia, y a mi me contagió la idea hasta el punto de creer que Alemania era la patria del orden ejemplar, lo mismo que había aprendido en mi casa y en el colegio. Pero la verdad era que había orden en todas partes, en los museos, las estaciones de ferrocarril y también en las casas de la gente, menos en las almas: en las almas alemanas había una penumbra impenetrable, una bruma infantil, la espesa bruma de unos mitos sangrientos, vengativos e inconfesables”…

Hay que recordar que Márai, intelectual de originalísimos razonamientos, escribió tan lúcida interpretación en 1934, cuando el nacionalsocialismo recién asomaba sus rostro demencial. En el orden de los procedimientos, no se pueden dejar de mencionar dos rasgos infrecuentes del texto. El primero es el carácter poliforme del narrador-protagonista; da la impresión de que su tiempo pleno de ‘pathos’ abarca a personas distintas. Es, por así decirlo, un memoria barroca o, para usar una palabra en boga, recargada. 

En segundo término, la Historia irrumpe casi siempre no directamente sino a través de los rostros y las personalidades. Desfilan ante nuestros ojos decenas de personajes interesantes. El método, como ocurre siempre en la Alta Literatura, está fundado en una convicción: No existen las personas simples. “Me acercaba a cada personas con la curiosidad que experimenta el astrónomo al mirar por su telescopio, al saber con certeza, basándose en una ecuación matemática, que en un momento determinado aparecerá detrás de la espesa niebla algo resplandeciente y, seguro, un universo nuevo”, explica. Esas 'moléculas de humanidad', que brillan con luz propia, son la gloria del libro.
Guillermo Belcore

Calificación: Muy bueno

jueves, 24 de diciembre de 2015

Sé un misántropo burgués

“No pertenezcan a nadie. Que no exista ninguna persona, ni hombre ni mujer, ni familiar ni amigo, cuya compañía puedas soportar durante mucho tiempo. Que no haya comunidad humana, gremio, clase social donde seas capaz de acomodarte. Se un burgués tanto por tus ideas como por tu forma de vivir y tu actividad interior, pero no te sientas bien en compañía de burgueses. Vive en una especie de anarquía que consideres inmoral y que te cueste mucho soportarlo. Prefiere la soledad, el aislamiento ridículo y peligroso. Prefiere mirar de lejos, como tus semejantes juegan, como se satisfacen, como alcanzan el ’éxito’”…

Sándor Márai (1900-1989) esboza esta seductora ética libertaria (con altas dosis de misantropía) en un libro excelente (Confesiones de un burgués) que reconstruye esa plácida Pax Austrohúngara destruida en mil pedazos por la calamidad que definió el siglo XX y que se conoció como Primera Guerra Mundial. Márai mira, no sin nostalgia, los años previos a 1914, la edad de oro de la burguesía liberal triunfante. La nostalgia es razonable. Lo que vino después en Europa y en América fue infinitamente peor: la barbarie colectivista. 

domingo, 20 de diciembre de 2015

Urumpta

POR GUILLERMO BELCORE

En el siglo XVII, la Argentina fue invadida. Tribus mapuches, atraídas por los millones de vacas y caballos que prosperaban sin dueño en nuestras llanuras, cruzaron la Cordillera de los Andes y se afincaron en la Pampa Húmeda y la Seca. Fue una transculturación estéril y negativa. Es decir, crearon una pseudocivilización basada en el saqueo, la rapiña y la explotación de un recurso natural, aunque exótico, inagotable. En el proceso, exterminaron a nuestros pueblos originarios, los pocos que habían logrado sobrevivir a la barbarie de los españoles, como los huarpes, los querandíes o los comechingones. La Araucania argentina sobrevivió casi doscientos años y sólo tuvo progresos palpables en el arte de la guerra. Conformaron de hecho los temibles migrantes una suerte de estado tapón, alentado por los sueños expansionistas de los chilenos de origen europeo (algunas mentes febriles de Santiago aún lamentan la pérdida del Chile trasmontano) y financiado por el morboso afán de lucro de los mercaderes que compraban las cabezas de ganado y las mujeres que arrebataba el indio en sus incursiones terroristas por nuestras provincias. Por cierto, forajidos argentinos comandaban también los malones, algunos legendarios como Manuel Baigorria. Era lógico que esta situación anómala -la ocupación de la mitad del territorio nacional por parte de un pueblo intruso que hizo del robo bestial y la guerra su modus vivendi- tarde o temprano debía terminar. Cuando el país pudo por fin ocuparse de su soberanía y de su pueblo, comenzó la Reconquista de Tierra Adentro. El general Julio Argentino Roca vino a ser algo así como nuestro Cid Campeador. No obstante, el relato histórico dominante hoy en el puerto de Buenos Aires lo considera como un genocida de las tribus originarias. En realidad, nunca existieron ‘los indios pampas’. Era indómitos araucanos que cambiaron de nombre de este lado de la cordillera: puelches, tehuelches, huliches, pehuenches, ranqueles se denominaron sus tribus.  

“De Arauco no ha quedado más que el repertorio de sus crímenes y el recuerdo de sus horrores”, nos advierte un estudioso del pasado. El primer párrafo es un resumen de la tesis que don Juan Filloy (Córdoba 1894-1999) despliega en un libro magnífico que la Universidad de Río Cuarto reimprimió en 2014. Urumpta es el título (Unirío editora, 266 páginas). Ninguna persona interesada en la historia nacional debería soslayarlo.

El lector informado recordará que Filloy es una de las glorias de nuestra literatura. Escribió más de cincuenta libros, todos con títulos de siete letras. Vaya ocurrencia. Cultivó, con igual destreza, la ficción y en el ensayo. Urumpta, explica el sabio, designa de manera misteriosa a la extensión que habitaron aborígenes primigenios, antepasados de los comechigones, en el sudoeste actual de la provincia de Córdoba y sur de San Luis.

FONDO Y FORMA

Puede afirmarse que Urumpta fue compuesta con siete propósitos elucidadores, por lo menos:

  • a) El rescate de vocablos y topónimos caídos en desuso, acaso por mero hedonismo de la palabra.
  • b) Filloy mete el cuchillo, con precisión de cirujano, en los “déficits morales” de nuestra historia. Hace inventario de muertes trágicas, como el coronel Dorrego o los tres mil prisioneros degollados en Pago Largo. “El ánimo se acurruca en la sombra, meditando en la inútil proeza de matar hermanos por el solo delito de discrepar”, escribió. 
  • c) Reprueba la maldad monótona de la conquista española, así como su absoluta aridez cultural. Puede que sea consecuencia del afán de enriquecerse a todo trance.
  • d) Denuncia la intrusión chilena durante el virreinato y las primeras décadas de vida independiente (patente también en lo idiomático). Si bien Filloy establece que los furibundos malones era un sistema básicamente criminal, hace la salvedad de que las fechorías del indígena eran estimuladas por los aventureros políticos de ambos lados de la cordillera. “Acontecimientos lúgubres promovieron la reacción contundente” de la Tercera Campaña al Desierto. Obviamente, el autor no justifica, de modo alguno, el exterminio ni la esclavitud del aborigen que siguió a tan magna empresa.
  • e) Rescata elementos telúricos, como la boleadora, el baqueano y el gaucho.
  • f) Reivindica la pobreza desnuda y brava que nos diera la libertad y la Patria.
  • g) Historia a Río Cuarto, “la capital geográfica de la llanura argentina“.


