domingo, 30 de julio de 2017

Bettý

Hace unos años, Arnaldur Indridason (Reikiavik, 1961) decidió hacer un alto en su reconocida saga del inspector Sveinsson. Tenía en mente cultivar otra especie, un injerto en realidad. Plantar en su gélida Islandia un tópico de la literatura estadounidense: la mujer fatal, es decir la chica bella, mala y traicionera que induce a su amante a cometer un crimen miserable. La apuesta fue coronada por el éxito: Bettý (RBA. 231 páginas) es una novela con una historia (y una protagonista) muy seductora, fiel al género, que se deja leer muy bien. Un entretenimiento de primera, pues.

La trama tiene además una cesura argumental que deja al lector boquiabierto y obliga a repensar todo lo absorbido en el primer hemistiquio. Es un espléndido alarde de originalidad. Por consiguiente, esta reseña deberá ser tan incompleta como cuidadosa para no arruinar el efecto sorpresa.

Bettý es una joven majestuosa casada con Tómas Ottóson, el rey de la pesca de Akureyri, un magnate, un patán, un puñado de hormonas masculinas, agresivas. La vampiresa seduce a un alma solitaria pero desdichada para deshacerse del marido y heredar una de las fortunas más cuantiosas de Islandia. "Excitación, deseo, Betty. Una tríada peligrosa y al mismo tiempo irresistible". Ese es el juego, nada del otro mundo como se ve, una anécdota repetida pero el exotismo nórdico, la indagación psicológica, los buenos diálogos y -como se dijo- el impensado giro a la mitad del recorrido potencian al artefacto literario.

Oímos una voz desesperada; escuchamos a la víctima de la tarántula Betty. Narra desde la cárcel. Entre interrogatorios de la policía e indagaciones de los psiquiatras (una suerte de escenas teatrales), evoca su amor y su lujuria sin freno que concluyeron en tragedia y traición. Qué fácil es cometer errores cuando se vive en la ignorancia, ¿no es cierto?. Pero, ¿hay alguien capaz de examinar su vida bajo el microscopio? ¿Quién tiene el valor?, nos interpela.

Indridason, autor multipremiado en Europa, ha conseguido dos proezas. En primer lugar, reprodujo el tono exacto de la novela negra estadounidense. En segundo lugar, nos persuadió de que en un país diminuto de 350 mil habitantes con un promedio de dos asesinatos anuales (¡sí, por año!) ocurren las mismas aberraciones que envilecen la periferia de Buenos Aires hora tras hora. Esto se llama destreza artística.
Guillermo Belcore
Publicada en el Suplemento de Cultura del diario La Prensa.

Calificación: Buena

PD: En este blog se elogia otra novela de Indridason: https://labibliotecadeasterion.blogspot.com.ar/2010/09/la-voz.html?m=0

domingo, 16 de julio de 2017

El exótico 007 que volvió del frío

Muchos escritores de fuste han embellecido páginas de diarios y revistas; por el contrario, pocos periodistas de raza han logrado escalar al Parnaso. Una de estas rara avis llamada George Orwell lo explicaba así: para poder dedicarse de cuerpo y alma a la literatura, uno necesita ganarse la vida con una profesión que no te absorba todas tus energías creativas. Vale decir, es mejor vender boletos en el subterráneo que fatigarse en una redacción o ser docente de tiempo completo. El inglés Lionel Davidson (1922-2009) también puede considerarse una excepción. Su talento le permitió dar el gran salto.

Hijo de inmigrantes judíos de Europa oriental fue un hombre de acción. A los quince años, ya era cadete en un periódico. Sirvió durante la II Guerra Mundial como telegrafista en la división de submarinos de la Royal Navy. Luego se unió a una agencia de noticias como fotorreportero, y se las ingenió para infiltrarse en la Praga comunista. En la capital checa, justamente, ambientó su primera y exitosa novela (La noche de Wenceslao, 1960). Vivió diez años en Israel, incluso en un kibbutz. Se recuerda hoy a Davidson como uno de los mejores escritores del género de espionaje (Graham Greene lo adoraba). En 1994, rompió un silencio de dieciséis años al publicar Bajo los montes de Kolima. La crítica lo aplaudió de pie. Afortunadamente, el sello Salamandra acaba de rescatarla. Aquí, se intentará explicar por qué es una novela extraordinaria.

