sábado, 31 de diciembre de 2016

Y el libro del año es...

Cada fin de año, ocurre lo mismo. Uno consulta las listas de los mejores libros del año y se angustia por lo poco que ha podido leer en realidad. Las listas honestas, me refiero. Aquellas donde los escritores de tres al cuarto recomiendan las novelitas intrascendentes de sus amigotes no sólo desinforman sino que también causan vergüenza ajena (la de Infobae es un ejemplo cabal de lo que Fogwill llamaba “sociedad de socorros mutuos”).

Puestos a elegir, voy a señalar una reimpresión de la Universidad de Villa María. El libro que en 2016 más gozo, sorpresa y admiración me ha provocado es Pretérito perfecto de Hugo Foguet (Pinche aquí). Como si el Aleph se tratase, aspira a encerrar toda la cultura, historia, sociedad, injusticia, sufrimiento y rebeldía de nuestro San Miguel de Tucumán. Su majestad, la Novela Oceánica. ¿Cómo llegue a ella? Por recomendación de Alejandro Olaguer que, si no me equivoco, fue advertido del portento por Juan Terranova. Nadie debería perdérsela. Nadie que le interese el hedonismo de la buena literatura.

Todas los grandes urbes deberían tener una Gran Novela que la explique, refleje y magnifique. A primer golpe de memoria, creo que Buenos Aires no la tiene. La capital del Jardín de la República, sí; engendró Pretérito Perfecto que, incluso, es materia de estudio universitario. La elite intelectual porteña, siempre atenta a la última chuchería de Francia, ignoró el novelón hace tres décadas y este año -hasta donde sé- no se dio por enterada de la buena nueva. Es un síntoma de decadencia y perjurio. Los críticos dominicales, ya se sabe, abominan de las densidades estilísticas, temáticas y narrativas de largo aliento. Un comentarista de John Irving llegó a decir en La Nación que una novela no debería tener más de trescientas páginas. En el fondo, a estos herejes no les gusta leer; les gusta figurar.

Que en 2017 se sigan escribiendo novelas como Pretérito perfecto, o como El traductor, o como Las varonesas. El ‘arte esencial‘ (la categoría es de Heidegger) hace la vida más soportable.
Guillermo Belcore

miércoles, 14 de diciembre de 2016

El borrador de una obra famosa

Por Guillermo Belcore

La decisión de Carolina López, viuda de Roberto Bolaño, de vender en 2016 los derechos de todo lo que ha escrito el artista -haya sido publicado o no- a un sello editorial distinto al que le había permitido alcanzar la consagración literaria en España generó una modesta polémica, de la que dan cuenta algunos diarios. Revolviendo en el baúl del legado de R.B. aparecieron así algunos inéditos, como esta novela de juventud, que anticipa, en tema y forma, una de las mejores creaciones del vate chileno. En efecto, puede definirse a El espíritu de la ciencia ficción (Alfaguara, 225 páginas) como una suerte de esbozo de Los detectives salvajes. Y como todo borrador es fatalmente defectuoso.

No incurrirá esta columna en la controversia. El punto nunca es si resulta pertinente publicar lo que un autor famoso prefirió dejar para el olvido en vida (para justificarse, la industria siempre saca a colación el caso de Kafka). Nos distrae de lo esencial. La pregunta es, siempre y para cada ocasión, qué hace que este libro merezca ser leído. Lo demás son externalidades, que no tienen más valor que la curiosidad o el chisme, y que nada nos dicen sobre los valores estéticos (o la falta de) en las páginas que llegan a nuestras manos.

El espíritu de la ciencia ficción reúne un puñado de empresas descabelladas. El narrador, Remo Morán, y su amigo José Arco persiguen las huellas de las centenares de revistas de poesía que florecen de milagro en la Ciudad de México. Revistas es un decir; la mayoría no son más que hojitas mimeografiadas. Jan Schrella escribe cartas a los maestros de la ciencia ficción anglosajona. Remo y Jan comparten una buhardilla, ambos nacieron en Chile y son pobres como ratas. Son Bolaño, naturalmente.

Otro hilo narrativo se teje en una fiesta artística (una parranda de borrachos, bah), en la que un escritor habla con una periodista de su novela premiada que incluye la Academia de la Papa, la Universidad Desconocida, una guerra francoalemana. Es un hilo confuso que no conduce a ningún lado (puede que sea el sueño de los dos aspirantes a escritor). Justamente, si algo puede repudiarse de la novela primeriza de Bolaño -fue escrita a principios de los ochenta- es su naturaleza inconexa y desarticulada, lo que la vuelve tediosa. Da la impresión de que es un libro inconcluso, aunque los responsables de la edición juren lo contrario.

MUSICA ENVOLVENTE


No obstante, hay que reconocer que el mejor Bolaño se asoma en algunas páginas. En los retratos (todos sus personajes siempre resultan interesantes), en cierta poética de la nocturnidad del DF (previa a la irrupción de las hordas criminales que se apropiaron de todas las ciudades latinoamericanas), en la reivindicación de la lírica ("el hobby más barato y patético", aunque "motivo de orgullo regional"), en cierta melodía envolvente que exhala una prosa que, sin llegar a ser hermosa, es eficaz.

Christopher Domínguez Michael, apasionado prologuista, ha querido llamar la atención sobre otro rasgo importante: se trata de un relato de aprendizaje masculino en el esquivo mundo del sexo. El volumen añade al final los apuntes manuscritos de una novela que aparentemente nunca satisfizo a su autor, pero, así y todo, ha llegado a la imprenta. Doña Carolina adelantó a los periodistas que en el arcón de los inéditos (Domínguez Michael lo compara con el de Pessoa) hay otras tres novelas, además de poemas y cuentos.

El primer rescate, cabe concluir, es sólo para la grey. La legión de bolañistas y bolañólogos lo disfrutará, como si retornaran a una casa muy querida, hospitalaria a pesar de sus fantasmas y de su decoración inacabada.

Al resto de los mortales se le sugiere que no pierdan tiempo y vayan directamente a Los detectives salvajes o cualquiera de las creaciones imperecederas de uno de los pocos autores imprescindibles que entregó Latinoamérica en los últimos treinta años.

Calificación: Regular

sábado, 10 de diciembre de 2016

The Expanse

En el siglo XXIII, los teléfonos celulares, las prostitutas, los sombreros para policías cínicos, la depredación del medio ambiente y el colonialismo siguen presentes. Hay una suerte de guerra fría entre la Tierra, gobernada por Naciones Unidas, y Marte, una austera potencia militar. Ambos planetas se dedican a explotar, sin contemplaciones, los recursos mineros del cinturón de asteroides. Los cinturinos (belters) están hartos de un statu quo que los reduce a ciudadanos de tercera categoría en el Sistema Solar. Han surgido movimientos independentistas. Una taza de café, una buena ducha son un lujo en Ceres, cuya esperanza de vida (68 años) es casi la mitad de la terrestre (123 años). Han aparecido otras diferencias notorias: los cinturinos desarrollaron su propio idioma y una anatomía diferente, forjada por la baja gravedad. Es decir, la situación política es delicada y una chispa podría encender una guerra interplanetaria.

Bienvenidos a The Expanse, la ambiciosa joya del canal SyFi que, afortunadamente, llegó este año a Netflix. Los diez capítulos están basados en las novelas de James Corey (pseudónimo que eligieron los escritores Daniel Abraham y Ty Franck). La crítica estadounidense ha sentenciada que la serie es la mejor Space Opera desde Battlestar Galáctica. No es descabellado el dictum. En verdad, la adaptación televisiva ha logrado nada menos que recrear distintas civilizaciones con una impecable coherencia interna, a pesar de las inevitables concesiones al drama, como la falta de agua en los asteroides.