Tan interesante como las ideas resultan los procedimientos que usa el autor para darse a entender: el microensayo, la poesía y el cuento. También el libro incluye conferencias dictadas 1966. Con dos largos poemas épicos, Filloy transmite la emoción bárbara pero subyugante del gaucho renegado matando aquí y allá en la pampa chúcara; y el calvario de los cuatrocientos treinta y un mártires del sitio y toma de Río Cuarto por Facundo Quiroga, otro salvaje, en 1931.

De la primera a la última página, la lectura de Urumpta resulta placentera. Se trata, al fin y al cabo, de una literatura amorosa, híbrida, íntima. De amor a esa entidad platónica que nos ha tocado en suerte -para bien y para mal- y que nunca ha dejado de dolernos con intensidad. Desde hace casi doscientos años la llamamos República Argentina. Polifacético creador donde los haya, don Juan Filloy ofrece la lucida cosmovisión mediterránea (provinciana) sobre el pasado de la Patria, un punto de vista mucho más convincente que el triunfante nac & pop porteño.
Publicado en el Suplemento de Cultura del diario La Prensa

Calificación: Muy bueno

martes, 8 de diciembre de 2015

Chesterton y la cuestión alemana

Hasta tanto un editor iluminado de la hispanósfera recopile sus obras completas (y ese día los ángeles aplaudirán de pie) habremos de leer a G.K. Chesterton de manera fragmentaria, allí donde encontremos sus gloriosas páginas. Es un escritor prolífico y estimulante, pero sólo para la mente de los inteligentes y para el alma de los católicos. En una excelente librería de viejo (Boyacá 1538, Flores norte) encontré una gema rara: ’El fin del armisticio’ (José Janés, edición 1945). Se trata de una recopilación de artículos que el escritor publicó entre 1933 y 1936, año de su muerte, sobre la cuestión alemana en general y la amenaza de Hitler en particular. Estremece la lucidez y precognición (ya volveré sobre el punto) del texto. Creo no haber leído una reprobación (exante) del nazismo tan bien fundamentada como la que Chesterton elaboró desde la filosofía de la Historia. Un volumen de gratísima lectura, pues.

Desde las páginas de los diarios, Chesterton advertía a sus compatriotas que el norte de Europa hay una manantial de veneno, una herejía, un ideal fuera del ideal europeo. Lo denomina prusianismo y el Partido Nacionalsocialista no era otra cosa que su versión más reciente. “Algo pagano y bárbaro entre las naciones; algo que diríamos inconquistado, sin convertir, y que, de todos modos, ignora el arrepentimiento”, escribió el vate. Puede que Federico II haya sido el primer jefe moderno de una tribu que habría de causar dos guerras mundiales y al que estúpidamente se le permitió en el siglo XIX hacerse cada vez más fuerte. Oigamos la potente interpretación del inglés:

“Un estado pequeño y casi salvaje llamado Prusia, situado en el nordeste te hizo protestante y, mediante el robo y el saqueo, extendió su poder contra Austria con gran disgusto de Alemania. Produjo hábiles aventureros del voraz género prusiano y, por último uno, llamado Bismarck, declaró la guerra a Austria y más tarde a Francia, y en el momento sensacional del éxito obligó o persuadió a sus aliados germanos del norte a que consintiesen en denominar káiser a su insignificante príncipe y a su pandilla de partidarios del ’Imperio alemán’. Nadie había soñado antes semejante cosa; nada por el estilo había ocurrido desde hacía una generación. Era como si a una afortunada rebelión de boers, africanos y extranjeros se la hubiese llamado el ’Imperio británico’. Esa es la verdadera y reciente historia de la palabra ’Alemania’”.

Aclaremos los términos. El prusiano no es exactamente un alemán, sino algo distinto. A fuerza de insolencia (y éxitos militares) logró hacerse con una gran nación y las consecuencias fueron tremendas. Chesterton llamó a Goering “espadachín demente” y se mofaba de la esvástica: “¿De dónde sacó Hitler la cruz gamada? ¿Acaso vivió entre los indios y acaso son éstos arios?”. Las chifladuras de la “religión racial, con su olor a podrido” del nazismo lo sacaban de quicio. El odio feroz y voraz de los teutones semipaganos no sólo apuntaba a barbarizar, y a desbautizar a Alemania, sino también a Austria, advirtió. Los años siguientes demostrarían que lo hubieran hecho en Europa entera si no hubiesen sido aplastados por vía de las armas. Se trata, al fin y al cabo, el mismo problema de siempre: “Algo más salvaje puede dominar al mundo civilizado”. Desde la China arrasada por los mongoles o la Roma saqueada por los vándalos hasta la irrupción en naciones islámicas de los talibanes y el Estado Islámico. 

Como Borges escribió alguna vez: “ante una tesis tan espléndida cualquier falacia cometida por el autor resulta baladí”. Siguiendo la idea, cualquiera puede concluir que la última expresión histórica del prusianismo tribal desapareció recién en 1989: se había atrincherado en la República Democrática Alemana, otro engendro antinatural. Exterminado el cáncer, Alemania dejó de ser un problema para Europa y para el mundo entero. El bárbaro pedante -adorador de sí mismo y de la sangre y el hierro- fue finalmente domesticado.

En este libro notable por sus ideas y por la belleza del estilo, Chesterton también aboga por Polonia y anticipa el final de Checoslovaquia y Yugoslavia sesenta años antes: 

“Creo que era perfectamente acertado restaurar el reino medieval de Bohemia, que fue destruido a consecuencia de una casual victoria de los turcos. Pero lo que nunca he logrado comprender es por qué ha tenido que cambiar su nombre por el de Checoslovaquia, cosa que es algo así como restaurar la antigua nacionalidad de Irlanda añadiéndole una estrecha y arbitraria faja de Escocia, llamándola luego Celtocaledonia. No veo por qué a los serbios no se le has de llamar serbios, bajo cuyo nombre han cantado grandes gestas y librado heroicas batallas, en lugar de denominarlos eslavos del sur (yugoeslavos), lo que es casi tan sensible como llamar a los irlandeses, asirios del Oeste”.   
G.B.

domingo, 6 de diciembre de 2015

Pureza

POR GUILLERMO BELCORE

Todos los grandes escritores tienen una estrategia creativa (los de segunda sólo un plan de marketing). La de Jonathan Franzen (Wester Springs, Illinois, 1959) funciona bien, le ha dado fama y fortuna. Su apuesta es traer al siglo XXI el modelo de novela decimonónica, retratar el mundo según el modelo de Balzac o de Tolstoi. Pero claro, Franzen no es Dickens ni Víctor Hugo, sus textos son desparejos, ciclotímicos, bipolares. En Pureza, su obra más reciente, el literato, que suele jactarse de no leer las críticas, admite algunos de los dicterios que ha recibido su producción: “inflada, obesa, rancia y agotadora“. Cuestión de gustos, en todo caso. Para quien esto escribe, semejante ambición narrativa no merece otra cosa que aplausos. Y al final de Pureza (Salamandra, 697 páginas) uno siente que no ha perdido el tiempo, que los temas y subtemas tratados han resultado interesantes, que algunos personajes han atrapado nuestra imaginación, que el novelón, en fin, logró imponerse a la prosa defectuosa, al melodrama, y a una poética horripilante. Léase, a modo de ejemplo, la metáfora que afea la página cuatrocientos ochenta y tres: “La luna en lo alto, entre la bruma de Filadelfia, era una pastilla beige que se iba disolviendo”. Y no es la peor.