El texto nos lleva a los primeros años de la Rusia postsoviética, ese gigante empobrecido. Un agente (freelance) de la CIA debe infiltrarse en una base del extremo norte de Siberia, el lugar más secreto de la URSS, el menos accesible del mundo, acaso. Allí, en Aguas Negras (Tchorni Vodi), se fabrica algo sacrílego. Por un sendero tortuoso había llegado a Occidente desde la remota región de Kolina el llamado de auxilio de un científico ruso, un biólogo que clama por la presencia de un colega canadiense a quien conoció una noche de alcoholes en Oxford. Naturalmente, la inteligencia británica y la estadounidense no dejaron pasar tan promisoria oportunidad de otear en los secretos del adversario, a pesar de que a priori luce como una misión suicida.

Como cualquier otro producto de un género que siempre linda con lo inverosímil, el lector debe tragarse algunos sapos. El más grande todos, digamos un batracio de dimensiones antediluvianas, es aceptar el hecho de que un profesor canadiense -indomable antropólogo y lingüista de la etnia gitksan- puede convertirse en un eficaz 007, con la habilidad de engatusar a media Rusia, hablar quince idiomas y armar él solito pieza por pieza un vehículo todoterreno en una cueva inhóspita mientras en el exterior la temperatura se desploma hasta los sesenta grados bajo cero.

El protagonista de este libro, en efecto, es un James Bond de origen indioamericano. Johnny Porter, el incansable. Si acepta esta premisa, la trama lo mantendrá aferrado de las solapas hasta la última página. La acción es vertiginosa, en especial en las últimas doscientas páginas cuando la KGB lanza la cacería de nuestro héroe.

El simple arte de narrar (de manera oral o escrita) es una cualidad milenaria que la crítica esnob suele desdeñar (a estos plumillas, al parecer, sólo les mueve el sismógrafo la experimentación de la forma). No obstante, es un hecho estético. Sólo los buenos novelistas tienen el don. ¿Cómo detectarlo? George Steiner sugería leer de pie, en un vagón de ferrocarril de tercera categoría, un día caluroso. Si el tiempo vuela, ese escritor ha sido dotado con la gracia. Como Davidson. Uno engulle treinta, cincuenta páginas del thriller casi sin pestañar.

Se trata de una obra de imaginación razonada, ese procedimiento típicamente anglosajón que Borges amaba y que resulta rarísimo en español. Las descripciones de las colmenas y las acciones humanas son minuciosas, riquísimas en detalles, muy bien documentadas. La trama se demora en la explicación de las lenguas aborígenes del Canadá, el funcionamiento de las líneas marítimas y los puertos, la orografía, sociedad y economía en la taiga, etc.. Queda demostrado que Davidson era un escritor concienzudo, es decir un demiurgo que hacía su faena con mucha atención, esmero y detenimiento. Thomas Mann estaba en lo cierto cuando notó que sólo lo exhaustivo resulta interesante.

En total, Davidson escribió ocho novelas para adultos y otras tantas para jóvenes, algunas con seudónimo. Bajo los montes de Kolina se considera su obra maestra. "Como relato puro de aventuras, esta novela tiene muy pocos rivales", establece en el prólogo Philip Pullman. Tiene toda la razón. Además, hay una hermosa historia de amor.
Guillermo Belcore

Calificación: Muy bueno


lunes, 10 de julio de 2017

Los libros de la guerra

Escribir me parece más fácil que evitar la sensación de sinsentido de no hacerlo.
Roberto Fogwill

El periodismo no es para los escritores. La afinidad entre ambas actividades no va más allá del acto mecánico de escribir. Son semejanzas de superficie. Mientras en una profesión -por ejemplo el periodismo- se recompensa con salarios y rangos el buen comportamiento de la función de maximizar la satisfacción de los jefes, lectores y anunciantes, en literatura se recompensa con la gloria la tarea de minimizar cualquier demanda ajena al rigor lógico y estético de la obra. Por eso, el periodismo no es para los escritores. 

Rodolfo Enrique Fogwill (1941-2010) incluyó estas frases en un artículo publicado por El Observador en enero de 1984. Por amor a la paradoja (fue un Chesterton ateo) y por necesidad de dinero y de espacio (quiso armar un sistema de gustos, con la creación de un canon que incluyera a Laiseca y Perlongher, Bizzio y Viel Temperley), Fogwill hizo caso omiso a su propio dictum y escribió duro y parejo, y concedió largas entrevistas, en una veintena de publicaciones durante tres décadas. La mayoría de esos textos no merecían el olvido. 

El editor Francisco Garamona merece un aplauso. Publicó cerca de la mitad de las intervenciones de prensa de Fogwill bajo el título Los libros de la guerra, cuya segunda edición, corregida y aumentada (Mansalva, 414 páginas, 2010), venimos a recomendar aquí con todo el entusiasmo que genera el hecho de haber gozado de una buena lectura. 