La trama es compleja e intensa. Se despliega mediante tres hilos narrativos que demandan toda nuestra atención. En el primero, el detective Josephus Miller (Thomas Jane) investiga la desaparición de la hija de un magnate, cuyo apellido es Mao. Hay que decir que dentro de doscientos cincuenta años, empresas privadas prestarán el servicio de policía. En el segundo andarivel, vemos la destrucción de un carguero de hielo (el Canterbury); el misterioso ataque militar causa agitación en todas las superficies donde moran los humanos. Cinco sobrevivientes intentan descubrir quién desea cargarle el mochuelo a los marcianos. Finalmente, en la Tierra, la secretaria adjunta de la ONU también trata de averiguar qué diablos pasó con la nave explotada. No se priva de aplicar tormentos a un sospechoso. Al parecer, hay una gran conspiración en marcha que involucra devastadoras armas biológicas. Algo podrido se está tramando en los astilleros George Bush.

Tengo para mí que todas las Space Operas le deben algo a Star Trek. Aquí, los marcianos han logrado desarrollar sistemas de invisibilidad, como los pájaros de presa romulanos. Pero The Expanse carece de la nobleza y magnificencia de su predecesora. En el espacio, la vida es cruel, dura y sucia. No existe propulsión por curvatura del espacio-tiempo ni velocidad warp; los viajes con, acaso, motores plasma generan tremendas fuerzas G que obligan a los tripulantes amarrarse al asiento y consumir drogas. La humanidad es, básicamente, mestiza, por ende su piel es más morena. Se popularizaron las familias múltiples; uno puede tener seis madres o más. No se trata, quiero decir, de un cuento de hadas intergaláctico, sino de un thriller político envuelto en una cautivante distopía. Vale la pena. El verosímil queda intacto.
Guillermo Belcore

Calificación: Muy bueno

miércoles, 7 de diciembre de 2016

Hacia la muerte

Amos Oz
Emecé. Edición 1984, 190 páginas. Novela

La falta de cariño genera extremistas. Una hipótesis espléndida. Detrás de la crueldad, estupidez y febril fanatismo de un monomaníaco hay un hombre excluido de las caricias y del amor, conjetura un librito -no es peyorativo- de Amos Oz (Jerusalén 1939), entregado por primera vez a la imprenta en 1971. Se propone un antídoto: “Se me ocurre que así como se tiene el derecho de respirar o expresar una opinión, cada ciudadano debería tener derecho a ser tocado por alguien. Y tal derecho debería extenderse incluso a los más ajados ciudadanos”, aparece en la página ciento treinta y cuatro. Una idea atractiva que merece ser considerada seriamente por nuestros diputados, esos pilares de la democracia.

Hacia la muerte incluye dos novelas cortas (Cruzada y Amor tardío) unidas por el tema mencionado. En la primera, el conde Guillaume de Tourón parte a la cabeza de un pequeño ejército de campesinos, siervos y forajidos desde su heredad cercana a Avignon rumbo a la Tierra Santa, deseoso de tomar parte en su liberación y encontrar paz en su espíritu. Alivia la aflicción del noble torturar y asesinar, con fría alegría, a los judíos que va encontrando en su camino. Corre el año 1096.

En la segunda parte, volamos hasta el Israel actual. Oímos la voz de un veterano conferencista, casi ridículo, totalmente redundante. El Departamento de Cultura del Movimiento de los Kibbutz intenta que se jubile, pero es un esfuerzo en vano. Shraga Unger es un hombre con una misión en la vida: denunciar la perversidad de la Unión Soviética. Viaja de aquí para allá para, después de la caída del sol, adormecer a grupitos de jubilados con sus charlas sobre el plan de los bolcheviques para exterminar al pueblo judío como primer paso de la destrucción del mundo. ¡Vaya pelmazo! 

Ambas cruzadas conforman una alquimia perfecta. Hacen de la lectura un placer de la primera a la última página. La primera nouvelle sobresale por su prosa tersa y elegante; la segunda por las ideas en juego y el humor fino. Oz, uno de los escritores esenciales del Estado hebreo, tiene razón en casi todo: hay una relación promiscua y perversa entre calor y humedad (en Tel Aviv o en Buenos Aires); las palabras parece que tuvieran dientes, se cierran en la carne; es terrible, terrible y humillante, vivir durante años sin tocar a nadie ni ser tocado.
Guillermo Belcore

Calificación: Bueno


domingo, 27 de noviembre de 2016

La caza del carnero salvaje

Por Haruki Murakami
Tusquets. Novela, 380 páginas. Edición 2015

Además de eterno candidato al Nobel, Haruki Murakami (Kioto, 1949) es el campeón del llamado universo tubifex. ¿Qué es esto? Un cosmos con una lógica distinta donde, por ejemplo, puede haber dos lunas en el firmamento, una de las cuales es verdosa, sin que nadie se haga preguntas.

Tanto la excentricidad de las historias, como las metáforas insólitas con las que decora los textos, resultan encantadoras. Sus personajes parecen concebidos por un demiurgo bromista y cruel (como aquél que ha creado la humanidad, pero no tan malvado). En términos artísticos, el universo tubifex ha implicado la renovación del realismo mágico. La buena literatura no sabe de fronteras.

Tusquets reimprimió por fin la tercera novela de Murakami (tiene trece en su haber), que fue entregada a la imprenta en 1982. Uno podría suponer que es defectuosa por inmadura, pero sería una suposición equivocada. Se trata de una de sus composiciones mejor logradas, cuya prosa es tan suave como una tarde de primavera.

El interés nunca decae. Al comienzo del libro, se perciben ecos de Raymond Carver, pues la banalidad cotidiana de un joven publicista, que arrastra una fracaso matrimonial y se encapricha con una chica por sus orejas (sólo en Japón, o en un libro de Murakami las orejas femeninas pueden ser hechiceras), va urdiendo un sentido trascendente. Al final de la obra, se evoca a Stephen King: nos enfrentamos a lo que podría definirse como un caso de posesión demoníaca. ¡Y los muertos hablan!

La trama nos lleva hasta el despoblado interior de la isla de Hokkaido. Allí el frío suele provocar estragos. Vamos en busca de una perturbadora especie de carnero que obsesiona a un pez gordo de la ultraderecha. El tiempo apremia. La cacería es fascinante. Al fin de cuentas (Murakami ha leído también a Melville) la vida de verdad consiste en andar dando vueltas detrás de algo.
Guillermo Belcore
Publicado hoy en el Suplemento de Cultura del diario La Prensa.

Calificación: Bueno


domingo, 20 de noviembre de 2016

Aquí estoy

Por Guillermo Belcore

"La población de judíos en el mundo es comparable al margen de error del censo chino y todo el mundo nos odia".
 Irv Bloch

Con la ambición no basta. Jonathan Safran Foer (Washington D.C., 1977) ha querido añadir al universo una novela oceánica, memorable y reflexiva sobre la condición judía y la naturaleza del amor matrimonial. Se acercó bastante al objetivo sólo en el último punto. Al escritor de moda le salió una novela hinchada, difícil de concluir, cuyo telón de fondo resulta más interesante que la historia principal.

Aquí estoy (Seix Barral, 717 páginas), dijo Abraham al Señor cuando se disponía a sacrificar a su primogénito. El título alude a la disposición del creyente judío a estar totalmente presente, sin condiciones, ni reservas, ni necesidad de explicaciones ante las demandas de la religión. La misma actitud espiritual es la del padre o la madre amantísimos. Estar totalmente presentes para los hijos. Sobre esa roca firme, el celebrado y exitoso Foer (sus dos novelas anteriores llegaron a Hollywood; su ensayo a favor del veganismo fue un best seller) edifica su esperado retorno a la ficción (tardó diez años).