Bien puede ser considerada Pureza como parte de una trilogía americana, es decir la continuidad de la magnífica y consagratoria Las correcciones (¿cómo olvidar a la familia Lambert?) y de la ni fu ni fa Libertad. Es mi novela de la costa oeste, ha explicado Franzen a un periodista. Continuidad  dijimos porque forma parte de un mismo impulso artístico: colocar un espejo frente a una porción de la sociedad para detallar la neurosis y la idiotez de los estadounidenses. Pero el libro es más que reflejo, tiene un arquitectura compleja.

Abarca Pureza siete largos capítulos, que van y vienen en el tiempo. Penélope Tyler, 23 años, vive con su madre hipocondríaca en el valle de San Lorenzo, a un escupitajo de distancia de Oakland, hermosa colmena humana donde cualquiera puede ser lo que desee sin ser perturbado. En una casa de okupas, una chica alemana la recluta para Sunlight Proyect, una red de divulgadores -al estilo WikiLeaks- de las inmundicias que ocultan gobiernos, corporaciones y abusadores. Aquí, Julian Assange se llama Andreas Wolf, proviene de la extinta República Democrática Alemana y tiene su base de operaciones en Bolivia. Es un protegido de Evo Morales. Vuela Pip (¿homenaje a Grandes esperanzas de Dickens?) a Sudamérica y la trama sucumbe entonces a la fascinación de lo “real maravilloso” que, al parecer, aqueja desde 1492 a todos los cronistas con buena conciencia que vienen al Sur. Decepciones mediante, la chica Tyler finalmente recala en la Denver Independent, una agencia de periodismo virtual que cultiva la investigación a la vieja usanza, es decir con periodistas en la calle. Todo se vincula con todo. Es un rompecabezas fascinante, pero no podemos decir más.

EL NUCLEO


El núcleo incandescente de la obra son la galería de caracteres raros, pirados/as que hacen todo mal, y las relaciones nebulosas entre los protagonistas: la exasperante Pip Tyler, su mamá chiflada Anabel (un personaje memorable), el manipulador Andreas Wolf y el periodista buenazo Tom Aberant. Pureza tiene un doble sentido. La castidad del amor filial (el ágape cristiano) que todos ansiamos dar o recibir. En torno a las desventuras de la paternidad/maternidad, ese “enorme bloque de granito plantado en el centro de tu vida”, orbitan las más profundas reflexiones del libro. Y en segundo lugar, Franzen cavila sobre la pureza de las intenciones  de los activistas y los magnates de Internet. Su conclusión es pesimista. Llega al extremo de parangonar el ecosistema web con el ‘socialismo del Estado proletario’ que regía en media Europa antes de la caída del Muro de Berlín. Ambos son sistemas totalitarios en los que al individuo le resulta imposible abstraerse; ambos aniquilan la intimidad, es decir cualquier diferencia entre lo público y privado; y ambos logran prosperar merced al temor que infunden:

 “Internet está más bien dominado por el miedo: miedo a no ser popular, ni suficientemente cool, miedo a perderse algo, miedo a ser criticado u olvidado. En la RDA, a la gente le aterraba el Estado; bajo el Nuevo Régimen lo que aterra a las personas es el estado de la naturaleza: matar o morir, comer o ser comido”.

Hay que decir que Franzen procesa mejor los conflictos individuales y los avances tecnológicos que las cambios históricos y las disputas sociales. Su visión de Alemania Oriental no va más allá del tópico. Esa superficialidad sobre los fenómenos colectivos es -junto a una prosa que hace rechinar los dientes- el defecto de fábrica de su trilogía. Pureza, por otra parte, abruma con todos los tics del feminismo. ¡Ah!, la corrección política que peste. Nadie podría negar que una buena cantidad de sus párrafos macizos puede ser mejorado por cualquier plumífero de tres al cuarto, que hay demasiadas tempestades en un vaso de agua y que han desperdiciado un par de personajes atractivos (Anabel y Dreyssus) pero en el conjunto los ripios no son, al fin y al cabo, más que detalles. Lo trascendente es que la novela rebosa de ideas profundas, como la analogía entre los depredadores sexuales y los agentes de la Stasi, o la advertencia que todas las compulsiones apestan a muerte por su capacidad de provocar un cortocircuito en el cerebro que reduce la personalidad a un bucle de estímulo y respuesta. Inspiradora también es la visión del mal desde una perspectiva que recuerda a Soren Kierkegaard:  

“Si el tiempo es infinito, entonces tres segundos y tres años representan la misma fracción, infinitamente minúscula. Y, por lo tanto, si infligir tres años de miedo y sometimiento está mal, como concedería todo el mundo, infligir tres segundos no está menos mal. Le pareció ver un vislumbre fugaz de Dios en ese cálculo, en la duración infinitesimal de una vida. Ninguna ejecución, por rápida que fuese, disculpa el dolor causado. Si uno es capaz de hacer ese cálculo, significa que debajo del mismo se esconde una moral”.

El autor de Las correcciones ha llegado a la conclusión de que el tamaño y el grosor importan, que la magnitud define a una novela. Eso es bueno. La gente interesante -sobre el papel o en la jungla social- nunca es moderada. El modelo Franzen no es Tolstoi pero se le acerca bastante. Lo dickensiano y la critica social funcionan muy pero muy bien en la trilogía.

Publicado en el Suplemento de Cultura del diario La Prensa

Calificación: Bueno


domingo, 22 de noviembre de 2015

Unas pocas palabras, un pequeño refugio

Kenneth Bernard
Fiordo, Cuentos, 112 páginas, Edición 2015

El sello Fiordo podría compararse con esos joyeros borrosos de Amberes o de una galería fea de la calle Libertad que sólo ofrecen gemas exóticas, desconocidas u olvidadas, a una clientela de entendidos, coleccionistas de rarezas. En esta ocasión, han desempolvado a un ignoto autor estadounidense que, como otros autores de la colección, cuenta con el don de la gloriosa excentricidad.

Anótese el concepto. Gloriosa excentricidad. Propone este blog agregarlo a los cinco factores que, según Harold Bloom, definen la potencia estética de una obra: dominio de la metáfora, exuberancia en la dicción, originalidad, poder cognitivo y sabiduría. Los cuentos de Kenneth Bernard (Nueva York, 1930) tienen tres o cuatro de estas virtudes y algunas más como un humor muy fino que en su mejor momento se emparenta -de lejos- con Woody Allen. Son tan profundos que con una lectura no basta. Dicen mucho más que lo que expresan; es la técnica de iceberg en acción (cuatro quintos del sentido se encuentra bajo la superficie).

