lunes, 12 de enero de 2009

Las respuestas fáciles de J.M.G.

Moscardón imaginario IV­

­Días atrás concluí El pez dorado. Es la segunda novela que leo del Premio Nóbel de Literatura 2008. Decepción hoy tu nombre es J.M.G. Le Clézio, escribiría si fuese Shakespeare. No he tropezado, ¡ay!, con una narrativa conmovedora, ni siquiera con una urdimbre atractiva como me había ocurrido con Orman Pamuk. Creo infundados los ditirambos (volveré sobre esto) que se publicaron en diarios españoles y argentinos. Se me dirá, ¿puede juzgarse a un autor que escribió más de cincuenta obras sólo con la degustación de dos de ellas? Sí, respondo convencido. El catador no necesita beberse el tonel entero para evaluar la calidad del vino. En todo caso, intentaré no generalizar y referirme sólo a lo leído. Y en todo caso -¿hace falta repetirlo?- La Biblioteca de Asterión no pretende hilvanar una crítica académica sino transmitir experiencias de lectura, sean éstas gozosas o bien frustrantes, como ocurre en esta oportunidad.­

En primer lugar, creo que Le Clézio no es un gran estilista. Escribe bien, o mejor dicho, fluido y transparente. Hay alguna imagen bien lograda (“el miedo se deslizaba dentro de mí como una serpiente fría”), pero en conjunto no se trata de una espléndida pluma

Usa procedimientos pueriles. El pez dorado relata una vida desgraciada. A los seis años, Laila fue raptada de una aldea marroquí y vendida como esclava a una anciana judía. Peregrinó por Rabat, París, Niza, Bostón, Chicago, Los Angeles. Fue vejada, escarnecida, hambreada y maltratada. Pura voluntad de supervivencia y ansias de superación. La música la rescató del abismo. Como la novela está narrada en primera persona, Le Clézio hace acrobacias para adecuar el discurso con el personaje. Pocas veces lo logra. Emplea trucos de cotillón. Por ejemplo, para justificar que la muchacha se presenta en los exámenes libres de La Sorbona nos aclara (cien páginas tarde) que había sido bien educada en la tierna infancia por la abuela judía. Un Premio Nóbel no puede apelar a semejante artimaña.­

El propio Le Clézio admite que El pez dorado fue pensado como cuento pero luego cobró vida propia y se le fue de las manos. Se nota. Tiene algo de invertebrado; los tiempos existenciales de Laila están pésimamente distribuidos. Cada nudo es cada vez más corto. El último que me fastidió así fue Federico Andahazi.­

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LAS IDEAS­

Los dos libros que he leído de Le Clézio (La reseña de La cuarentena fue publicada en el blog) pueden ubicarse en el estante de la literatura de tesis. La trama y los personajes se subordinan a la urgencia de una condena o la defensa de un ideal. Estoy casi convencido de que la Academia Sueca privilegió la condición de bien pensante del francés por sobre sus destrezas literarias. Con Borges hizo todo lo contrario. Le Clézio aboga por el mestizaje, las culturas no blancas, la solidaridad con los oprimidos. El machismo, la xenofobia y el colonialismo son apaleados como se merecen. El problema, en todo caso, no es el qué sino el cómo.­

La mirada de Le Clézio es esquemática, maniquea, superficial. Los propietarios son malvados; los desposeídos -excepto uno o dos casos- son inocentes y fraternales. El pez dorado ofrece las respuestas fáciles de la ideología, no esa sabiduría deslumbrante que destila la gran literatura. Yo pienso que Harold Bloom tiene razón cuando postula que si tú quieres llegar al fondo del alma humana debes leer a Proust o a Tolstoi no a Foucault o Derrida. Me da la impresión que la obra de Le Clézio es más un producto del espíritu de su época, de su medio cultural que una poderosa voz individual, aun cuando no desconozco su biografía, signada por los viajes.

Por todo ésto, concluyó que Le Clézio -lo que he podido consumir de Le Clézio- es aburrido. No me abrumen más con reediciones. No pienso leerlo más, hay miles de maravillas allí fuera esperándome y me queda poco tiempo. Cuatro décadas si Dios me da salud. Dante conjeturaba que 81 años es una buena edad para morir. ­

Bueno, rectificó. No pensaba leer hasta ayer a este trotamundos que -quizás por vanidad o esnobismo (“yo lo conocía y ustedes no, ja”)- fue tan alabado en ciertos círculos periodísticos. Sin embargo, La Prensa me encargó hoy otro libro de Le Clézio para reseñar. ¡Auch! Será en febrero, calculo. Ahora estoy con una maravillosa reedición de John Berger (Un hombre afortunado), luego clavaré los colmillos en una reimpresión de Murakami y tengo pendientes dos novelitas de autoras argentinas (por lo que atisbé no muy prometedoras) de menos doscientas páginas cada una, a tono con la moda nacional de evitar el esfuerzo. ­

Quizás éste totalmente equivocado con J.M.G. El arte es algo mágico, imprevisible. A pie juntillas, creo en lo que Borges llamaba el misterio de la eficacia estética. “Que tienen éstas imaginerías que me han tocado y de manera tan íntima”, se preguntaba el maestro. Este debe ser el punto de partida de cualquier reflexión literaria que pretenda abrir un sendero en la espesura. Hasta los Le Clézios del mundo pueden haber forjado alguna página inolvidable.­

Guillermo Belcore

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