El curso principal de la narración es la descomposición del matrimonio entre Jacob y Julia Bloch, la quintaesencia de la burguesía judía de Estados Unidos. El es guionista de una serie de entretenimiento que detesta; ella, arquitecta frustrada. Tienen tres maravillosos hijos que se pasan el día pegados a una pantalla y un perro viejo con incontinencia. Viven en Washington D.C. con todo lo que la prosperidad moderna puede ofrecerles al alcance de la mano, terapeuta incluido, pero -como se sabe- tener más de lo que uno necesita puede resultar confuso.

El abuelo de Jacob -Isaac- es sobreviviente del Holocausto, su padre -Irv- un activista de las redes sociales que vocifera verdades sobre los enemigos de Israel, no sin un punto de racismo antiárabe ("Una opinión no puede estar equivocada"). La madre -Deborah- teje y desteje en silencio. Una familia común y silvestre, bah. Con la obstinación de un talmudista que persigue la voluntad de Dios, Foer somete a escrutinio el proceso de vivir con sus negociaciones interminables y sus pequeños ajustes. El decaimiento de todo lo que ha sido firme. El fin de los simulacros en una relación basada en el amor.

GUSTO A POCO

En los mejores momentos, la trama ofrece una poética del matrimonio y va al hueso del asunto ("¿Cuántas parejas son capaces de ver un progreso en el simple hecho de seguir como siempre?"), pero el lector no puede desprenderse de ese regusto a poco, a tormenta en un tubo de ensayo, con sus diálogos enervantes en fondo y forma (estilo ametralladora, al que no le cabe la teoría del iceberg de Hemingway). Que hoy en día una pareja se separe después de dieciséis años de convivencia sin grandes desdichas no es cosa de otro mundo. Pasa todo el tiempo. Como se admite en la página doscientos sesenta y tres, "la vida es lenta y en absoluto dramática y estimulante, a excepción de los momentos que la mayoría de nosotros haría cualquier cosa por evitar". ¿Por qué amonedar algo tan pedestre en novela?, cabe preguntarse.
La trama se hunde, además, en una psicología de aficionados, centrada en la neurosis de la vida actual. La verdad es que la sonda nunca llega al fondo del alma humana. Foer no es Updike ni Roth. Los personajes judíos nunca consiguen ser tan fascinantes como los de Isaac B. Singer.

El segundo núcleo incandescente aparece demasiado tarde, después de la página trescientos. Un sismo devasta Tierra Santa y anima a los países islámicos a atacar a Israel. Se forma una gran coalición que pone en peligro la existencia del Estado hebreo. Los judíos de la diáspora son interpelados, sobre todo los estadounidenses "que, excepto practicar el judaísmo, harían cualquier cosa para instilar un cierto sentido de la identidad judía a sus hijos". Jacob presta atención al toque de shofar y decide partir hacia Medio Oriente, aunque sabe que a un mequetrefe como él lo enviarán a hacer bocadillos para los guerreros.

Semejante calamidad global cumple un papel secundario, como dijimos, de telón de fondo del divorcio de los Bloch. El lector curioso se queda con hambre de ahondar en la distopía. No obstante, la guerra de Israel contra el mundo islámico sirve como acicate para la reflexión sobre uno de los temas centrales de la existencia judía desde sus orígenes y no porque lo hayan querido así: la supervivencia. Digámoslo sin ambages, si hay algo que reivindica el libro es su excelencia como novela de ideas.

Todo lo que ha pasado puede volver a pasar, es probable que pase, tiene que volver a pasar, pasará, escribió Foer. Para los hijos de Sion, hoy es más importante ser fuerte que tener razón. O que ser bueno. "No necesito ser luz y guía para el resto de las naciones del mundo, lo que necesito es no arder en llamas", postula en defensa de un país con el tamaño de una uña, rodeado por enemigos psicópatas y donde hace un calor asfixiante.





INFLUENCIAS

Se ha escrito mucho sobre la influencia literaria en el apogeo de las series. Aquí hablaremos del camino inverso. Se perciben ecos molestos de la televisión en la prosa de Foer. Hay un intento por ser siempre chistoso, ocurrente y brillante en los diálogos que evoca a los guionistas no al literato. Tal afán no siempre es tocado por el éxito. Cansa, como cualquier persona obsesionada con hacerse el listo. Hasta los niños hablan como cómicos del stand up. Se abusa de otro tópico, el humor judío que consiste en mofarse de uno mismo.

La escritura viene salpimentada con datos curiosos, como que existen más partidas de ajedrez posibles que átomos en el universo o qué maravilla semántica son los autoautónimos (palabras que son sus propios antónimos) como conjurar (invocar a los espíritus, pero también alejar un peligro) o alquilar (poner o tomar una casa en alquilar) o sancionar (una ley o a quien no la cumple).


El viejo truco posmoderno de la yuxtaposición también hace chirriar los dientes. En un mismo capítulo, Foer salta como acróbata enloquecido de la masturbación compulsiva de un adolescente al Holocausto. Es una argucia desagradable. Mejor empleados son los recursos del flashbacks, las historias tangenciales y la información añadida que, si bien no hacen avanzar el argumento, permiten entender las motivaciones. Redondeando, Foer no descuella aquí como estilista. Quiere desesperadamente ser moderno.

Esto no significa que Aquí estoy no merezca ser leída. La confrontación de ideas se impone con holgura a los ripios narrativos. Hay discursos excelentes, como el del rabino joven en el funeral de Isaac. Si alguien le enrostra al bueno de Jacob que no cree en nada, que es incapaz de morir por algo, las respuesta es inspiradora. La compartimos:

"¿Qué tiene de malo ganarse la vida más o menos bien, alimentarse con comida más o menos buena y aspirar a llevar una existencia tan ética y ambiciosa como permitían las circunstancias? Jacob lo había intentado y se había quedado corto en todos los sentidos, pero ¿según que tablas? (...) No hay menos devoción en el agnosticismo que en el fundamentalismo, y a lo mejor había destruido lo que amaba por no haber sabido ver la perfección de lo que era más o menos bueno".
Publicado en el Suplemento de Cultura del diario La Prensa.

Calificación: regular

domingo, 6 de noviembre de 2016

Nueva York, fermentada en su decadencia

Por Guillermo Belcore

El dinero es una estupidez pero no tiene nada de malo.
G. Hallberg


Una llama blanca y brillante aviva la literatura de Estados Unidos, la más heterogénea y entretenida del globo. Ese fuego es la ardiente ambición de escribir la Gran Novela Americana. Puede que el afán artístico por lo monumental se empariente muy lejanamente con la megalomanía comercial de, digamos, los hoteles de Las Vegas o las monstruosas pirámides de los vendedores de hamburguesas. Perseguir la grandeza forma parte de la identidad nacional al norte del Río Bravo y al sur del San Lorenzo. No obstante, en términos literarios tiene una implicancia gloriosa: la narración según los modelos de Tolstoi y de Dickens sigue viva y provocando placer. ¡Larga viva a la novela oceánica!

He aquí otro caso notable. Random House ha traído a la Argentina la descomunal ópera prima de Garth Risk Hallberg (Louisiana, 1978). En casi mil páginas, Ciudad en llamas pinta un fresco fascinante de la Nueva York de los setenta, en particular de los meses que van desde la Nochevieja de 1976 hasta el gran apagón de 1977. Es decir, un joven escritor sureño aplica la lupa sobre la Babilonia contemporánea, fermentada sobre su propia decadencia (¡ay!, son dolorosos los parangones con el Area Metropolitana de Buenos Aires de 2016), y sobre la efímera explosión de la cultura punk, los auténticos herederos del anarquismo y la Revolución. No future. Los ciudadanos más jóvenes ya no creen en el progreso; los más viejos están aterrados.