Los diecinueve relatos que atesora el volumen (por primera vez llegan al español) permiten inferir que Bernard es, por encima de todo, un poeta, un poeta metafísico para ser precisos. Oímos el soliloquio de un maníaco, generalmente un hombre casado, cuyas elucubraciones tienen magia. Los textos viran en el aire hacia direcciones sorprendentes; los personajes son víctimas de extrañísimas ecuaciones. Bernard compone metáforas sobre el arte de vivir.

El lector disfrutará las derivas sobre la idea fundacional de ‘biblioteca‘, la guerra entre los notapieístas y los notafinalistas, la chica que leía a Sartre, nuestro destino irrevocable de animales atropellados, la evocación de un amigo suicida, la atrofia de los sentidos verdaderos. ¿Es posible que un simple matamoscas sea un instrumento del destino?, se pregunta el literato de Brooklyn. Las respuestas que ofrece son deliciosas.

Guillermo Belcore
Publicado hoy en el Suplemento de Cultura de La Prensa.

Calificación: Bueno

jueves, 19 de noviembre de 2015

Ocho razones para ver Line of Duty

1) Es de la BBC.
El aficionado a los series -como quien esto escribe- sabe de lo que hablo. En el mundo televisivo, tan atado al cambiante humor de las masas, la BBC ha demostrado en estos últimos años unas insuperable capacidad para mantener altísimos los parámetros de calidad. Gran reparto, tramas interesantes que no le exigen saltos de siete leguas a nuestra credulidad, pinceladas bien dosificadas de crítica social redondean unos productos magníficos, cuyo sabor típicamente británico es otro valor añadido. Line of Duty sigue la pauta de excelencia. 

2) El tema
La poco conocida serie, creada por un tal Jed Mercurio (vaya nombre), narra dos casos (interrelacionados) que investigan los tres ases de la Oficina AC-12 (Asuntos Internos). En la primera temporada (2012), el proceso a un detective ascendente del Departamento de Policía de Birmingham, que al parecer hace trampa, concluye en un lío enorme con mafiosos. La segunda (2014) orbita en torno a la matanza de cuatro policías con el fin de liquidar a un testigo encubierto.

3) Los grises
Al contrario de lo ocurre con casi todas las series estadounidenses tan afectas a dividir los personajes en blancos y negros, en Line of Duty predominan los grises, moral y mentalmente hablando, pues los imbéciles cumplen un papel destacado en la narración. De arriba a abajo, la podredumbre salpica a todo el mundo. Los agentes de Asuntos Internos suelen pisotear en su vida personal y en su desempeño profesional la decencia, el amor por la verdad y el coraje que hacen posible y justifican la existencia de la Oficina que los ha reclutado. Es gente de carne y hueso que hace su trabajo, y punto. Además, la cruzada por depurar las filas policiales suele confundirse con las cacerías de brujas, incluso por celos. Los intereses sectoriales (el cruce de favores y zancadillas entre los jefes, por ejemplo) y la complejidad de las relaciones humanas agregan confusión. Y está bien que así sea. El maniqueísmo estraga la ficción.

4) El contexto
El tráfico de drogas, el lavado de dinero, la sordidez de los suburbios, el rol deletéreo de los medios de comunicación y el costo prohibitivo de la salud privada son elementos que dan color a un cuadro ya de por sí atractivo por el caso policial. No hay novela (o serie) negra que se precie de tal sin una vigorosa denuncia social, se ha escrito. 

5) El suspenso
Las dos temporadas son ricas en virajes imprevistos y emocionantes que causan adicción al televidente. Cómo no ver el siguiente capítulo de inmediato (la serie la subió Netflix, el glorioso invento) cuando en la última escena arrojan a una agente de policía por la ventana de un quinto piso. La tensión obnubila la mente, aparecen escenas que quitan el aliento, y uno siempre desea saber que hay debajo de cada capa de la cebolla. Así hasta el final. En total, se filmaron once capítulos, ideal para darse un atracón un fin de semana.  




6) Los personajes
El superintendente Ted Hastin (Adrian Dunbar), el sargento Steve Arnott (Martin Crompston) y la agente Kate Fleming (Vicky McClure) son creíbles y tienen profundidad psicológica, porque conocemos sus vicios y percibimos sus errores. El hielo es demasiado delgado bajo cada uno de ellos (y de nosotros también). ¿Acostarse con el marido de una amiga del trabajo? Pasa todos los días. La lucha desgarradora entre las posibilidad de ascenso laboral y hacer lo correcto en cada ocasión, también. En rigor, salvo algún caso aislado de melodrama, todos los caracteres resultan atractivos. La actuación de la infeliz detective Lindsey Denton (Keeley Hawes), campeona de la segunda temporada, es memorable.

7) La civilización
Para un televidente de la Argentina -país donde las normas escritas o consuetudinarias son a lo sumo una sugerencia- ver cómo los agentes de la ley resuelven los crímenes de manera civilizada y racional no deja de tener su agrado. La misma sensación había sentido leyendo policiales escandinavos. Los interrogatorios en Asuntos Internos a policías sospechados son otro punto alto de la serie.

8) Las injusticias
No todos los malos son castigados. Los buenos sufren y los grises suelen recibir una tunda desproporcionada a su falta. Line of Duty es un thriller implacable que retrata la vida. Estás avisado.
Guillermo Belcore

domingo, 15 de noviembre de 2015

Dos años, ocho meses y veintiocho noches

POR GUILLERMO BELCORE

Si ha existido un teólogo influyente en el Islam ese pensador es el persa Abu Hamid Muhammad Al-Ghazali (1058-1111). Suele compararse su importancia con la de San Agustín para la cristiandad. Algazel (su nombre latinizado) escribió la obra más leída en el mundo musulmán después del Corán (El resurgimiento de las ciencias religiosas). A otro de sus libros (La incoherencia de los filósofos) se lo considera un factor clave en la decadencia del pensamiento crítico y la ciencia empírica entre los árabes. En su novela más reciente, Salman Rushdie (Bombay 1947) presenta al sabio de Tus (el actual Irán) como un puritano que tenía el placer como enemigo y que creía que el clérigo y el filósofo tienen la obligación de infundir el miedo, porque el miedo es lo único que lleva a los pecadores hacia Dios.

En la maravillosa Dos años, ocho meses y veintiocho noches (Seix Barral, 397 páginas), Rushdie coloca frente a frente a Algazel y a Averroes, el comentador de Aristóteles, el refutador, justamente, de La incoherencia de los filósofos.  Razón, lógica y ciencia eran los tres pilares de Averroes, las ideas que habían provocado que quemaran sus libros los fanáticos bereberes en la España ocupada del siglo XII. El duelo -no sin un punto de maniqueísmo- se prolonga en la novela hasta después de la muerte de los eruditos, pues “las controversias de los grandes pensadores no tienen fin, y la idea misma de la disputa es una herramienta para mejorar la mente“, aunque discuten con “el idioma de los conceptos irreconciliables, el idioma del entusiasmo“. Naturalmente, el literato, condenado a muerte por el ayatolá Jomeini, se pronuncia a favor de Averroes, cuyo nombre en árabe es Abu l-Walid Muhammad ibn Ahmad ibn Muhammad ibn Rushd (el padre del escritor angloindio, Anis Khaliqi Dehlavi, se cambió el nombre por Anís Rusdhie en honor a su filósofo favorito).

