miércoles, 2 de marzo de 2016

La madre de todas las batallas de desgaste

Cien años atrás, el Estado Mayor alemán -el gran responsable de precipitar una catástrofe mundial sin precedentes- estaba ansioso por romper el punto muerto de un vasto conflicto que, en sus papeles, no debía durar más de seis meses. Pero el Kaiser y sus siniestros generales prusianos habían perdido la apuesta de 1914 por una victoria rápida.

La situación de tablas estratégicas que prevalecía en el frente occidental de la Primera Guerra Mundial (y que se prolongó hasta la primavera boreal de 1918) hizo que ambos bandos se esforzaran desesperadamente por identificar algún punto vital, entre Suiza y el mar, en el que maniobrar para asestar un golpe decisivo.

Para romper el status quo, el general Erich von Falkenhayn señaló en los mapas a una pequeña urbe del este de Francia, fortificada desde la era romana, que cerraba el paso del río Mosa hacia la gran llanura de Champaña, que desemboca en París. Verdún ya contaba por entonces con un desmesurado valor simbólico, evocaba las glorias militares de antaño.

En una mal protegida esquina del frente, supuso el supremo general del Alto Mando teutón (sucesor de Helmut von Molkte desde el fiasco del Marne) se libraría la batalla clave de la Gran Guerra. Pero no fue así. Se combatió sin ganancias significativas durante casi diez meses con un escalofriante saldo de 800 mil víctimas (alrededor de 300.000 mil muertos). El 85% de las heridas fueron obra de la artillería: cayeron 60 millones de proyectiles, un obús por metro cuadrado. Fue otra de las locuras de los alemanes del siglo XX.

PRELUDIO


Desde la guerra franco prusiana de 1871, los franceses habían rodeado Verdún con una cadena de veintiocho fortines de hormigón; no obstante, en 1916 estaba poco guarnecida, por dos razones. Se asentaba sobre una teatro secundario de la guerra de trincheras y los franceses habían perdido la fe en las fortificaciones desde el colapso de Lieja y Namur (Bélgica) en agosto de 1914 por obra de la artillería alemana. Pero Berlín sabía que los franceses defenderían Verdún con uñas y dientes y, en caso de caer, intentarían recuperarla como si tratase de una guerra santa. Todos los beligerantes, por cierto, estaban cautivos de una obsesión: es un deshonor imperdonable resignar terreno.

"No es necesario un gran avance en masa que, además, está fuera de nuestro alcance. Pero dentro de nuestras posibilidades está retener al Ejército francés (en Verdún), ante lo cual su Estado Mayor se verá obligado a lanzar (en su socorro) a cuantos hombres tiene. Si lo hace, las fuerzas de Francia se desangrarán hasta la muerte", escribió Falkenhayn en sus memorias. Es decir, los alemanes soñaban con atraer al grueso de las fuerzas francesas a una batalla de desgaste para pulverizarlas con un diluvio de artillería. Una proporción de 2,5 vidas francesas por cada alemán muerto era lo deseable.

Durante enero y febrero de 2016, Alemania reforzó el Quinto Ejército al mando del Príncipe Heredero con diez divisiones y una monstruosa concentración de cañones de toda clase. La filosofía de la Operación Gericht (Juicio) era que la artillería arrasaría el anillo de defensas francesas en un estrecho frente de treinta y cinco kilómetros, para que la infantería vaya ocupando una a una las fortificaciones que jalonaban el camino hacia Verdún.

LA CAMPAÑA

Se considera que la batalla comenzó -con diez días de retraso por la nieve- a las 7 de la mañana del lunes 21 de febrero de 1916, cuando un cañonazo alemán reventó el patio de la residencia del obispo de Verdún, ciudad episcopal desde el siglo IV. Ese día, 1.200 baterías barrieron las posiciones francesas hasta las 4 de la tarde. Cayó un millón de proyectiles, incluso con gas venenoso. En pocas horas los bosques desaparecieron; las aldeas fueron arrasadas, las montañas se transformaban en un paisaje lunar. Un siglo después, pueden aún verse las huellas de la tormenta de acero y fuego. Unos 60 mil soldados alemanes se lanzaron al asalto de las casamatas. Una arma maldita, nunca antes usada, les proporcionó a los invasores una ventaja inicial:el lanzallamas.