Pero, en rigor de verdad, el mastodonte porta en el lomo más que seis meses de historia viva. Hallberg hace uso y abuso del procedimiento de la analepsis, para que todas las piezas del rompecabezas que conforman una personalidad vayan encajando hasta que no queda ningún misterio sin resolver. Viajamos a los cincuenta, a los sesenta, al año del Bicentenario. Hacemos breves visitas a las montañas heladas de Vermont, a un valle soleado de California, a la calurosa pradera de Georgia.

Antes de ingresar a la galería de caracteres, hay que insistir en que la Nueva York imaginaria o documental es otro personaje clave. Como Gotham en la serie homónima o en The Dark Knight. Con sus barriadas degradadas a distopías (Bowery, East Village, Bronx, Hell"s Kitchen, el de Darevil), sus empresas y autoridades corruptas, su bancarrota fiscal. La omnipresencia de las drogas, ocupan el mismo lugar que en el Medioevo ocupaba Dios. Ante semejantes desmesuras se entiende por qué la novela debía ser grande. Historia, escenarios, amores contrariados, desastres personales y colectivos, política, campos de batalla de la alta burguesía, todo entremezclado en un universo regido por la entropía.

Demasiadas casualidades


Merece elogios la destreza con la que Hallberg va enlazando los destinos individuales, aunque el final de la novela queda la impresión de que hubo demasiadas casualidades y giros inverosímiles, lo que suele denotar déficit de invención. Las conexiones entre esos puntos -de diferentes clases sociales- se va enriqueciendo con las distintas texturas urbanas (ya lo dijimos, el libro es riquísimo en detalles).

El núcleo incandescente son los dos balazos en la cabeza que recibe Samanta Cicciaro, una chica punki, en un parque público durante la Nochevieja de 1976. Puede que sea un asalto que se torció o bien forma parte de una gran conjura terrorista (u otra cosa). El enigma es el motor que hace avanzar la trama. Queremos saber quién apretó el gatillo.

Uno de los personajes principales se llama William Stuart Althorp Hamilton-Sweeney, un príncipe de Nueva York, heredero de unas las mayores fortunas de la ciudad, pero al mismo tiempo pintor frustrado, drogón e inadaptado, factotum de una piojosa bandita punk (Ex Post Facto). Su novio es Mercer Goodman, afroamericano, profesor de letras, que llegó desde la diminuta Altana, en Georgia (¿alter ego de Hallberg, o en realidad es Charlie Weisbarger, el adolescente judío que juega a hacerse el rudo). El marido de su hermana Regan (Keight Lamplighter, un asesor financiero capaz de venderle bifocales a un ciego) se degrada en amante de Samantha, a pesar de que la dobla en edad y la chica es menor.

Los malos de la película son los rabiosos hoplitas punk que se quedan con los despojos de Ex Post Facto y atraen la atención de Sam. En especial Nicky Caos, creador del Falansterio Post Humanista, que ya no quiere cambiar la cultura con otra cultura, sino abrirse paso a codazos, redimir la demanda de desorden del sistema.

"Si empeoras las cosas, la gente se rebela; necesitan despertarse y saber que nadie piensa en ellos", postula el gurú mugriento. Acción directa, más o menos en complicidad con un tiburón de las altas finanzas del grupo Hamilton-Sweeney. Amory Gould, tío político de William y Reagan, es el Hermano Diabólico, la esencia del poder económico, sin escrúpulos, pero con estilo, y de las maléficas multinacionales, que nada tienen que ver con el libre mercado que enseñan los libros de texto.

Completan el elenco Larry Pulaski, un detective eficaz del Departamento de Homicidios, con polio y buenos modales; Richard Groskoph, periodista de investigación que considera que el orgullo rastrero y el sufrimiento forman parte de la dignidad de su oficio; y su vecina, la vietnamita atormentada Jenny Nguyen. Desde la radio, Zig Zigler azuza la rebelión cívica de la clase blanca oprimida (como Donald Trump hoy en día), el retorno de lo reprimido en nombre de volver a una Nueva York de 1954 ilusoria.

Episodio siniestro


Ciudad en llamas es pura narratividad que converge en un episodio siniestro de la Gran Manzana, durante el cual toda las reglas que rigen la convivencia se suspendieron: el apagón del 13 de julio de 1977. Le dedica casi ciento cincuenta páginas a esa orgía de violencia con un tufo de insurrección. Hollywood ya ha pagado un millón de dólares por los derechos cinematográficos de la novela, que se suman a los dos millones que cobró Hallberg como adelanto de la editorial Knopf. Esto también forma parte de la grandeza del arte estadounidense.

De alguna manera, el mamotreto de Hallberg desea reivindicar el viejo orden burgués, el de las familias estables, calles seguras y comodidades convencionales (carrera, posesiones, pareja), cuyo arte, a menudo, se limita a no repetir camisa y comida dos días seguidos. Hay un subtema formidable: el drama de enamorarte de una criatura salvaje y libre que no te necesita, como Samantha o William. Hay escenas escalofriantes: el aborto de Regan o el suicidio de Richard, por ejemplo.

Hasta aquí Hallberg sólo había escrito cuentos. Su primera novela demuestra erudición (las páginas están perladas con citas), profundidad psicológica y una enooorme capacidad para relatar el mismo hecho desde distintas perspectivas y para la reconstrucción histórica.

El texto también seduce al lector maduro por la nostalgia. Es una composición artística pormenorizada y con buenos diálogos que quiere decirnos algo de la época, de Nueva York, de Estados Unidos incluso. No descuella, empero, el autor por su dominio de la metáfora. Los párrafos son macizos como el mármol, demandan mucha atención. Como una concesión a la posmodernidad -y a guisa de interludio-, se injertan materiales de otras procedencias con diferentes tipografías como un fanzine (revista alternativa), artículos periodísticos, una carta manuscrita.

Mil páginas, naturalmente, no son para cualquiera, máxime en esta época donde la noción de placer literario implica, por desgracia, comodidad. Incluso los críticos -intelectuales a los que les debería gustar mucho leer mucho- escapan a las criaturas monumentales, como las que ensamblan un Pynchon o un Irving. Pero el armatoste de Hallberg, aunque carece de fulgor lírico, ofrece recompensas al lector hedonista. No es perfecto, es muy interesante.
Publicado en el Suplemento de Cultura del diario La Prensa.

Calificación: Muy bueno.


domingo, 16 de octubre de 2016

Las chicas

Por Guillermo Belcore

El subgénero chick lit es una moda intrascendente (¿hay alguna que no lo sea?) que ha pretendido recorrer el mundo secreto que habitan las menores de treinta. Hasta donde uno sabe, no engendró ni una sola obra memorable. Sólo animalitos defectuosos, adocenados, planos como los dibujitos animados. Hasta que llegó el glamoroso debut artístico de Emma Cline (Sonoma, 1989). Al fin, una sonda formidable arrojada a las profundidades psicológicas de las adolescentes, a ese delicado hervidero de amor.

"Pobres chicas. El mundo las engorda con su promesa de amor. Cuánto lo necesitan y qué poco recibirán jamás la mayoría de ellas. Las canciones pop empalagosas, los vestidos descritos en los catálogos con palabras como "atardecer" y "París". Y luego les arrebatan sus sueños con una fuerza violentísima; la mano tirando de los botones de los vaqueros, nadie mirando al hombre que le grita a su novia en el ómnibus", se establece en Las chicas (Anagrama, 336 páginas).