La confrontación dialéctica entre Algazel y Averroes viene servida en un formato fantástico; se sabe que Rushdie -como Aira o Pynchon- se siente cómodo tejiendo ficción en una suerte de protorrealidad. El libro, que acaba de llegar a la Argentina, es un caldero burbujeante donde se cuece un sabroso potaje que incluye -además de Alta Filosofía y una despareja poética- realismo mágico, fábulas orientales y las historietas de Marvel. Como el lector habrá adivinado, Dos años, ocho meses y veintiocho noches equivalen a mil y una noches, la cifra de la magia (además, los números redondos son feos y traen mala suerte).

PRODIGIOSO YINN

Aunque se ha escrito mucho de ellos, se sabe muy poco de la verdadera naturaleza de los yinn, criaturas hechas de fuego sin humo (o de humo sin fuego) que viven en Peristán, la otra realidad, el mundo de los sueños de donde emergen periódicamente para afligir o bendecir a la Humanidad. Una de las yinnias más poderosas es Aasman Peri, la Princesa Centella, Hada del Cielo del Monte Qaf, matriarca mítica que tomó forma humana (la llamaron Dunia) para aparearse con el gran filósofo Averroes. Dejaron miles de descendientes (la raza de los dunianos) reconocibles por sus orejas sin lóbulos y por soportar la maldición de estar desfasados, siempre atrasados o adelantados respecto de la época en las que le toque vivir. La casa de Averroes o la Duniazada. Hasta nuestros días, la de Dunia era la última visita de un yinn al plano inferior. 

Escribió Rusdhie:

"Durante mucho tiempo dejaron de venir del todo y las ranuras del mundo quedaron cubiertas por las hierbas sin imaginación de las convenciones y las matas espinosas de lo tediosamente material, hasta que por fin se cerraron por completo y a nuestros antepasados nos les quedó más remedio que salir adelante sin los beneficios ni las maldiciones de la magia".

Tan atractiva mitología anima pues una trama, cuyo autor -con una gran belleza técnica- ha construido como crónica de la Era de la Extrañeza, escrita mil años después de los hechos por una sociedad que ha decidido prescindir de la religión y los sueños, y le va mejor que a nosotros. A principios del siglo XXI, al parecer, las sellos del mundo (agujeros de gusano) se volvieron a abrir y entraron como tromba desde el Peristán demonios malévolos (los Ifrits) que despreciaron, desafiaron e intentaron derrotar a las leyes de la razón para esclavizar a los humanos. Zumurrud el Grande y sus tres secuaces (el hechicero Zabardast, Ra'im Bebesangre y el Rubí Resplandeciente), junto a una legión de yinns de tercera y cuarta categoría, pusieron todo patas para arriba y exterminaron a millones de personas. Los talibanes fueron sus aliados, dicho sea al pasar. La Princesa Dunia y su prole (el jardinero Gerónimo, el contable Jimmy Kapoor y la mujer fatal Teresa Saca) le salieron al paso en nombre del bien y la venganza. Las tremendas batallas de la Guerra de los Mundos de Rushdie tienen ecos de la panoplia de efectos especiales con que Hollywood suele aburrirnos, pero no es éste el caso en gran parte de la novela. ¡Ah!, por cierto la Era de la Extrañeza duró dos años, ocho meses y veintiocho días.

PARA EL GABO

Días atrás, Rusdhie relató en la Universidad de Austin una anécdota esclarecedora. En 1975, un ejemplar en inglés de "Cien años de soledad" cayó en sus manos (acababa de publicar su primer libro ‘Grimus‘) y fue entonces cuando se enamoró perdidamente de un gran escritor que nunca llegó a conocer cara a cara.

Confesó el narrador angloindio:

"Cuando publiqué mi primera novela, un amigo que la leyó me llamó y me dijo que, obviamente, yo estaba muy influenciado por Gabriel García Márquez. Era 1975, yo tenía 27 años y nunca había oído ese nombre. ¿Quién es ese García Márquez?, respondí. Es el autor de un libro que vas a empezar a leer ahora. Solo ve y consíguelo… Fui a la librería, abrí el libro, y por primera vez vi y escuché estas palabras: 'Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo'. Lo que me pasó ese día fue lo mismo que le ha pasado a miles de personas, me enamoré de él, hasta el día de hoy". 

"Conocí los coroneles y generales de García Márquez, o al menos sus contrapartes indias y paquistaníes; sus obispos son mis mulás, sus mercados mis bazares. Su mundo era el mío, traducido al español... En India y América latina hay conflicto entre lo urbano y lo rural, entre ricos y pobres. Los dos tienen historias coloniales y en los dos la religión -y lamentablemente sus devotos-, tienen mucho peso".

Que quede absolutamente claro entonces que el realismo mágico en su variante garcíamarqueana (tan denostada por los snobs) es uno de los ejes rectores de la novela número doce de Rushdie. Las personas levitan, un bebe milagroso puede identificar la corrupción de los funcionarios (¡Que falta nos hace en la Argentina!) y un dama enloquecida mata con descargas de electricidad… Pero Rushdie también se nutre también de parábolas y fabulas mágicas de Oriente para narrar decenas de historias subalternas, aunque no todas resultan seductoras. Hay que destacar que, a diferencia de los best seller mamotretos, el recurso de la redundancia nunca fatiga.

Otros pasajes dignos de mención, además de los que revisan los temas de actualidad, son aquellos que reflexionan sobre el lenguaje. Al fin y al cabo, todos los humanos somos -conjetura Rushdie- relatos contenidos dentro de narraciones mayores y más grandiosas: las historias de nuestras familias, nuestras patrias y nuestras creencias. Como las Mil y una noches, somos cuentos dentro de otros cuentos

El problema -continúa en la página 161- es que "todos vivimos atrapados en las historias. Cada uno de nosotros es prisionero de su propia narración solipsista; no hay persona que no sea víctima de su propia versión de la Historia. Hay partes del mundo donde las narraciones colisionan y por eso se va a la guerra donde hay dos o más historias incompatibles luchando por conquistar el espacio en la misma página". Es lo que está pasando ahora en la Argentina. En la página 163, se describe al nefasto Parásito de los Relatos que exterminó a un pueblo entero.
Publicado hoy en el Suplemento de Cultura del diario La Prensa.

Calificación: Muy bueno

miércoles, 28 de octubre de 2015

La máquina espacial

Christopher Priest

Novela de ciencia ficción, 421 líneas. Editorial RBA. Edición 2013. 

