domingo, 16 de abril de 2017

Offshore

``Este país es una república bananera. Gobierne quien gobierne es una república bananera''.
P. Márkaris

La vida no examinada no es digna de ser vivida, enseñaba Sócrates a los discípulos. La imagen que nos hacemos de lo ocurrido en Atenas en el año 399 antes de Cristo viene, sobre todo, de la prosa de Platón. Sabemos que su maestro era una conciencia íntegra, apasionada por encontrar a la verdad, en un entorno corrompido. Pasaron más de dos milenios y perviven en Grecia las costumbres hediondas, de acuerdo a una estupenda saga policial creada por Petros Márkaris (Estambul 1937). Ahora es el comisario Kostas Jaritos, quien encarna esa rareza del universo: el individuo que dice `no' a los abusos de poder, aun a costa de su propia salud. Un necio espléndido.

En toda Europa son muy apreciadas las novelas de Márkaris. El retrato social es magnífico. Ofrece información de primera mano sobre un país que cayó en bancarrota, después de vivir largos años por encima de sus posibilidades. El literato desnuda y repudia, sin paliativos, los vicios nacionales.

Se imagina en Offshore (Tusquets, 286 páginas) que, después de seis años de brutal ajuste, la Hélade abandona la recesión. Se habla, incluso, de un milagro griego (en la vida real aún no ocurrió). Llueven los capitales extranjeros, pero de dudosa procedencia. Irrumpen los bancos de las islas Caimán y las empresas que surgen de la nada. Retornan al país las grandes empresas navieras. Como sea, la gente quiere divertirse. Vuelven los viejos hábitos: el despilfarro, la ostentación, la escasa aplicación al trabajo, conductas que han escandalizado a los mandantes alemanes. ``Ay del holgazán si encuentra afán y ay del griego si tiene el bolsillo lleno'', sentencia Adrianí, la esposa del comisario, modelo platónico de la mujer con lengua viperina que expresa su amor mediante la gastronomía. El otro aluvión que inquieta a los helenos es el de los inmigrantes. Se los usa como mano de obra barata y como chivo expiatorio.

El asesinato de un cachafaz que deshonra la Secretaría de Turismo interpela a un Jaritos, tan eficaz como anticuado. Pudo ser un robo que terminó mal o una ejecución. Horas después, confiesa el crimen una pareja de paquistaníes. Caso cerrado, ordenan desde las altas esferas. No obstante, balean a otro pez gordo, y luego a otro. Extranjeros pobres asumen la responsabilidad en cada uno de los sucesos, pero el comisario sospecha que hay gato encerrado. Al igual que Sócrates, Jaritos no tiene miedo y acosa a los superiores más allá del límite de la paciencia. Actúa así por una buena razón: está convencido de que los asesinos no son más que los actores que dan la cara sobre las tablas; entre bambalinas se esconden los que mueven los hilos, los directores. Grecia es víctima de una suerte de experimento económico.

La décima entrega de la serie Kostas Jaritos se sobrepone a las ñoñerías sentimentales, a una pizca de inverosimilitud, a una leve corrección política. La trama es cautivante.

Guillermo Belcore
Publicado en el Suplemento de Cultura del diario La Prensa

Calificación: Bueno 

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