La señorita Cline, discípula del gran Richard Ford, indaga no sólo en el tormentoso camino a la madurez -con su sensibilidad hasta la locura- de las mujeres. En su primera novela, también ha colocado sobre la mesa de las autopsias al espíritu loco de fines de los sesenta. Viajamos a California, a tiro de piedra de San Francisco, un edén con la mayor densidad de chiflados del planeta. El antiquísimo rostro de la herejía emerge entre los vapores de la marihuana y de los alucinógenos. Gurúes tan carismáticos como peligrosos avivan el deseo perverso de fundar un nuevo tipo de sociedad, de arrojarse a la corriente de agua más rápida. Disparates, que se consumen como verdades reveladas, cunden por doquier. Comer carne es comer miedo y comer miedo, engorda. Imágenes aztecas cuya mera contemplación te vuelve más inteligente. Los illuminati se comunican entre ellos por medio de los billetes de un dólar.


EN LA SECTA


En ese ambiente de estupidez y credulidad infantil, hay una chica que demanda lo que demandan todas: atención, afecto y pertenencia. Encuentra un sucedáneo de la solidaridad en una secta roñosa y diminuta, que comanda un tal Russell, un vaquero repulsivo, explotador y resentido, pero con un discurso (¡ah, el misterio de la voz humana!) con el magnetismo suficiente como para atraer a una harem de chicuelas y a una estrella del rock. Evie Boyd evoca ese verano inolvidable, esa experiencia decisiva de sus años mozos, ese hecho capital que define toda una vida (sólo hay uno para cada persona, según Sartre). 

La novela va y viene en el tiempo. Del presente a 1969, año en que la secta de Russell perpetra una matanza, que se narra con un desapego y una destreza admirable. Al parecer, Cline ha querido reinterpretar las tropelías de Charles Mason y su feligresía, ""dócil como monos de laboratorios drogados"". ¿Es raro que la gente ame a unas criaturas que pueden hacerle daño?, nos recuerda la autora.

Algo hay que decir de la prosa. La debutante Cline (¡recibió dos millones de dólares por su manuscrito!) demuestra, sin dudas, talento chejoviano para los caracteres. Algunos párrafos relumbran como si un artesano le hubiese aplicado un cromado, pero nos escupen en la cara algunas combinaciones imposibles, por lo feas. Nos resulta imposible dilucidar si la culpa es de la impericia de la escritora o de la traducción. Verbigracia: "vacío estrellado", "popurri revenido", "nerviosos apartes".

Básicamente, la potencia estética de la novela surge de la fuerza de la trama y del talento para descifrar los misterios de la adolescencia y de los sectarios. La lectura siempre es grata y absorbente. Se trata de una historia de perdedores. Y perdedoras. Se puede colegir que las mujeres jóvenes hambrientas de amor -que creen que sólo los sentimientos son fiables- son la especie más desdichada del universo.
Publicado hoy en el Suplemento de Cultura del diario La Prensa.

Calificación: Muy bueno

lunes, 10 de octubre de 2016

El fin de los días

Estableció Jorge Luis Borges: “…No esperes que el rigor de tu camino/ que tercamente se bifurca en otro,/ que tercamente se bifurca en otro/, tendrá fin. Es de hierro tu destino…” La idea del poema Laberinto se prolonga en un magnífico cuento. El Jardín de senderos que se bifurcan nos recuerda que cada destino abarca todas las posibilidades. Fue A, pero pudo haber sido B. ¿Qué hubiera pasado si?… es un ejercicio intelectual fascinante, ya sea aplicado a nuestra propia vida o a la Historia. La escritora Jenny Erpenbeck (Berlin Oriental, 1967) usa los contrafactuales como procedimiento de una novela que el Ministerio Federal de Relaciones Exteriores de Alemania ha querido promocionar en la Argentina. La fórmula, a la sazón, es lo mejor de El fin de los días (Edhasa, trescientas siete páginas).

La señora Erpenbeck ha encerrado en su libro casi cien años. Desde fines del siglo XIX hasta la estrepitosa caída del Muro de Berlín. Viajamos a Brody, ciudad fronteriza de la extinta Galitzia Lodomeria, el confín del Imperio Austrohúngaro. Una familia mixta es golpeada por la tragedia, muere su bebita. El padre, funcionariogoy de la escala más baja, huye a América; la madre, judía, se deshonra en la prostitución. En el segundo capítulo, la niña no muere. Todos dejan la provincia oriental para intentar salvarse en Viena, como en un gran banco, sin sospechar que ese barco estaba empezando a hundirse. La Primera Guerra Mundial ha concluido con el colapso de las Potencias Centrales y cunde en Austria el hambre y el antisemitismo. La niña crece y se hace escritora revolucionaria. Emigrará años después a la Unión Soviética con su marido. Serán dos víctimas más de un paranoico llamado Stalin. En el Libro IV nuestra chica sobrevive por un pelo a las purgas, se convierte en una heroína de la República Democrática Alemana, pero poco antes de alcanzar la sexta década de vida la camarada H se rompe el cuello en un accidente doméstico. En el tramo final de la novela, la señora Hoffmann no se resbala en la escalera y puede asistir, con noventa años de edad, al derrumbe del mundo comunista. Ingenioso, ¿no? El azar rige nuestra endeble existencia.

Los giros argumentales, en verdad, rescatan una novela fragmentaria, pueril por momentos, cuya prosa no se destaca por su belleza ni por su sabiduría. No hay mucho que subrayar por aquí. Es verdad que Erpenbeck conserva esa espléndida pasión centroeuropea por desmenuzar la carga de la Historia, pero lo hace sin brillantez.  Además, incurre en una de las tecniquerías más desafortunadas: el goteo de frases. Al margen de la forma, no puede dejar de elogiarse la descripción de la crueldad y estupidez de los regímenes comunistas. Al igual que en la Argentina que ha concluido en diciembre, en Moscú o Berlín oriental “las palabras hace mucho que ya no eran del todo reales, como un paquete de harina o un par de zapatos, han fracasado, además de ser totalmente insostenibles desde el punto de vista económico”.
Guillermo Belcore
Publicado en el Suplemento de Cultura del diario La Prensa.

Calificación: Regular



miércoles, 5 de octubre de 2016

El hombre común y otros ensayos sobre la modernidad

G.K. Chesterton

Lohle-Lumen, 235 páginas. Edición 1996. Ensayos de filosofía y arte.

Hay que leer como niños. ¿Qué significa esto? El lector debe establecer de inmediato su derecho directo y divino a disfrutar la belleza, sin retóricas ni preguntas que surgen de las falsas moralidades y filosofías. El niño lleva en su cabeza una definición correcta y completa de la función del arte y su naturaleza; con el agregado de que es completamente incapaz de decir, siquiera a sí mismo, una sola palabra sobre el asunto. Se trata de introducirnos en el propio y legítimo reino de la imaginación.

El lector perspicaz habrá deducido que éste principio de toda crítica de arte sana proviene de Gilbert Keith Chesterton (Camdem Hil 1874-1936). El principio sostiene la necesidad del lector (el televidente o el observador) de abandonarse a esa condición espiritual -o intelectual si se prefiere- de “admiración combinada con la serenidad total de la conciencia en la aceptación de las maravillas”. Implica lo que siempre hemos postulado en este blog: la lectura hedonista, alejada de cualquier moral (falsa) o prejuicio estético.
Es raro que un moralista católico de principios del siglo XX se pronuncie por el hedonismo. Pero es que Chesterton fue un bicho raro. Fue un católico inglés, lo que implica moderación y talante democrático. Fue una especie de santo y de sabio, que ofreció una cantidad de buenos argumentos a favor de tolerar y promover la religión en el atolondrado mundo moderno, suficientes como para llenar una catedral. Fue un escritor brillante y un polemista formidable. Fue un esteta cabal que creía conveniente ornar los textos con paradojas para sorprender y persuadir. Por otro lado, si hay un populismo que uno podría suscribir sin problemas aún hoy es el de Chesterton. Es el populismo que defiende al hombre común y a ciertas tradiciones frente a las elites de todo tipo (especialmente los intelectuales) y frente a ciertos modernismos.