El siglo XIX (el siglo de Inglaterra) felizmente no pasa de moda. Los émulos de Dickens son legión; los de la prosa espumosa de Oscar Wilde (sin su talento, por supuesto) algo menos. También Kipling y Chesterton tienen discípulos, incluso el procedimiento que hizo famoso a Wilkie Collins es cultivado (pinche aquí). ¿Escribir como en el siglo XIX? Por qué no. La literatura no es conocimiento acumulado como la ciencia, sino el reino de la libertad absoluta. Lo único que cuenta es el talento, el genio individual, lo demás sólo es polvo en el viento (Dust in the wind). La magnífica colección Literatura Fantástica del sello RBA ha exhumado una rareza decimonónica escrita en 1976: un homenaje al enorme y esencial H. G. Wells. El original y la copia nunca deberían dejar de reimprimirse.

El literato Christopher Priest (Cheadle, 1943) ha querido homenajear a su mentor en el tantas veces despreciado (por los ignorantes y los snobs) género de la ficción científica. ¿Hace falta repetirlo? Puede que la frase se haya convertido ya en un lugar común pero para el editor de La biblioteca de Asterión es un artículo de fe: no existen los géneros menores, sino los buenos o los malos escritores. A quien ose desmentirme, podría arrojarle en el rostro cualquiera de los volúmenes de Philip Dick, por ejemplo. 

Bien, Priest construye una historia fascinante que cabalga sobre dos de los mejores libros de Wells: La máquina del tiempo y La guerra de los mundos. Viajamos a 1893. El viajante de comercio Edward Turnbull, un chico común y corriente, conoce a la señorita Amelia Fitzgibbon, asistente del reputado inventor sir William Reynolds (el viajero que a la postre conocería a los eloi y a los morlocks). En la mansión del científico, juegan con la imprudencia típica de los jóvenes enamorados con un prodigio mecánico, capaz de viajar en el espacio y en el tiempo. Caen diez años más tarde en Marte, poco antes de la invasión a la Tierra. La imaginación de Priest -éste es uno de sus dos grandes méritos- rellena los huecos de sentido que habían dejado los clásicos de Wells. Pero no es el único homenaje al maestro… Lo siento, no podemos decir más sin destruir el efecto sorpresa.

El otro gran alarde narrativo es el estilo. La prosa tiene la sabrosa aridez de la Edad de Oro del Realismo; los personajes piensan y actúan según su época, ningún anacronismo frustra el esfuerzo. Volvemos a un tiempo donde el decoro y la contención (por no decir la mojigatería) regían las relaciones entre los sexos y donde la expresión “estar presentable” tenía su importancia. Las modas del siglo XXI en cambio suelen preferir lo feo, lo roto y lo sucio, me temo, incluso en el terreno de la literatura. Por eso, novelas como ésta resultan tan refrescantes.
Guillermo Belcore

Calificación: Muy buena


domingo, 25 de octubre de 2015

Soy Pilgrim

POR GUILLERMO BELCORE

Se dice que después del 11-S, los servicios de inteligencia de Estados Unidos reclutaron a escritores de ciencia ficción (y de ficción a secas) para que los ayuden a anticipar el próximo zarpazo extremista. Es que nadie había sido capaz de proyectar, antes de 2001, el uso de aviones de pasajeros como misiles contra edificios emblemáticos de la civilización americana. Bueno sí, alguien muy influyente lo supuso. Siete años antes, Tom Clancy imaginó en la novela  Deuda de Honor que un nacionalista japonés estrellaba un Boeing contra el Capitolio y descabezaba a Estados Unidos, pero nadie, al parecer, le prestó atención. Esas cosas sólo pasan en los libros, debe haber pensado la administración Clinton.

Debería ser uno de los hombres de consulta de la CIA el angloaustraliano Terry Hayes (Sussex 1951). En su primera y monumental novela, el periodista y guionista cinematográfico alerta al mundo de una nueve especie radical que se pulula en las miasmas del resentimiento islámico: un lobo solitario, que no cuenta con antecedentes delictivos ni conexiones y por lo tanto está fuera del radar de los cazadores de fanáticos, sintetiza una cepa genéticamente mejorada del virus más mortífero que ha conocido la humanidad. Y lo hace con información y materiales disponibles en Internet. Y se aprovecha de la transnacionalización del turbocapitalismo para desatar una hecatombe en Estados Unidos. Impresionante, ¿verdad?

Ha llegado a la Argentina un béstseller que el Primer Mundo devora con fruición. Soy Pilgrim (Salamandra, 862 páginas) es un alarde de ambición narrativa. Plantea la mayor cacería humana de la historia, nos lleva a Arabia Saudita, Afganistán, Siria, Turquía, Alemania, los agujeros infernales donde tortura la CIA, entre otros escenarios calientes. Es una pena que Hayes -reputado por escribir, entre otros, el guión de Mad Max II- no muestre, si no la misma, al menos una vigorosa ambición artística. Los vicios de la literatura de supermercado nos escupen en la cara.

En primer lugar, hay que destacar cierto déficit de invención de Hayes. Cuando el escritor apela a la sucesión de casualidades es porque su imaginación le ha fallado. En segundo término, están los enormes saltos que se ve obligado a dar nuestra incredulidad. Si usted acepta que un veterano árabe de la guerra en Afganistán, que estudió medicina en Beirut, es capaz de destilar en un garage miserable un arma biológica (con modificación genética inclusive) capaz de poner de rodillas a Estados Unidos usando información que circula libremente por la Web, entonces puede comprar esta novela. No es la única p¡ldora inverosímil que se nos pide que traguemos.

Soy Pilgrim plantea un duelo a muerte entre dos superhombres: el mejor agente de inteligencia que ha existido versus el Sarraceno, el terrorista más peligroso en la historia. Esa reducción cinematográfica (a Hollywood le encantan las antinomias y las historias que se condensan en una frase) es otra debilidad de la novela. La torpeza de los Estados involucrados no suenan muy creíbles.

BUENAS Y MALAS

El estilo merece tanto elogios como reprimendas. Hay cierto tono de novela negra que aparece de tanto en tanto y resulta muy atractivo. La voz del narrador es la de un tipo duro de pelar, Scott Murdoch, el superespía americano. Y es la perspectiva de un patriota derechista sin una pizca de corrección pol¡tica. Ese efecto es interesante, se oyen muchas verdades como la verdadera naturaleza dictatorial del régimen saudita. Pero Hayes es otra cosa, se entromete en la trama y cede a la tentación de explicarlo todo (puede que sea una exigencia del género) hasta el punto del grotesco. Si menciona a las Waffen-SS, por ejemplo, debe acotar en la misma frase: "uniformados de negro, eran el brazo armado del partido nazi''. Realmente abruman los tributos populistas a los lectores menos informados.

Hay tramos que chirrian como una máquina que ha perdido lubricante, por causa de la fragmentación de la trama en capitulitos sin ton ni son, la tendencia al melodrama, los diálogos sosos, la digresiones que enfr¡an la acción. En su mejor momento, Soy Pilgrim atrapa al punto que uno sin darse cuenta engulle más de cien páginas de un tirón; en el peor, dan ganas de arrojar el libro al canasto. El suspenso es lo que cuenta: más allá de los ripios formales, uno siempre quiere saber cómo diablos se las arreglará Murdoch para evitar el Holocausto blando de Estados Unidos.

