sábado, 17 de noviembre de 2018

La muerte del comendador I

Las ideas tienen vida propia. En algún momento se liberan de sus creadores y se lanzan a andar. Influyen sobre los otros seres humanos. Para Haruki Murakami (Kioto, 1949) pueden adoptar cualquier forma, incluso la del personaje de un cuadro, pero algunas personas pueden verlas y conversar con ellas y otras no. Las ideas sólo pueden aparecer dos o tres horas por día. Simplemente, se dedican a recopilar información.

Sobre tan hermosa fantasía se asienta la primera parte de la esperada trilogía del más leído escritor japonés de posguerra, candidato permanente al Premio Nobel de Literatura por muy buenas razones: renovó el realismo mágico que América latina ya había agotado, creó un estilo propio y mundos alternativos con pequeñas diferencias pero donde no se puede aplicar la lógica como la conocemos, ha labrado una vasta producción, algunas de sus novelas o relatos breves se cuentan entre los mejores de nuestro tiempo y su prosa es modelo de fluidez, las palabras fluyen con una naturalidad admirable, como si estuviéramos navegando en un curso de agua sin escollos de ninguna clase y con viento a favor.

Muchas de estas virtudes están presentes en la I Parte (Una idea hecha realidad) de la trilogía La muerte del comendador (Tusquets, 476 páginas), pero la historia no tiene la fuerza y el encanto de las mejores novelas murakamianas. Por momentos, causa decepción la primera producción de largo aliento del vate japonés desde la ambiciosa 1Q84 (pinche aquí y aquí), cuya última entrega data de 2011. No obstante, al final uno se queda con ganas de seguir leyendo: quedan varios secretos sin revelar.

La trama está narrada en forma de remembranza. Un pintor, con cierto renombre (comercial no artístico), evoca los increíbles sucesos que le ocurrieron en un período de nueve meses en los que vivió en estado de confusión.
El hombre de treinta y seis años, lacerado por la muerte de su hermana durante su pubertad, se veía obligado a pintar retratos insulsos de gente adinerada para ganarse la vida. Hasta que un día, su esposa le confiesa que se está acostando con otro hombre y le pide la separación, después de seis años de matrimonio (¿feliz?).

En cierta forma, el libro es una elegía del cambio radical: el artista abandona todo y se va a vivir a una casa enclavada en las montañas boscosas que le presta un amigo, hijo de un prestigioso pintor de la escuela clásica japonesa. Nuestro héroe da clases de dibujo y pintura a niños y ancianos en el pueblo y gana una amante (una mujer casada). Aparece en el desván un extraño cuadro que conecta con la opera Don Giovanni de Mozart y con la irrupción brutal de los nazis en Austria. Aparece el misterioso señor Menshiki, un magnate de impoluto cabello blanco, dispuesto a pagar un dineral por un retrato, pero con segundas intenciones. Aparece también una presencia sobrenatural.

Como casi siempre ocurre en las novelas murakamianas, en las costuras de la realidad se produce un ligero desgarro. Como él mismo explica, los límites entre realidad e irrealidad no paran de moverse, como una frontera que se desplaza según le parece. Hay que andarse con mucho cuidado con ese movimiento. Alicia en el país de las maravillas es el modelo, confiesa en la página trescientos cincuenta y dos.

ORFEBRERIA

Puede decirse que lo mejor del libro es la factura técnica, que roza la perfección pero sin salirse un milímetro de la peculiar elocución que ha convertido a Murakami en un fabricante de best-sellers de calidad. El hombre es un maestro en el arte del símil. Verbigracia: "Me esforzaba por calibrar el extraño tono de sus palabras, como si quisiera adivinar el peso de un huevo en la palma de la mano".

También se ha tomado en serio el papel que la ha señalado la crítica de ser una especie de puente entre Occidente y Oriente. Las menciones del arte clásico, provenientes de las dos orillas del planeta, enriquecen el texto. Las apostillas definen un mapa. Sea el octeto para cuerdas que Mendelssohn compuso a los dieciséis años, interpretado por el conjunto de música de cámara I Musici, como la pintura tradicional japonesa del período Asuka. Culturas hay muchas, civilización una sola, parece decirnos Murakami.

Además de las típicas redundancias (en la repetición hay un ritmo, explica el autor), el volumen contiene reflexiones sobre el arte de pintar y, como es habitual, sobre el arte de vivir: Ten el coraje de no temer cambios profundos en la vida; que la curiosidad (que es más fuerte que los reparos y el sentido común, aunque cobra un precio) sea uno de los motores de tu existencia, se nos sugiere.

El lector también disfrutará de pinceladas de erotismo. Vean la belleza de este párrafo: 

"Bajo los suaves movimientos de sus dedos, mi pene había recuperado la dureza. No tardó en usar sus labios y su lengua, y un profundo silencio cargado de sentido nos envolvió. Los pájaros seguían empeñados en sus quehaceres y nosotros pasamos al segundo acto de los nuestros".

Los personajes enigmáticos prometen más en la segunda y tercera parte. También la idea, como ente autónomo. Hay un enigma casi impenetrable, como una cáscara de nuez imposible de abrir con las manos. Tómese entonces como un comentario provisional el desencanto con la trama. Murakami, uno de los grandes literatos de nuestro tiempo, merece el derecho a la duda. 
Guillermo Belcore

Calificación: regular


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