Cada una de estas virtudes chestertonianas dicen presente en un librito publicado en 1996. Gracias al Cielo, lo encontré en una librería de viejo frente al Parque Centenario. Lo devoré con la avidez y la fruición con que un náufrago se sacia de agua y alimentos. El hombre común pide a gritos su reimpresión.

Cualquiera de los cuarenta y cuatro miniensayos que contiene el tomo da pie para una reflexión. No quisiera abrumar. Basta mencionar algunos de los temas que aborda un pensador esencial: la risa, Shakespeare, Henry James, Dickens, el Doctor Johnson, Tolstoi, Walter de la Mare, Nietzsche, los peligros de la nigromancia, el nacimiento de la religión de la raza, la necesidad de una educación cristianismo, el patriotismo, la primacía de las novelas policiales por sobre las obras de filosofía, la vulgaridad y el vandalismo, qué hubiera pasado si Juan de Austria se hubiera casado con la reina María de Escocia…

Notó Chesterton algo que los poetas han sabido desde siempre: el lenguaje encomiástico es tremendamente limitado. Por eso, añadamos un último elogio a la reseña. Leer a Chesterton causa una enorme felicidad.
Guillermo Belcore


Calificación: Excelente


PD: Naturalmente, no es él unico libro de Chesterton que este blog recomienda:
http://labibliotecadeasterion.blogspot.com.ar/2014/03/la-era-victoriana-en-literatura.html 
http://labibliotecadeasterion.blogspot.com.ar/2010/10/la-sabiduria-del-padre-brown.html

 

domingo, 18 de septiembre de 2016

Eres hermosa

La denuncia no es nueva (y no está probado que haya dado en el blanco).  Los villanos son la publicidad y los videojuegos violentos obscenamente realistas. El efecto que provocarían es un deletéreo “exceso artificial de estimulación”. La cultura general lleva mucho tiempo usando despreocupadamente el sexo para atacar el cerebro de los hombres jóvenes (a fin de vender una determinada marca) que la sociedad ya tiene perfectamente aceptado esta práctica diabólica, pontifica un escritor estadounidense de culto. Nuevos artificios añadirían más leña al fuego. Nuestros impulsos animales más primitivos se ven alimentados por ciertos cambios radicales en la tecnología moderna. La adicción a la excitación se ha convertido en una nueva normalidad, nos advierte en su novela más reciente, dedito en alto, Chuck Palahniuk (Pasco, 1962).

A partir de esta sospecha paranoica, el crédito de Portland ha construida una sátira tan potente como grotesca, que va diluyendo su interés con el correr de las páginas, por culpa de los interminables disparates y  descripciones lúbricas. ¡Atención lectores de sensibilidad delicada! Eres hermosa (Random House) contiene, probablemente, la más detalladas descripciones de orgasmos femeninos de la literatura seria de este siglo. Es, de alguna manera, una suerte de Cien sombras de Grey para gente chic. Porque la gente chic adora a Palahniuk. Es un escritor de moda.

Se narra en el libro una conjura de dimensión planetaria. Cornelius Linus Maxwell, el hombre más rico del mundo, provoca una revolución con un vasto surtido de juguetes sexuales para que las mujeres alcancen el paroxismo con una calidad y en una cantidad sin precedentes. El tejido social se rompe en mil pedazos; hay disturbios sociales y millones de historias de agonía orgásmica por doquier. Para la mitad de la población es como Un mundo feliz de Aldous Huxley, pero el soma se consume por las cavidades íntimas.

Maxwell ensaya sus cachivaches tántricos con Penny Harrigan, una buena chica de Nebraska, abogada posfeminista, que persigue un futuro glorioso en Manhattan. Se convierte en novia (es una manera de decir) del magnate por obra de la casualidad y termina convirtiéndose en vengadora de millones de mujeres esclavizadas por un placer enfermizo, entre ellas la jefa de la Casa Blanca, la reina de Inglaterra, la actriz más hermosa del mundo, todo el equipo olímpico de Estados Unidos, la mejor amiga y la propia madre campesina de Penny. Así de desaforada es la imaginación de Palahniuk.

Si bien las leyes de la sátira exigen que se carguen las tintas sobre determinados rasgos negativos, aquí hay excesos de toda índole que estropean una novela cuyo destino, quizás, debió haber sido de cuento largo. Está muy bien, no obstante, la crítica (provinciana) a las costumbres de los neoyorquinos, el repudio (puritano) al lujo ostentoso, el desprecio por las revistas de supermercado (Palahniuk trabaja como periodista independiente) y el aborrecimiento (pequeñoburgués) de la plutocracia. En cuanto al estilo, Palahniuk es una suerte de Vonnegut tardío. No carece de inteligencia, ni escribe mal, pero las densidades estilísticas y temáticas brillan por su ausencia. El humor tiene sus altibajos, va de lo delicadamente irónico a escenas burdas que parecen robadas de la saga ’Porky’s. Quizás el gran problema aquí es que la escritura no sabe sugerir; da la impresión de que el autor no quiso ahorrarnos truculencia alguna. Ser aburrido es decirlo todo, estableció Voltaire. Es la defecto típico de la pornografía. Hablar sin parar y a los gritos. Para usar una metáfora palahniukiana, la novela chirria como los herrajes oxidados de una puerta que se abre para revelar un lugar espantoso.
Guillermo Belcore
Publicado en el Suplemento de Cultura del diario La Prensa

Calificación: Regular

PD: Fiel a la premisa políticamente correcta que sostiene que a un autor en boga no se lo critica, El País de Madrid elogia esta sátira fallida: 

domingo, 11 de septiembre de 2016

Las fauces abiertas de la América verde

Así como el Ulises ubicó, con una catedral de palabras, la fisonomía de Dublín en la literatura universal, Pretérito perfecto hizo lo mismo hace más treinta años con nuestra San Miguel de Tucumán. Es increíble que el establishment literario de Buenos Aires haya ignorado una de las mejores novelas oceánicas del siglo XX. 

POR GUILLERMO BELCORE

Puede producirse una gran novela en una época, en un país. Esto no significa que en esa época, en ese país, exista realmente la novela. Para hablar de la novela es menester que haya una novelística, sentenció Alejo Carpentier en Tientos y diferencias. Y eso es precisamente lo que ocurrió en América latina a partir de la segunda mitad del siglo XX. El mundo observó encantado y compró el ‘boom’. Surgió un movimiento, acelerado por una panda de escritores talentosos, empeñados en una labor paralela, semejante o antagónica, con un esfuerzo continuado y una constante experimentación de la técnica. Vargas Llosa, Cortazar, Fuentes, Roa Bastos, Guimaraes Rosa, Carpentier, Donoso inscribieron la fisonomía de sus pueblos (y de sus ciudades) en la literatura universal, olvidándose del tipicismo y costumbrismo, tal como hizo Joyce con Dublín. A la narrativa larga de Latinoamérica le salieron las muelas de juicio.

Este artículo arroja la hipótesis de que el último campanazo de ese proceso genial sonó en San Miguel de Tucumán en 1982, cuando Hugo Foguet (1923-1985) entregó a la imprenta una novela sublime que nada tiene que envidiar en ambición, destreza y exhuberancia en la dicción a las mejores del subcontinente. Suenen las trompetas: la obra maestra de Foguet acaba de ser reimpresa por la Editorial Universitaria Villa María. Hasta donde uno sabe, Buenos Aires ha ignorado olímpicamente a Pretérito Perfecto (Eduvim, 480 páginas), cuya virtud primordial es haber logrado reflejar el Jardín de la República como el Aleph refleja el universo. Es hora de remediarlo.

Antes de reseñar la trama y elogiar la prosa, es menester subrayar que las casi quinientas páginas (con letra apretada) encierran una novela total, desmesurada, grotescamente pretenciosa, cuyo lenguaje -al decir del propio Foguet- es una cosa viva, “más una planta que un animal. De la semilla de la palabra brotan ramas, hojas, tallos finísimos y complicados y extrañas y lujosas flores. El lenguaje sostiene al cosmos y sin la palabra el mundo cesaría”.