Y esta el gran tema, por supuesto. Terry Hayes ha querido advertir a Occidente que deberá lidiar con nueva camada de fanáticos musulmanes, cultos e inteligentes, expertos en tecnolog¡a, profundamente reliogiosos, sin historial. "Comparados con ellos -advierte- los terroristas del 11-S parecen trogloditas, exactamente los matones y criminales comunes que eran''.

Publicado hoy en el Suplemento de Cultura del diario La Prensa.

Calificación: Regular

lunes, 19 de octubre de 2015

El lienzo

Benjamín Stein
Adriana Hidalgo. Novela, 473 páginas

Una arquitectura extraordinaria. La prosa diáfana. La belleza del judaísmo, en especial de su versión mística. La evocación, no sin denuncia, de ese absurdo país extinto al que llamaban República Democrática Alemana. La novela premiada de Benjamin Stein (Berlin oriental, 1970) conviene ser leída. Aunque también incluye levedad filosófica, digresiones no siempre interesantes y tendencia al melodrama y a la puerilidad (a lo Paul Auster en sus días malos).

Hay que destacar, en primer lugar, el artificio.
La obra, que data en 2010, ofrece dos entradas y varios recorridos de lectura. Puede comenzar usted en el sendero de Jan Wechsler o bien dar vuelta el libro y arrancar en el de Amnon Zichroni. Los senderos se unen en la mitad del tomo (doscientos y pico de paginas cada uno); comparten un glosario. Puede leerse una parte de corrido y después la otra; o un capítulo de Wechsler y luego saltar a Zichroni; o dos y uno; o dos y dos; en fin, las combinaciones son múltiples. Es interesante reflexionar sobre cómo afecta a nuestra capacidad cognoscitiva el camino elegido. Jueguitos narrativos inspirados en los franceses, aunque el truco del perspectivismo en que se basa todo el andamiaje lo había hecho célebre Wilkie Collins en el siglo XIX.

En efecto, desde el punto de vista de dos personajes la trama examina un mismo acontecimiento: la publicación de unas memorias apócrifas del Holocausto. Un luthier suizo apellidado Minsky se convierte en estrella mundial tras haber dado a la imprenta el relato de su supuesto calvario durante niño en el ghetto de Riga y en los campos de exterminio. Lo opinión pública lo amó, hasta que se descubrió que todo era un invento. Entonces, los mismos que lo elogiaban lo crucificaron. Jan Wechsler se llama el escritor (amnésico) que desbarató la mascarada; Amon Zichroni, el terapeuta con superpoderes (!?) que había animado a Minsky a recuperar los supuestos recuerdos infantiles (le costó muy caro al doc el consejo). Wechsler y Zichroni se encuentran por casualidad en el Estado de Israel.

Dos ideas primordiales, como si de pilares de roca se tratase, sostienen tan ingenioso entramado. La primera es que somos lo que recordamos. Nada más que eso. La segunda, tiene ecos de Nietzsche: verdad es lo que nos conviene (la mentira puede tener un propósito noble, o el asunto de la verdad se mide en otras balanzas: sentido vs. vacío existencial, por ejemplo). Con todo derecho se podría afirmar que lo mejor del libro son los contenidos autobiográficos que Stein va incluyendo con habilidad de prestidigitador. Vale decir, los que atañen a sus padecimientos juveniles durante el marxismo cuartelero o la gloriosa reivindicación, ya de adulto, de las diversas formas de ser judío.

Guillermo Belcore
Publicado en el Suplemento de Cultura del diario La Prensa.

Calificación: Bueno

miércoles, 14 de octubre de 2015

¡Hamlet, venganza!

Michael Innes
Punto de lectura. Novela policial, 440 páginas. Edición 2007

“Y en sus oídos musiten mi espantoso nombre,Venganza, que hará estremecer al estúpido ofensor”
W. Shakespeare

Un asesinato planeado con premeditación para ser perpetrado no sin estruendo durante la interpretación (amateur) de Hamlet en el palacio del duque de Horton, es el nudo de esta amena novela policial escrita hace medio siglo. Nunca flaquea la atención del lector: la expresión es elegante y el grupo de sospechosos, alarmantemente amplio. La muerte hizo acto de presencia en Scamnum Court

Investiga el crimen de lord Auldearn (teatro dentro del teatro) un detective de Scotland Yard serio, tímido y aficionado al ballet. Los personajes entran y salen como si de un escenario se tratase. La trama es enrevesada. Cualquiera puede ser el inverosímil homicida. El suspenso resulta agradable. Los diálogos son vivaces. El efecto general, encantador.

Michael Innes es el nombre de guerra que eligió el eminente profesor John Innes Mackintosh Stewart (Edimburgo1906-1994) para incursionar en el género policial. Licenciado en Filología Inglesa por la Universidad de Oxford, erudito en Shakespeare y crítico de renombre, con esa firma escribió entre 1936 y 1986 cuarenta novelas de serie negra protagonizadas por inspector John Appleby. Borges y Bioy Casares -vaya tarjeta de presentación- lo admiraron con toda razón: Innes es uno de esos narradores del adjetivo justo.

Muy estimulante son las reflexiones aristocráticas del catedrático en vena sociológica, pero desde el único elitismo que inspira respeto: la aristocracia de la inteligencia (aderezada con esa peculiar ironía británica). Véase este párrafo emblemático:


“Todos los ociosos de los pueblos vecinos, al leer las estimulantes noticias en sus periódicos, se habían apresurado a sacar el coche, para ver lo que pudieran. Y pronto llegaría gente también de Londres; gente de esa que escapa para curiosear por un día. Extraño fenómeno, pensaba Appleby, el de una sociedad abrumada por el exceso de individuos que, liberados de su rutina especializada de un día o de una vida, no se dedica a pensar, a leer, ni a practicar una distracción provechosa, sino a curiosear”. 

Nadie piense que la misantropía se dispensa sólo al pueblo llano. El profesor Innes también desprecia a la más alta nobleza de Inglaterra, que ignora la “verdad moral primaria del siglo XVIII: que la grandeza de la vida consiste en la riqueza sometida a decoro“.

Y también a los de su clase:


“Es raro, pero no hay nadie tan capaz de urdir un sólido y coherente sistema de mentiras como uno de esos investigadores profesionales de la verdad. Cuando hace falta propaganda, el profesor universitario es maestro en ella”.

