domingo, 15 de enero de 2017

El bosque infinito

POR GUILLERMO BELCORE

Cumplidos los ochenta años, Annie Proulx (Connecticut, 1935) entregó a la imprenta una obra maestra. Una memorable travesía por cuatro continentes y dos océanos que abarca más de trescientos años. Una denuncia convincente de la codicia, avaricia y gula del capitalismo. Una épica sobre el medioambiente, como elogió la crítica diaril. El bosque infinito (Tusquets, 843 páginas) es otra expresión magnífica de Su Majestad la novela oceánica, desbordante de sucesos e ideas. El árbol más frondoso y nutritivo del Parnaso literario.

 La señora Proulx (pronúnciese `Pru') es un caso raro de la literatura estadounidense. Escribe desde la adolescencia, pero empezó a publicar ficción después del medio siglo de vida. En este blog, ya habíamos elogiado nueve años atrás (cómo pasa el tiempo, ¿no?) la novela Un as en la manga, en la que expresa sus razonables preocupaciones ecológicas por los espantosos criaderos de cerdos en el pandhandle de Texas. Proulx recibió los dos premios más importantes de su país, el Pulitzer y el National Book Award, y saltó a la fama por la adaptación cinematográfica de uno de sus cuentos: Secreto en la montaña. No fue la £nica vez que el séptimo arte se apropió de sus escritos.

 En esta ocasión, Proulx ha inventado dos genealogías que comienzan en 1693 con la llegada de René Sel y Charles Duquet, en calidad de siervos, al Virreinato de la Nueva Francia esa extraña anomalía seteptrional que duró dos siglos y se extendía desde Quebec hasta Nueva Orleans. El contrapunto entre las familias le permite a la autora exponer a la luz de la razón una antinomia histórica, existencial y ética. Los mestizos descendientes de los Sel encarnan la visión ecológica de los pueblos originarios y soportan la explotación y el exterminio de los invasores blancos. La estirpe Duquet (luego Duke, para integrarse en calidad de plutócratas al torrente inmigratorio de Estados Unidos) es la quintaesencia de la rapacidad individual y empresaria que ha prosperado en esa entidad espiritual que llamamos Occidente so pretexto de cumplir un mandato bíblico: ``Están obligados a hacer uso de la Tierra''. Arrojó la artista a una sonda a las profundidades de la mentalidad estadounidense y no le gustó las alimañas que ha encontrado.
 
A LO DICKENS

 Es ésta una obra colosal a lo John Irving y, por consiguiente, a lo Dickens. Tardó Proulx dieciséis años en concluirla. Es una novela de ideas, también de aventuras, asimismo de aprendizaje de los vencedores de la Tierra hasta la eclosión de una conciencia ecológica. A lo largo de tres siglos, los avances tecnológicos están en primer plano pero las figuras históricas sólo son sombras.

 Muy bien documentado, y con una prosa potente y directa (bella por momentos) pero un desigual manejo de la escena, el libro ofrece toneladas de información sobre asuntos muy interesantes como el genocidio del pueblo mi'kmaq, las proezas de los voyageurs franceses, el comercio y la marinería holandesa, la fraternidad del hacha en los campamentos, el negocio maderero, las masacres coloniales de mujeres y niños (­ah, los ingleses!), la indecencia de estadounidenses y anglocanadienses en sus tratos con los aborígenes, el nacimiento de Detroit y Chicago, el ultraje de Nueva Zelandia, entre decenas de subtemas. Hay cierto regodeo con la muerte de los personajes, una mota bastante desagradable. Con el afán de remarcar ciertas ideas, hay también una cuota innecesaria de maniqueísmo y simplificación.

 No obstante, el quid del libro -de ahí el título- es el expolio de la tala en los bosques boreales de América, el demencial derroche de madera, la destrucción de aquella pureza gélida, la erosión, el arrasamiento de la riqueza forestal sin detenerse a pensar en el futuro. Causan tristeza e indignación los arrebatos báquicos de depredación. Al parecer, nunca es suficiente para las aves de rapiña que consideran que el saqueo es lo correcto.

 En una entrevista con ABC de Madrid, la escritora dijo estas sabias palabras: 


"Necesitamos silencio, plantas y árboles, agua que corra en libertad y cambios fuertes de temperatura; necesitamos la vista desde lo alto de una montaña, saber que el deshielo proporciona el agua a las ciudades que estaban abajo, vivir las tormentas para conservar la salud y la cordura y sacar el máximo partido a la vida. Hace poco leí que un estudio ha relacionado el ruido del tráfico y el estrés asociado a él con la enfermedad de Alzheimer. Es algo que da que pensar: ¿puede ser que una vida cruzando calles repletas de tráfico haga que te pongas enfermo?''.

OTRA CULTURA


Al fin y al cabo, la autora quiere hacernos entender que los indígenas gestionaban mejor el bosque que los colonos blancos. Nos lleva incluso a China en los primeros capítulos para mostrarnos antiquísimas formas de veneración del árbol. Tian ren he yi es un concepto inmemorial que refiere el estado de armonía entre el hombre y la naturaleza. Ning£n europeo (o descendiente de ellos) puede sentirlo. También visitamos Oceanía para descubrir lo que nuestra avidez causó en los bosques más antiguos del planeta, nunca profanados por un animal herbívoro.

 El animismo pagano -según este libro- tiene algo que enseñarnos a los cristianos: 


``El bosque es un organismo vivo, dotado de la misma vitalidad que los ríos, rebosante de dones en forma de medicinas, alimentos, cobijo, materias primas para las herramientas. Uno vive en armonía con la foresta y muestra agradecimiento''.

 Es obvio que para nuestra cultura -intoxicada por la tentación del lujo y el deseo inextinguible de mercancías- suena romántica una visión que postule que es mejor cazar y confeccionar las cosas que uno necesite, que trabajar por una paga. Empero, merece respeto la visión holística que entiende que una especie de fuerza invisible aúna las cosas en un todo: animales, espíritus, personas, árboles, mar, clima. Es probable que hoy no estaríamos padeciendo el cambio climático si al menos una parte de las sabidurías no occidentales hubiese sido asimilada en alguna forma de sincretismo que vincule el conservacionismo con el progreso tecnológico.

Aquellos lectores que piensen que se trata de un drama ajeno a los argentinos deberían tomar nota de las protestas de Greenpeace (una de las conciencias de la humanidad) por una nueva ley de Córdoba que abrirá las puertas para el desmonte de los últimos recursos forestales con el fin de destinar esas tierras a la ganadería, como si este país careciera de espacio para criar vacas. El hecho es que a la querida provincia mediterránea le quedan sólo el 4% de los bosques nativos que existían a la llegada de los españoles. De 12 millones a 500 mil hectáreas. Nunca es suficiente para la rapiña.

Publicado hoy en el Suplemento de Cultura del diario La Prensa.

Calificación: Excelente

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