Barroquismo feraz


El tucumano Foguet es nuestro Conrad. Egresado de la Escuela Nacional de Náutica, recorrió el mundo como marino. Ese vagabundeo global enriqueció su mejor novela, repleta de alusiones a las filosofías orientales y las religiones de la India, corporizadas en la figura de un extraño gurú-pintor. También es nuestro Faulkner, empeñado en armar la genealogía de una familia prominente a media cuadra del trópico, “donde las almas son otro calicanto de melaza podrida“. Pero en lo que al estilo se refiere, es esencialmente ‘latinoamericano del boom’, por su apuesta formidable por un barroquismo feraz, regido por el desvarío, la curiosidad del intelecto y la sensualidad (hay páginas con un finísimo erotismo, místico incluso).

Se despliega el barroquismo en dos escenarios. El primero es el único rincón habitable de una casona en ruinas, cuyo apogeo data de 1910. Visita el historiador Ramón Furcade a una matrona centenaria en su dormitorio. El alter ego de Foguet hurga en la memoria de Clara Matilde de la Concepción Navarro Páez de Sorensen como “si buceara en una bahía donde hubiera naufragado una flotilla de galeones”. La anciana evoca hazañas y desdichas de cuatro generaciones de los Navarro Sorensen, descendientes de los guerreros de la Independencia y las luchas civiles, quintaesencia de la oligarquía azucarera. Árbol frondoso en un tiempo; hoy venido a menos por carencia de jugos nutritivos. La raza ha ido evolucionando. Del político hacendado liberal, hacedor de imperios, que no lo quitaba el cuerpo a un negociado, pero sin perder las buenas maneras y los ideales progresistas a los ubicuos hombres de negocios, pasando por una abatida rama de poetas románticos y nocturnos, y finalmente desemboca en otra generación perdida de idiotas del estruendo y la iconoclastia. Rebeldes y delirantes.

El “pretérito perfecto” de doña Clara es una crónica de privilegios y esplendor. La platea de su nostalgia es una ciudad “que gesticula en los techos y patios de la Universidad y en los jardines de la Quinta Agronómica y el gobierno militar que responde a esa mímica con la retórica del garrote”. Estamos en 1972, año del ’Tucumanazo’. La imposibilidad de entenderse entre las generaciones, de hablar un mismo idioma es uno de los grandes temas de la novela. Las reflexiones sobre el lenguaje (¿Es la envoltura de las cosas? ¿Es la cosa misma?) son ubicuas y persistentes. ¡Foguet dedicó la novela, entre otros a George Steiner!

Tertulianos


El segundo proscenio del libro es la serie de tertulias a la que asisten bisnietas y otros descendientes de Doña Clara, junto a una pandilla de intelectuales provincianos de lo más divertidos, cultos y elocuentes que escarban en el helenismo, en dos siglos de la cultura francesa, en las ciencias sociales, como el “gallo picotea en el comedero de lata” (Foguet expone un criollismo algo voluntario pero nunca ostentoso, diría Borges). Otros ámbitos del mundo, en efecto, colorean las fascinantes y copiosas conversaciones en caserones, cementerios o en antros, como ’La cueva de la lechuza’, borrachería, comedero y foro de poetas norteños. Nada de la cultura universal resulta ajeno a estos capítulos, procedimiento que es insignia de nuestra mejor producción artística. Por decirlo con una metáfora: las fauces abiertas de la Argentina subtropical (como un caimán al sol) devora, procesa y regurgita todo lo que merodea en sus dominios.

Es increíble, doloroso y revelador (de la ignorancia de nuestro establishment literario) que una novela oceánica tan sustanciosa en filosofía y poética, tan desbordante en ideas y con tantos caracteres poderosos (¡ay!, el comisario Aníbal Molinuevo, un poliedro torturador) haya pasado inadvertida al sur del paralelo veintiocho durante las últimas tres décadas. Hay una potencia estética en la que debe insistirse: la riqueza verbal de Foguet es admirable. Cada párrafo tiene lo suyo. Alguien se pregunta en Pretérito Perfecto si existe un cielo de palabras, un limbo donde esperan juiciosas su resurrección. Si existe, el conjuro para revivir esos vocablos que tienen peso y poder, y ocupan un lugar en el espacio es la escritura de novelas como la que aquí recomendamos encarecidamente. El legítimo estilo del barroco.
Publicado en el Suplemento de Cultura de La Prensa.

Calificación: Excelente 

domingo, 4 de septiembre de 2016

Las aflicciones

Pequeños milagros de la literatura. La belleza suele brotar donde menos se la espera. En un hospital de Filadelfia, por ejemplo. Un hematólogo eminente, nacido en la India y radicado en Estados Unidos, premiado por sus escritos médicos, invoca a los espíritus de Jorge Luis Borges y de Marcel Schwob, y concibe un libro extraordinario. Una verdadera obra de arte. Milagroso, ¿no?

Las aflicciones (La bestia equilátera, ciento cincuenta páginas) merece ser nominado para el rubro Imperdibles 2016. Bellamente narrado, con una prosa pitagórica, justa, tan anglosajona como borgeana en su estilo. Las frases fueron pulidas hasta que refulgen. No sobra una coma. El género, inescrutable. Un ensayo fraudulento o literatura fantástica. La gracia de la ambigua originalidad consagra el primer texto de ficción de Vikram Paralkar (Bombay, 1981). Una encantadora rareza.

Ha imaginado el doctor Paralkar que atesoran en la Biblioteca Central de cierto Imperio una obra portentosa, única sobre la Tierra, en trescientos veintisiete volúmenes, cada uno con su lomo perfecto, sus palabras límpidas y hermosas, con su propia estantería de teca y su mesa de lectura. Máximo, el boticario, es admitido como aprendiz, al servicio de la colosal Encyclopaedia medicinae.

 
Unos pocos capítulos narran la bienvenida que el Maestro Bibliotecario le prodiga a Máximo, como una suerte de introducción a la retahíla de enfermedades que describe la Encyclopaedia. Son tormentos que un Dios enfurecido ha arrojado sobre la humanidad. Por ejemplo: Amnesia inversa. Las fallas de la memoria no afectan al paciente sino a sus semejantes, primero a conocidos lejanos, luego a los vecinos, finalmente una amante despierta horrorizada y furiosa: '¿Quién es este tipo que apareció en mi cama?'. Allí el doliente comprende que ha sido borrado de toda memoria humana. Ni siquiera los galenos que lo tratan son inmunes. Al ser interrogados sobre sus informes, estos facultativos admitieron la letra como propia pero no recordaron haberlos escrito. ­¡Ja!

FICCION MEDICA


En la alfombra voladora de la ficción medica nos transporta, pues, el doctor Paralkar a los años fabulosos de la Edad Media. Las aflicciones no sólo es el fruto delicioso (desopilante por momentos) de una imaginación desbordante, también deviene de la erudición. Comercia con la filosofía, la historia y la antropología, entre otras disciplinas. No teme arriesgar, asimismo, un juicio teológico. Las yuxtaposiciones de cada breve relato son sublimes. Es uno de esos libros que se devoran con fruición.

Los lectores combativos encontrarán, incluso, orientación para interpretar a los hombres de la política que abusan de nuestra paciencia. Verbigraria: no parece aventurado colegir que cierto dictador caribeño hoy decrépito y cierta ex presidenta de los argentinos jaqueada por la Justicia -ambos aficionados a infligir a sus respectivos pueblos agobiantes discursos por cadena nacional- sufren de Aphasia floriloquens. Explica el texto que el mal es difícil de ubicar entre las "noventa y dos categorías de desequilibrios linguísticos conocidos por el hombre, puesto que es la única afasia caracterizada por un extraordinario exceso de discurso''.

