Sándor Márai
Salamandra. Edición 2008. 478 páginas.La reconstrucción de un mundo perdido -sea el Cretácico del Tyranoussarus Rex o el orden burgués en Centroeuropa- siempre resulta cautivante. Máxime cuando la empresa no está en manos de un árido sociólogo o naturalista, sino de un escritor de fuste, como Sándor Károly Henrik Grosschmid de Mára, conocido como Sándor Márai (Kassa 1900-1989). Los artistas son las antenas de nuestra especie, ha sentenciado Marshal MacLuhan. Con insuperable perspicacia, captan tanto los pormenores relevantes que a primera vista parecen nimios como las corrientes tectónicas que han modelado una era, y transmiten ese conocimiento con palabras bellas o nítidas. Tengo para mí que casi nada resulta más esclarecedor y placentero que la especie de la novela histórica.
He aquí una magnífica novela histórica, narrada en forma de memorias, pero memorias anticipadas, pues el libro fue entregado a la imprenta en caliente, cuando Márai tenía sólo treinta y cuatro años. El libro se divide en dos partes. La primera nos lleva a la época heroica del capitalismo, a principios de siglo XX, una época de paz en el Imperio Austrohúngaro, donde todos sacaban algo y la burguesía necesitaba los libros como el pan de cada día. Era el apogeo de la visión individualista del mundo (pinche aquí). En aquellos días, la policía no se metía en los asuntos privados de las personas, y los criados malvivían en una suerte de esclavitud disimulada. La clase social constituía para los afortunados una gran familia solidaria -o al menos lo parecía- una familia incluso por encima de las fronteras o de las naciones. Aquel paraíso exclusivo, como se sabe, fue demolido por un cataclismo llamado I Guerra Mundial, el hecho decisivo de la edad en que nos ha tocado vivir. Márai le dedica solamente -¡ay!- una escena conmovedora a la hecatombe: evoca o inventa una típica merienda burguesa en el campo que se hace añicos cuando llega la noticia del asesinato del heredero al trono austríaco.
El primer tramo del libro, pues, está centrado en la infancia del autor en la plácida ciudad húngara de Kassa (la actual Kósice, la segunda urbe de Eslovaquia). La segunda parte va y viene por la Europa de entreguerras, so pretexto de que el narrador deber completar una educación universitaria y existencial. En medio de “aquel mundo demente que no había enterrado aún a sus muertos, pero que ya redactaba contratos que le permitirían liberarse de sus remordimientos con nuevas matanzas”, sus hábitos son los de un héroe de una novela romántica, pero sin una meta particular. No se priva de nada, ni siquiera de un matrimonio estúpido que, sin embargo, logra perdurar. Es un neurótico. En la exquisita Frankfurt, el periodismo de alta calidad lo recluta con sólo veinte años de edad. En una Berlín enloquecida y desesperada, lo alcanzan la hiperinflación y todos los excesos. Pasa, más tarde, seis años en las dos París, la mugrienta y la refinada. En Florencia, descubre que la primera etapa del fascismo fue “la expresión de la voluntad del pueblo entero”.
Estamos, por cierto, ante una novela de aprendizaje. En un ambiente que se va haciendo cada vez más bárbaro, deforme y peligroso, cada día le enseña algo al narrador: “La existencia del mundo, de las estrellas, de los camareros, de las mujeres, del sufrimiento, de la literatura”.
EL ALMA ALEMANA
Así como en Terra, terra, el escritor húngaro evalúa con precisión de entomólogo a los rusos, y devela que en el alma del gran pueblo eslavo se mueven partículas completamente exóticas a la tradición y la cultura europea, en el II Capítulo de la II Parte de Confesiones de un burgués se arrojan varias sondas a los abismos de las psiquis alemana. Esa Nación-taller, donde todo se toma muy un serio, emergió escindida, nos advierte Márai. Si la angustia y el caos han podido ser dominados en la superficie, en el fondo reina un desorden infernal. Oigamos la voz del novelista:
“Sólo confiaba en Alemania; consideraba que el resto del mundo era caótico y desaliñado, sobre todo Francia, y a mi me contagió la idea hasta el punto de creer que Alemania era la patria del orden ejemplar, lo mismo que había aprendido en mi casa y en el colegio. Pero la verdad era que había orden en todas partes, en los museos, las estaciones de ferrocarril y también en las casas de la gente, menos en las almas: en las almas alemanas había una penumbra impenetrable, una bruma infantil, la espesa bruma de unos mitos sangrientos, vengativos e inconfesables”…
Hay que recordar que Márai, intelectual de originalísimos razonamientos, escribió tan lúcida interpretación en 1934, cuando el nacionalsocialismo recién asomaba sus rostro demencial. En el orden de los procedimientos, no se pueden dejar de mencionar dos rasgos infrecuentes del texto. El primero es el carácter poliforme del narrador-protagonista; da la impresión de que su tiempo pleno de ‘pathos’ abarca a personas distintas. Es, por así decirlo, un memoria barroca o, para usar una palabra en boga, recargada.
En segundo término, la Historia irrumpe casi siempre no directamente sino a través de los rostros y las personalidades. Desfilan ante nuestros ojos decenas de personajes interesantes. El método, como ocurre siempre en la Alta Literatura, está fundado en una convicción: No existen las personas simples. “Me acercaba a cada personas con la curiosidad que experimenta el astrónomo al mirar por su telescopio, al saber con certeza, basándose en una ecuación matemática, que en un momento determinado aparecerá detrás de la espesa niebla algo resplandeciente y, seguro, un universo nuevo”, explica. Esas 'moléculas de humanidad', que brillan con luz propia, son la gloria del libro.
Guillermo Belcore