Del publicista ya sabíamos que era loco o se hacía, que era un polemista feroz con una cultura inmensa y un toque de bufón, un extraordinario narrador (pinche aquí o aquí), un filólogo, y presidiendo todas estas virtudes, un espíritu independiente, es decir un intelectual que optó por distanciarse de la manada para poder pensar. Enseña el volumen que además fue un formidable crítico literario y un egregio artífice de miniensayos, esos relámpagos de lucidez que de tanto en tanto aparecen en el diario o la revista, artefactos modernos que -como dijo Fogwill- no son más que “un papel que hoy transporta opiniones y que mañana envolverá las cáscaras sobrantes de la cocina”.

La calidad de la verba, no obstante, es harto despareja. Como escribió Alejandro Margulis en 1998, el hilo del discurso de Fogwill es tan cambiante que hace falta mucha concentración para seguirlo. ¿Efecto cocaína? El libro incluye cuarenta minutos de una entrevista de ocho horas que Horacio González y otros le hicieron a F. para El Ojo Mocho (1997). El polígrafo salta de un tema a otro a velocidad de Warp 8, escupiendo un magma verbal envolvente, aunque la secuencia lógica se pierda una y otra vez como un hilito de agua sobre el Sahara.

Hay unas diez entrevistas al maestro, casi todas legibles. Hay una vasta conversación con Gustavo Nielsen para mejorarle un cuento, que revela el talento lingüístico de Fogwill, quien debe haber nacido en el Año del Búho, pues tenía uno de los oídos más finos del reino cultural para la poesía y el habla popular. Hay, además, denuestos a la política cultural de Raúl Alfonsín. El libro cierra con atractivas evocaciones de colegas en la sociología o las Bellas Letras.

Insisto. Quizás, lo más original y profundo del tomo sean las comentarios literarios, aunque uno descubre la amarga verdad de que el libre pensador que trituró el sistema mediático de la crítica (una “sociedad de socorros mutuos”, hoy por mí, mañana por ti) no pudo dejar de incurrir en el vicio del amiguismo. Sólo así se entiende que eleve una novela intrascendente -Derrumbe, de Daniel Guebel- a la categoría de mejor libro de 2007. El panegírico sobre la obra de Sergio Bizzio, asimismo, suena exagerado. En cambio, la entronización del colosal Alberto Laiseca es un acto de estricta justicia. Acaso también la defensa de Jorge Asís. Fogwill demuestra, por otra parte, que no carecía de una cualidad borgeana: era capaz de fulminar a un colega con una sola bala. De Ricardo Piglia dijo que era “un absoluto bluff“. A José Pablo Feinmann lo despachó con el doble calificativo de “megalómano ridículo“.

El coleccionista de frases memorables se irá saciado. Fogwill era una máquina de acuñar sentencias. Léase a título de ejemplo:

  •  “Si algo queda por decir, más vale que se lo diga con obra”.
  •  "No hay nada en la vida algo más bello que tropezar contra una serie ordenada de buenas ideas, aunque sean de otro”. 
  •  “La crueldad se convierte en virtud si es ejercida para desnudar los valores y reordenar los apetitos. No es cuestión ética, es cosa estética”.
  •  “La gente de letras no está habituada a críticas que lisa y llanamente expresen lo que el autor opina de los libros”.
  •  “Hace poco dividíamos a los escritores argentinos entre quienes prefieren parecerse a Aira y quienes  no.”
  •  “La paradoja de León Gieco: solo un tonto le pide a Dios que la guerra no le sea indiferente, por cuanto el trabajo de molestar a Dios es una prueba que no le es indiferente".
  •  “Promuevo la apuesta de que para pensar, hay que dejar en el placard las ideas de Hollywood, las frases de la Fede y las instrucción de la orga”.

Para concluir, una curiosidad. Los aguijonazos de Fogwill a la orga montonera le caben como anillo al dedo a los Jem‘Hadar de Cristina Fernández, lo que permite intuir que el kirchnerismo es una versión tardía y degradada de aquella “picaresca-populista”. “Esa gente era pragmatista al mango. Y taimada en sus procedimientos, característica fuerte de los montoneros, esa cosa entre comillas “maquiavélica”, usadora“, declaró el literato. Puede colegirse que ambos fracasos pertenecen a la misma familia de pensamiento: “un modelo político de milicia de elite“, que en 1973 o 2011, “construyeron un modelo ficcional de la realidad argentina para consumo, justamente, de esa elite“. Entonces, “elitismo, patoterismo, egolatría, eficientismo militar o militante y desprecio por las rutinas populares” (y las formas republicanas) son las características que los han definido.
Guillermo Belcore

Calificación: Excelente


PD: Era o se hacía. Fogwill admite en la página ciento ocho que “polémicas, exabruptos y consabidos ajustes de cuentas forman parte de nuestras respectivas estrategias de promoción”.

domingo, 9 de julio de 2017

Volver a casa

"Ser débil es tratar a los demás como si te pertenecieran."