También es posible concluir que en la Argentina de los últimos años afloró una terrible plaga. La Encyclopaedia establece que las víctimas de la Pestis divisionis descubren que "sus lealtades se disuelven para ser reemplazadas por otras. Forman sectas cuyas diferencias son tan profundas y agrias que cada persona abandona su hogar para unirse a sus nuevos hermanos. Estas diferencias nunca tienen que ver con la raza, la religión o el linaje; son meras ficciones impuestas por la plaga''. Añadimos nosotros que en nuestra Patria la epidemia se ha bautizado como grieta. Advierte Paralkar que el verdadero horror de la Pestis estriba en que el pueblo ya nunca se libra de sus cicatrices.

Guillermo Belcore
Publicado en el Suplemento de Cultura del diario La Prensa.

Calificación: Muy bueno

domingo, 28 de agosto de 2016

Estimado Sr M.

Es un hecho. No siempre estamos con ánimo de consumir Alta Literatura. Se establece en la más reciente novela de Herman Koch (Arhem 1953): 
"En esencia es como la misma comida en dos restaurantes distintos. A la derecha está el restaurante de las estrellas Michelin, a la izquierda un Burger King o un Mc Donald"s. No todos los días te apetecen bocados refinados, no siempre quieres llevarte a la boca un trocito minúsculo de foie presentado en un plato casi vacío. A veces te apetece una hamburguesa con panceta y queso fundido, un bollo blando y empapado, que la grasa te gotee por la barbilla. Pero eso siempre va acompañado de un sentimiento de culpa".

La metáfora no es del todo precisa. Es cierto que a menudo el lector de fuste gusta de darse un atracón con un entretenimiento ligero, es decir, sin densidades temáticas ni estilísticas; una buena historia bien narrada y punto, pero la ficción memorable es restaurante de cinco estrellas y sabrosa comida chatarra al mismo tiempo. Es todo para todos, como las Sagradas Escrituras, por eso perdura.

La cita del autor holandés, sin embargo, resulta útil para encarar el comentario de su última criatura. Pertenece a esa peculiar especie literaria que, a la espera de una mejor definición, llamaremos best seller de calidad, con cualidades y vicios parejos. No es un demérito. La lectura de Estimado Señor M. (Salamandra, 412 páginas, edición 2016) nunca deja de ser atractiva. Pero no se trata de Alta Literatura.

Aquí no hay un estilo en juego; no hay filosofía ni poética. Lo mejor que puede decirse de la escritura es que es transparente y amena. Es una novela ideal para regalar a aquellas personas que no leen más de cinco libros por año.

No conviene explayarse sobre la trama para preservar el efecto sorpresa. El nudo es el asedio que sufre un literato en decadencia por parte de un vecino, a causa de una de sus novelas (Ajuste de cuentas) que relata el supuesto asesinato de un profesor (abusador de menores y adúltero) en manos de dos de sus alumnos, chico y chica. Con suma destreza se van ensamblando, pues, tres líneas argumentales: el sutil acoso, la reconstrucción de un misterio que data de cuarenta años atrás, y la relación del escritor M. con sus colegas, el público y el arte en general. La arquitectura es ingeniosa; acaso lo más sofísticado de la novela.

El señor Koch descorre los visillos que ocultan las miserias de la industria editorial, esa otra hoguera de las más absurdas vanidades. Le canta un par de frescas a las sofocante corrección política de la Holanda progresista. Allí también un intelectual puede caer en desgracia si tiene el tupé de condenar a las dictaduras buenas, como la de los hermanos Castro. Al igual que en la Argentina, resulta conveniente alzar la voz contra una única especie de demonios, los que provienen desde la derecha. Son los muros, desgraciados, que han eregido los fariseos para coartar la libertad de expresión.

Koch, que saltó a la fama en 2010 con su novela La cena, ha sentido, por lo demás, la necesidad de decir algo sobre una herida que al parecer aún no ha cicatrizado en los Países Bajos, ese próspero pañuelito donde "los debates nacionales" son el pasatiempo favorito de la sociedad. La novela evoca la insignificante dimensión de la Resistencia holandesa durante la Segunda Guerra Mundial. 

Se mete también el narrador con el último tabú occidental: la diferencia de edad en las parejas. El escritor M. le lleva cuatro décadas a la esposa. Al profesor Landzaat (treinta años) le gustan las chicas de diecisiete. Qué horror. El enfoque es ambiguo, no obstante. Mucho más directas son sus horribles diatribas contra el cuerpo docente del liceo Spinoza. Se limita, aquí, a reproducir estereotipos. Llega a sostener que ser profesor es haber fracasado, es haber ingresado en "un rebaño de la más extraordinaria mediocridad". ¿Intenta captar Koch al público joven? ¿Lo habrá lastimado algún maestro?

El libro, para redondear, no carece de eficacia. Sencillísimo de leer, tiene humor y profundidad psicológica, sobre todo en lo que atañe a los adolescentes. Como se dijo, ornan las páginas alguna que otra opinión sagaz sobre el arte literario. Es decir, hace metaliteratura. En la página setenta y nueve se lee: "Un lector lee un libro. Si el libro es bueno se olvida de sí mismo; eso es lo único que tiene que hacer un libro. Si mientras lee el lector no puede olvidarse de sí mismo y piensa en el escritor constantemente, el libro es un fracaso. Esto nada tiene que ver con disfrutar de la lectura. Quien quiere disfrutar se compra una entrada para la montaña rusa".
Guillermo Belcore
Publicado hoy en el Suplemento de Cultura del diario La Prensa.

Calificación: Bueno

domingo, 21 de agosto de 2016

Aphasia floriloquens

El Moscardón Imaginario XLVII




Los interminables discursos de un dictador caribeño. Las agobiantes cadenas nacional de la ex presidenta de la Nación. Las peroratas en el Congreso. Los insufribles panelistas de los programas de chismes. Al parecer, tienen algo en común. Tienen síntomas de Aphasia floriloquens, según se desprende de un maravilloso librito de ficción que por estos días estoy concluyendo (Aflicciones, La Bestia Equilatera, ciento cincuenta páginas, edición 2016).

El médico-escritor Vikram Paralkar, con el lúdico espíritu de un Borges, imagina la existencia de una Encyclopaedia medicinae, celosamente guardada por insignes bibliotecarios. El volumen, cuyo lomo es perfecto, describe las más raras enfermedades del universo. Transcribo un párrafo de la página cincuenta y seis de Aflicciones:

"La aphasia floriloquens es difícil de ubicar entre las noventa y dos categorías de desequilibrios linguísticos conocidos por el hombre, puesto que es la única afasia caracterizada por un extraordinario exceso del discurso en lugar de su ausencia. Cuando quiere mandar una carta, el enfermo entra a una oficina de correos y se lanza a una disertación sobre la historia de la correspondencia, pasando por temas tales como las epístolas enviadas de Siria a Babilonia, las rutas de carruajes establecidas por Amadeo Tasso, las inscripciones en papiros transportados por los ríos de Africa del Norte, el pergamino que le mando Fabricio a Pirro alertándolo sobre un intento de asesinato... Sin embargo, le resulta absolutamente imposible pronunciar la sencilla oración `Necesito mandar una carta'''.

Da la impresión de que la aphasia floriloquens afecta especialmente a las mentalidades progresistas. Es lógico, mientras a la izquierda le encanta escuchar su voz, la derecha va a los bifes. Como sea, el oyente piadoso debería mostrar la próxima vez más tolerancia ante los hermanos Castro, Cristina Fernández, Luis Lusquiños, los periodistas de televisión, etc. Pobres, no saben lo que dicen.

G.B.