martes, 25 de abril de 2017

Vida de muertos

En el siglo pasado se escribían libros y artículos periodísticos para demoler reputaciones. Hoy se usan las redes sociales, aprovechando por lo general el cobarde anonimato. En 1938, el niño terrible de la derecha argentina asesinó con letra impresa a glorias de la literatura latinoamericana. Por fortuna, la Biblioteca Nacional -en tiempos de Horacio González- decidió reimprimir el sublime opúsculo. ¿Cómo van a divulgar a un nazi confeso, a un antisemita?, parece que preguntó un tiquismiquis. La respuesta debió haber sido: Porque el libro es excelente, porque los adultos que compramos estas obras somos seres racionales, porque sólo los imbéciles y los ñoños se privan de los literatos brillantes cuyas preferencias son monstruosas. Prescindir de los escritores fascistas y/o estalinistas no nos hará mejores; de seguro, seremos intelectualmente más pobres.

Ignacio Braulio Anzoátegui (1905-1978) fue poeta, activista intelectual del nacionalismo católico, juez, ensayista, biógrafo burlón y aforista vitriólico, quizás en ese orden, escribió Christian Ferrer en un prólogo que no le va a la zaga en excelencia al resto del libro. Vida de muertos (Ediciones Colihue, 122 páginas) reúne doce minibiografías envenenadas. Piénsese en un vándalo, en un anarquista que dinamita estatuas, en un iconoclasta talibán pero con un alarde de ingenio que corta la respiración, fuerza a meditar o desata una carcajada. Esta muy bien incluirlo en la colección Los Raros. Es éste un volumen extrañísimo, compuesto para hacer picadillo a eminencias como Rubén Darío o Domingo Faustino Sarmiento.

En lo que al arte se refiere, resulta evidente la influencia de Chesterton en Anzoátegui. Tienen el mismo tono y el mismo gusto por las paradojas. La malicia inteligente del Borges-crítico-literario y la rabia de Celine también dicen presente en las luminosas páginas de un juez que, como Zeus, se complacía en fulminar con rayos a sus adversarios. Es verdad que Anzoátegui reflexionaba como un energúmeno, pero como estilista fue un genio, a la altura de sus maestros. Demostró que incluso la injuria y el insulto pueden detentar fulgor poético. Manejó con mucha destreza la primera frase. Verbigracia: “Se parecía a Sarmiento, pero no tenía jeta de mulato” (Almafuerte). “Dijo ‘gobernar es poblar’ y se quedó soltero” (Juan Bautista Alberdi).

Hay que aclarar que no todas las ideas de Anzoátegui eran disparatadas. Su condena de la elite argentina que cuajó de las guerras de la independencia son justísimas. Es éste también un catálogo de la estupidez humana. “El hombre bueno es aquél que es consecuente con sus ideas secundarias”, estableció Don Ignacio siguiendo la estela de Zarathustra (Nietzsche es otra influencia fácilmente perceptible).  Como crítico literario, insistimos, expone una perspicacia admirable, aunque no parece razonable que se ensañe con las peores páginas de un autor, pues todos las tienen.

Borges y Bioy Casares se extrañaban de que cara a cara Anzoátegui era un encanto de persona. Esas contradicciones de la personalidad, aunque curiosas, no tienen el menor valor literario. Mucho menos sus adhesiones políticas. El juicio estético -el único que importa en lo que a la crítica literaria se refiere, mal que le pese a los sociólogos y marxistas- lo absuelve (lo consagra, mejor dicho). Vida de muertos tiene que quedar.
Guillermo Belcore

Calificación: Excelente


PD: Este blog quiere agradecer a los colegas de Twitter @AiresyBenson y @genowitzky por presentarle a Ignacio Braulio Anzoátegui.

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