 Maame

Los asantes son orgullosos, un pueblo de guerreros, gente que no se doblega. Forman parte del grupo étnico Akan y hoy colman el sur de Ghana, el este de Costa de Marfil y rodajas de Togo. Se asociaron con los ingleses en el tráfico de esclavos, no obstante, al extinguirse tan infame institución -construida a golpes de maldad- ofrecieron enconada resistencia a los apetitos coloniales. Ghana, por cierto, fue el primer país del Africa negra en conseguir la independencia en 1957.

Una hija de la nación asante forjó (¡a los 26 años!) una novela épica que ha conquistado Estados Unidos. Se dice que un coloso editorial obló un número con siete cifras por el manuscrito de Volver a casa (Salamandra, 379 páginas), después de una subasta con diez oferentes. La crítica se enamoró de Yaa Gyasi (Mampong, Ghana, 1989), graduada del célebre MFA de Escritura Creativa de la Universidad de Iowa.

Llovieron los galardones para una autora que reconoce a Gabriel García Márquez como una influencia capital. Por supuesto, la hija de inmigrantes africanos es un modelo de corrección política. Ha ensamblado una ambiciosa reconstrucción de la esclavitud y el colonialismo, y de sus efectos en dos continentes que abarca casi trescientos años de historia. Digámoslo claro: no se trata de una obra maestra. Es probable que la señorita Gyasi tenga un toque de genialidad, pero virtudes y defectos marchan parejos en su debut artístico. El crédito sigue abierto.


DOS GENEALOGIAS


Volver a casa relata dos genealogías provenientes de la actual Ghana. Arranca en el siglo XVIII, la noche en que nació Effia Otcher -La Bella-, ""rodeada del calor almizclado de la tierra de los fante"", pueblo vecino a los belicosos asantes. Los capítulos saltan de generación en generación (treinta años de separación entre uno y otro aproximadamente) y basculan de Africa a Estados Unidos. Cada capítulo narra una historia de amor o desamor.

Las miserias del tráfico de carne humana y de la segregación racial son el hilo maldito que va engarzando las cuentas. Un colgante con una reluciente piedra azabache es el otro elemento que repite. Se nos permite descender a los infiernos para atisbar en las mazmorras nauseabundas de la Costa de Oro, las plantaciones de algodón en Dixieland, las minas de carbón de Alabama, o en los tugurios de Harlem, donde millones de personas con piel oscura han entregado sus vidas para satisfacer la codicia de semejantes con rostro pálido.

Hay que destacar que la novela no carece de virtudes. El exotismo es igual de seductor (lo real maravilloso) como esas mujeres con el pecho suave como pulpa de mango y generoso balanceo de las anchas caderas que van coloreando las páginas. Hay historias filiales o maritales francamente conmovedoras. Y en el plano de las ideas, nunca deja de ser estimulante, más allá del uso de estereotipos (naturalmente, el misionero cristiano debía ser un pervertido). 

Como se mencionó, el imperialismo occidental es confinado al banquillo de los acusados. Los asantes llaman al hombre blanco abro ni, el malvado, por todos los problemas que ha causado buscando oro y esclavos a cualquier precio. Los ewe lo denominaban perro astuto, pues finge ser bueno pero muerde. Lo singular es que Gyasi no oculta, al menos en la primera parte del libro, las injusticias de las civilizaciones nativas, aficionadas a la guerra tribal y a la explotación de la mujer. Una chica podía ser vendida en Ghana como esclava por un desliz tan significativo como ocultar la menstruación o acostarse con su enamorado antes del matrimonio. La fornicación no puede quedar impune, sentencian los hombres viejos de la aldea, hipócritas de primera.

La autora tiene algo que decir sobre lo que en Argentina tachamos de relato, no sin desdén. Plantea el profesor Yaw Agyekum a sus alumnos el problema de las versiones contradictorias: 


"Creemos al que tiene el poder. El es quien consigue escribir su historia. Por eso cuando estudian historia, siempre deben preguntarse: "¿Cuál es la versión que no me han contado? ¿Qué voz se ha silenciado para que ésta se oyese?". 
Guillermo Belcore

Calificación: Bueno