domingo, 13 de enero de 2019

Matar la tierra

Tiene razón Alejandro Olaguer, intelectual mendocino que ha escrito uno de los mejores diarios de nuestro tiempo. Matar la tierra es otra de las novelas sublimes de la Argentina profunda. Es algo así como una tragedia griega -con personajes enloquecidos o atontados por la Diosa Madre- injertada en la periferia de Mendoza a fines del siglo XIX. Departamento de La Paz (Corocorto, entonces), a la vera del brazo viejo del río Tunuyán, unos años después de la Conquista del Desierto, para más señas. Hay un vaivén fatal entre un labriego español que se va hundiendo en la demencia y una familia aborigen embrutecida por una miseria sin paliativos. Y hay una historia de amor que supera los odios y los desencuentros culturales.

Nadie que ame la literatura debería dejar pasar la obra maestra de Alberto Rodríguez hijo (1924-2005), polígrafo y militante de izquierdas, trashumante por culpa de las dictaduras, que la Mendoza progresista adora por razones obvias y la burocracia actual promociona por conveniencia turística.

Matar la tierra fue entregada a la imprenta por primera vez en 1952. La edición que Olaguer me obsequió data de 2005, tiene 108 páginas y un diccionario útil de regionalismos. Pocas páginas, pues, pero muy intensas; la densidad de la prosa de ARH es muy superior al promedio. Densidad de ideas y de imágenes alucinantes. Conviene demorarse en la frase y en el párrafo, como si uno estuviese catando un Malbec.

En el primer capítulo, por ejemplo, una escena poderosísima atrapa nuestra imaginación: La joven y fresca Caridad corre entre las viñas con un lagarto prendido a su pulgar, hasta que cae agonizante. ¡Están Horacio Quiroga y Erskine Cadwell en esas acequias del demonio!

Por lo que he leído, ARH explota un mito cuyano. El maguato es una pequeña iguana cabezuda, cuya mordida, aunque muy dolorosa por los dientes de obsidiana con los que tritura insectos, no es venenosa para un adulto, como la de su primo norteamericano, el monstruo de Gila.


ESTOMAGOS FUERTES


Quien tenga el estómago delicado, que no se acerque a este libro. Está repleto de inmundicias, con dos funciones: por un lado, exponer la pavorosa indigencia en que vivían los indios que sobrevivieron a las campañas del General Roca (hay también incesto y bestialismo en la trama). Por otro lado, la ristra de porquerías forman parte de un estilo literario: el realismo sórdido, en un grado extremo. Aquí y acullá, el novelista lo aligera con la belleza de la expresión (poética criolla) y la del vocablo rescatado del fondo de los tiempos, y con un único desahogo sentimental: el enamoramiento de Juan de Dios -primogénito de Don Justo, el agricultor loco- y de Cuncuna -hija de Nahueiquintún, el anciano mapuche, convertido en piltrafa.

El núcleo argumental, no obstante, es el que designa el título: El español que vino a hacerse la América con su familia y no pudo responsabiliza a la Pacha Mama por su desdicha. Es un maniático impaciente que quiere matar la tierra, hacerla sufrir negándole el riego, herirla con su azadón. A un salivazo de distancia, vive (malvive, mejor dicho) la familia mapuche que, sumida en las más degradante abulia, espera la remesa del Gobierno, es decir el tributo que durante años pagó Buenos Aires a las tolderías para evitar los terribles malones. Algo similar a lo que ocurre ahora con las tribus piqueteras, siempre amenazando con pulverizar la paz social.

Uno puede concluir que ARH admiraba la indómita y ecuestre cultura mapuche que vivía del pillaje y consideraba la agricultura como una suerte de blasfemia. También es dable sospechar que compartía ese desprecio aristocrático del intelectual argentino (eco del hidalgo español venido a menos) hacia el trabajo manual, el esfuerzo que posterga las gratificaciones, el odio pues al colono gringo que crea y atesora riqueza, tan manifiesto hoy en día entre los ideólogos nac&pop. Rodríguez era trotskista, dicen quienes lo conocieron, es decir absolutamente anticapitalista. Como fuese, Matar la tierra es entre otra lindezas, una nouvelle rica en ideas.

Por último, algo hay que decir de la relación de este libro con el más grande de los escritores mendocinos (y uno de los colosos de la literatura latinoamericana): Antonio Di Benedetto. Recomiendo leer aquí lo que Olaguer escribió al respecto: https://aolaguer.wordpress.com/2015/10/08/mlt/

Sólo podemos agregar en el terreno resbaloso de las literaturas comparadas que si Matar la tierra es un poderoso solo de cuerdas, conmovedor, angustioso, memorable; la narrativa de Di Benedetto era una orquesta completa.
Guillermo Belcore

Calificación: Muy bueno


3 comentarios:

  1. Interesante incluir nuestro viaje a Pilo-Lil en la region de Catan-Lil, cuando yo tenia 5 y mi hermano 6, mi mama como maestra a una escuela que hacia años no tenia maestro, ahi, Ensenada a los mapuches a leer y escribir, siguiendo de noche a los que llevaban vacas robadas de contrabando a Chile, yo, en ancas de mi padre, mi hermano en Ancas de mi madre , un poco por curiosidad pero por sobre todo para entrar profundo en la vida del indio y aprender de ellos lo mucho que nos podian enseñar, mi padre Pulia y aumentaba sus conocimientos para sus obras, los indios nos enseñaron a montar en pelo, en subir cañadas en pelo y sin riendas, tambien en bajar montañas confiados totalmente en el instant del caballo , de noche, sin montura y acostados para atras en su cadera para no caernos, nos enseñaron como un alacran se suicida cuando se siente atrapado, es largo, hay mucho para hablar de Alberto Rodriguez (h), su vida fue enorme, como su intelecto....
    Claudio Rodriguez, hijo menor de Alberto Rodriguez y Noelia Wanda Berenguer el 10 de Octubre de 1950....

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  2. Gracias por el recuerdo, Claudio.

    G.B.

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