Santa Fe de la Vera Cruz encierra un secreto. Un secreto que, afortunadamente, está saliendo a la luz. Es el hogar de uno de los mejores escritores vivos; Carlos Catania (1932) se llama. Este blog algo contribuyó para que se reimprimiera en 2013 Las Varonesas, su primera novela (1). Ahora, la Universidad del Litoral y el sello Serapis -con el mecenazgo del gobierno provincial- rescatan la segunda novela de Catania. Bien, por ellos. El pintadedos (404 páginas) es otra obra extraordinaria, ubérrima en forma y contenido; ambiciosa y desmesurada en el mejor sentido de ambos términos, en el sentido que quiere, desde lo particular, abarcar toda la condición humana.
El pintadedos, entregada a la imprenta por primera vez en 1984, va a quedar si es que aún quedan buenos lectores en la Argentina, y en la hispanósfera en general. No nos hacemos muchas ilusiones con los críticos, con los diaristas, en especial. La mayoría no está dispuesta al esfuerzo de la Alta Literatura; son contados con los dedos de la mano los que no fueron cooptados por el esnobismo, la cobardía o el amiguismo. Pero eso es otro asunto.
La trama nos lleva a fines de los setenta. Viajamos a un pueblo de Santa Fe, un enclave de inmigrantes prósperos que el excelente posfacio de Rafael Arce identifica como San Carlos (Departamento Las Colonias). Después de tres décadas, vuelve a su lugar natal Carlitos, el Bizco. Es un técnico de la Policía de Santa Fe, el dactilóscopo, es decir "el pintadedos", el identificador de cadáveres, le pinta los dedos a los muertos. La colonia está alborotada por un maníaco, necesitan ayuda de la Capital.
Carlitos ilumina el pasado con una linterna magma. Andanadas de nostalgia en bruto lo asaltan ("...lo más parecido a un vínculo humano es el lugar de nacimiento..."); posterga la visita a los padres pero se reencuentra con sus amigos de la infancia, el Chilín (ahora comisario), el gordo René (ahora industrial), el Bonzo (ahora...). Mientras tanto, desde Tucumán, una columna del Ejército marcha hacia San Carlos para cazar al último líder de la guerrilla, el Indio.
El sentido del libro se arma de a poco; es uno de sus agrados pero conviene la relectura. Catania reconstruye toda la mísera existencia de Carlitos, incluso su concepción y el parto. "Los Inseparables" se autodefinía la barra de sus años púberes; atesoran un secreto tremendo que deja como alfeñiques a la pandilla de It. El misterio se vincula con Moira, una forastera resentida pero con ancas perfectas que inició a los cuatro chicos en el sexo con orgías memorables. También se retrata al pueblo, sobre el que pesa una maldición aborigen. Todos los personajes son interesantes. El elemento fantástico irrumpe con elegancia encarnado en dos retrasados mentales, el Palomino y la Delfita, Los mogolitos.
AÑOS DE PLOMO
La urdimbre añade otros dos hilos narrativos, con el que Catania quiere aportar una explicación oblicua sobre la guerra sucia y sobre la locura de esos dos demonios que atormentaban a la Argentina en los años de plomo. Por un lado, añade la Interpolación de los Perseguidores, puros diálogos entre un Cabo Mayor y un soldado que integran la Brigada Antisubversiva. Por el otro, las cartas de una Madre de Plaza de Mayo, que nos hunden en los laberintos kafkianos e infernales de la represión ilegal. Si en Las Varonesas teníamos el duelo centroamericano entre El Castor y El Flaco Mendieta, aquí la contienda fundamental la libran un general-filósofo (El Camello) y un Guevara santafesino (el Indio). Dios nos libre de aquellos que vomitan discursos humanistas pero obran como el Maligno, parece ser el mensaje.
Al final del libro, uno llega a otra conclusión: Carlitos, el Pintadedos, es uno de los inolvidables personajes de la novelística argentina. Es el hombre gris que carece de ambiciones y no quiere que le concedan atributos. Un viudo con una hija pequeña que vive para su monótono trabajo. Dice que "aguarda, sin tristeza, el soplo que lo conduzca a la diestra de la nada"... La maestría del escritor hace que nuestro Bartebly, nuestro Akaki Akákievich, sea arrastrado a extremos desconocidos "durante los cuales cree tener en sus manos poderes incontenibles de esperanza y destrucción".
Es enorme la caja de herramientas con la que trabajó Catania. Tejió una trama fascinante en la que ocurren hechos espantosos, incluso repugnantes. Los organizó en una compleja arquitectura narrativa que exornan distintas perspectivas y procedimientos, como el diálogo filoso, el párrafo de varias páginas, la digresión interesante, la indagación psicológica, el informe técnico, el barroquismo, la analepsis, la disquisición filosófica, la sentencia grave, la escena conmovedora y algún otro que se nos escapa.
El profesor Arce define a la literatura oceánica de Catania como un "nihilismo lúcido", o "realismo pesadillesco". Es correcta la descripción. El santafesino es nuestro Celine, sin su ideología demencial. O nuestro Onetti. Sentencia su Pintadedos que "el mundo es un barómetro oscilante, entre la inmundicia y la fe...", en el que tenemos "una ínfima oportunidad de ser dignos, en una existencia que será, en su mayor parte, corrompida por el vacío y la imbecilidad".
Arce tiene razón en otra cosa. Las dos novelas tremendas de Catania -Las varonesas y El pintadedos- no tienen parangón en nuestra literatura nacional. Tiene que quedar, diría Borges.
Guillermo Belcore
Publicado en el Suplemento Cultura de La Prensa
Calificación: Excelente
hola Guillermo, soy Bianca. EN 2021 me elegiste ganadora de narrativa en el certamen literario del ilse con el primer capitulo de mi novela. Me dijiste que te mandara el resto de capítulos cuando los tuviera y quisiera saber tu mail para poder hacerlo. Muchas gracias.
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