Hay un agrado profundo, además, tanto en los pormenores del drama isabelino como en la presencia del vate más famoso de las letras inglesas en la trama policial. La sublime riqueza verbal de Shakespeare nunca dejará de sorprendernos. Una pizca de esa habilidad sin par se ha transmitido a John Innes Mackintosh Stewart. Una novela policial con magníficos retratos y descripciones -salpimentada con referencias eruditas y librescas- es una especie infrecuente. En forma y fondo, el libro se disfruta.
Guillermo Belcore

Calificación: Muy bueno


PD: La belleza está ahí aguardando al incauto, en un librería de usados, donde se puede adquirir, por ejemplo, una novela policial (algo desvencijada) a un precio menor al de un café con leche y medialunas. ¿Por qué lo compré? Por recomendación del crítico Quintín.  Pinche aquí: https://lalectoraprovisoria.wordpress.com/2014/04/29/intrascendencias-136/

martes, 13 de octubre de 2015

Kurt Wallander (1948-2015)

Lo vamos a extrañar. Es verdad que no era el mejor de su especie y que cuando apuntó demasiado alto, como en El Chino (pinche aquí) no le fue nada bien. ¡Aj!, esas peroratas moralistas que nos infligía impunemente... la mala conciencia europea, como bien sabemos, es veneno para la buena literatura. Pero Henning Mankell (Estocolmo, 1948-2015) fue pionero en su tierra y maestro de la novela policial. Abrió surcos y creó un personaje memorable, a quien Kenneth Branagh consintió ponerle el rostro en una de las dos buenas adaptaciones que hizo la televisión. Hablamos naturalmente del inspector Kurt Wallander, quijotesco y atormentado. El creador del detective perdió días atrás la última batalla contra el cáncer.
En una carta conmovedora, Mankell había revelado al Goteborgs-Posten en enero de 2014 que tenía un tumor en la nuca y otro en un pulmón, grave. Semanas después comenzó en ese diario una serie de columnas sobre su lucha contra la enfermedad, un descenso a los infiernos que quedó registrado en Kvicksand (Arenas movedizas), último libro editado en castellano en el que intercala recuerdos con pensamientos sobre la muerte, el miedo, la esperanza, las creencias y la vida.
Destacan las mil necrológicas que se publican por estas horas dos cosas: a) Mankell fue el más exitoso producto de exportación literaria de Suecia desde August Strindberg; b) y como escritor se consideraba “un intelectual responsable de mantener un compromiso humanitario y denunciar las injusticias''. 
Nada de literatura pasatista. Su alter ego, Wallander batalló en la diminuta ciudad Ystad contra el fanatismo religioso, los nostálgicos de la guerra fría, los abusadores de mujeres y de niños, los traficantes de personas, los explotadores del Tercer Mundo. En la vida real, Mankell fue especialmente solidario con Africa, desde que en 1972 visitara por primera vez el continente. Especialmente, amó a Mozambique, al tiempo que decidió dividir su tiempo entre Gotemburgo (Suecia) y Maputo. En la capital mozambiqueña dirigió el Teatro Avenida, además de asistir a los enfermos de sida.
VALE LA PENA
Desde esta modesta trinchera, se recomienda la lectura de la saga Wallander, con sus diez novelas. Seducen por su trama, por la delicada alternancia entre el caso criminal y las desdichas del policía, la visión razonada sobre todo lo que le rodea. En este modelo literario los procesos mentales y las decisiones éticas son más importantes que los tiros y las persecuciones en automóviles. Para nosotros, los habitantes de un país desaforado, tiene el encanto adicional del exotismo. Las historias transcurren en un país donde se cena a las seis, las lluvias y nevadas son intensas y recias, y el Estado funciona con admirable eficacia en todos los niveles.
No se trata, claro está, de Alta Literatura, pero Mankell fue un narrador con oficio, legítimo heredero de George Simenon. La intriga está, por lo general, bien lograda. Los personajes no se fabricaron con cartón pintado, ostentan profundidad psicológica. Hay, como se dijo en este blog, una ambición por retratar la época, la aldea, el mundo. Las páginas suelen ser densas, en el mejor sentido del término. “Trato de enfocar un espejo hacia un crimen para mostrar lo que está ocurriendo en la sociedad'', sostenía hace unos años en un reportaje. John le Carré‚ es una de sus influencias decisivas. Es posible que en El hombre inquieto  (pinche aquí), que supuso la jubilación de Wallander a los 60 años, tras casi 40 millones de libros vendidos en todo el mundo, con traducciones a casi cuarenta idiomas, haya alcanzado su plenitud narrativa.
Hay que destacar que, además de policiales y novelas de ideas, Mankell escribió cuentos, obras teatrales y libros infantiles. Estaba casado con Eva Bergman, hermana del cineasta sueco Ingmar Bergman.
A quien este escribe, le gusto mucho también Profundidades, ambientada en 1914, poco después del estallido de la Primera Guerra Mundial. El Almirantazgo de Suecia encarga a su mejor hidrógrafo una tarea urgente y secreta: trazar rutas de navegación alternativas en el Báltico. Pero el capitán Lars Tobiasson-Svartman, un hombre meticuloso, despectivo e irascible, que duerme abrazado a su plomada de bronce, se obsesiona con una mujer que malvive en la más desesperada soledad. Mankell explota en esta novela rara uno de los tópicos más interesantes: un hombre casado e infeliz que se hunde voluntariamente en el abismo.
G.B.

martes, 6 de octubre de 2015

Lo que no te mata te hace más fuerte

David Lagercrantz

Destino. Novela, pagina 651 , edición 2015

Así como se contrató al ilustre John Banville para revivir a Philip Marlowe, deberían haber pensado en un narrador de la talla de John Irving para continuar la saga Millennium después del ataque cardíaco que fulminó a Stieg Larsson. Pero, al parecer, prevaleció el nacionalismo sueco (estúpido como todos los nacionalismos literarios) y se eligió a un tal David Lagercrantz, biógrafo de Zlatan Ibrahimovic. Su prosa es de tercera categoría.

Fiel a la serie, Lo que no te mata narra una gran conspiración que apunta en dos direcciones. El periodista estrella Mikael Blomkvist tropieza con el asesinato de un cient¡fico de renombre internacional; y el as de la República Hacker, Lisbeth Salander, se enfrenta con la orwelliana NSA. La idea es ambicioso, pero la ejecución mediocre. Es que el libro incluye casi todos los vicios de la literatura de supermercado. Por ejemplo, el didactismo, que deviene de la boba premisa de que al lector siempre hay que ensñarle algo. Lagercrantz ha heredado de Larsson, además, la desagradable propensión a la redundancia, no sea cosa que al más retardado de los lectores se le escape algún pormenor. Los niveles de corrección pol¡tica del texto apestan, por si fuera poco lo dicho. Ya deber¡an saber los fabricantes de bestsellers que el manique¡smo ya era decrépito en tiempos de Jesucristo.

Lo mejor del libro son ciertos asuntos tangenciales muy bien tratados, como la crisis en general de la industria gráfica -­ay de nosotros!-, y en particular la lucha del héroe para hacer periodismo de investigación independiente contra las apetencias de un poderoso grupo mediático, extranjero para colmo. No obstante, dif¡cilmente el IV tomo de Millennium pueda satisfacer a la persona que busque, no digamos densidades temáticas o estil¡sticas, al menos un diálogo sagaz o una descripción competente. Literatura para adolescentes es otro rótulo que no le sienta mal a un h¡brido innecesario y aburrido.

Guillermo Belcore

Publicado en el Suplemento de Cultura del diario La Prensa

Calificación: Malo

PD:  El segundo tomo de Millennium me había resultado mucho más entretenido que éste: http://labibliotecadeasterion.blogspot.com.ar/search?q=Millennium
Sin duda, la saga ha involucionado.