El 25 de febrero los alemanes tomaron el fuerte de Douaumont, a 300 metros de altura, apenas defendido. Doblaron en todo el Imperio las campanas de las iglesias para celebrar aquel avance de sólo ocho kilómetros. Los siguientes avances hasta el cercano pueblo de Fleury, a cuatro kilómetros de Verdún, no se lograron hasta junio. ¡­Cuatro meses! Los planes de Berlín se fueron al traste. Los franceses sufrieron muchas menos bajas que lo esperado, nunca perdieron el fervor patriótico y consiguieron mantener operativa en todo momento su apretada línea de suministros. (la famosa Voie Sacrée). Fue el triunfo de la logística, del tesón bajo una diluvio de metralla y de una bien equipada artillería cuyas réplicas hicieron estragos entre los hunos. Así las cosas, hasta julio martillaron los alemanes pero con cada vez menos intensidad. De julio a diciembre, los franceses recuperaron el territorio perdido. En eso, justamente, consistió la victoria.

MITO NACIONAL

En rigor, Verdún fue la última gran victoria militar francesa (sin ayuda aliada) de la historia. La resistencia se convirtió en un mito nacional con repercusiones en todo el planeta. Allí se acuñó esa desafiante expresión Ils ne passeront pas (No pasarán) que sería usada mil veces por la humanidad en conflictos de toda índole. Un acertado (en términos militares) sistema de rotación hizo que el 75% de los soldados movilizados por Francia pasara por la picadora de carne, incluso el capitán Charles de Gaulle que fue tomado prisionero. Esto significa que todo el hexágono tuvo familiares o conocidos que experimentaron de primera mano aquel infierno.

La proeza gala, por otra parte, tuvo ecos en la Segunda Guerra Mundial porque quien comandó la defensa, fue nada menos que Philippe Petain. En su ancianidad, el general acabaría por convertirse en el presidente del Gobierno de Vichy, satélite de los nazis. El prestigio militar de Pétain se había edificado en aquellos meses terribles de 1916. Otra conexión: en los Alpenkorps (batallones de montaña de Baviera) combatió el teniente Fiedrich Paulus, el futuro comandante del Sexto Ejército que en 1943 se rendiría en Stalingrado (otra colosal batalla de atracción y desgaste que destruyó a los alemanes).

Pero a diferencia del Tercer Reich, si bien el Ejército de los Hohenzollern era, en cuanto organización, superior a los de todos sus adversarios, ningún comandante alemán exhibió fino talento en el campo de batalla. Los prusianos estaban obsesionados con un concepto, acaso proveniente de los libros de Kant y de Nietzsche: si un atacante muestra determinación y perseverancia -el triunfo de la voluntad- lograría resultados decisivos. Falkenhayn fue despedido a fines de 1916 por su fracaso en la toma de Verdún.

Para aliviar la presión sobre el Mosa, en julio de 1916 los ingleses lanzaron un colosal ataque al noroeste, sobre el río Somme. Fue un holocausto incluso peor -los británicos perdieron 419.000 hombres, la peor derrota de su historia-, pero tampoco se consiguieron ventajas estratégicas. La guerra duraría un par de años más. Hoy en día, tanto en la región del Somme como en Verdún, siguen desenterrándose no solo bombas sino también cad veres de soldados.

Verdún se extendió pues durante casi trescientos días de infierno. Fue la segunda batalla más sangrienta del conflicto (la primera fue el Somme) y la más larga. Semejante magnitud es otra de las peculiaridades diabólicas de la Primera Guerra Mundial. "A lo largo de la historia, los ejércitos se habían acostumbrado a librar batallas que duraban, en su mayoría, un solo día; de vez en cuando, dos o tres jornadas, pero luego se iban apagando. Ahora, sin embargo, los aliados y los alemanes exploraron un universo nuevo y terrible de batallas continuas. Se acostumbraron a matar y morir a lo largo de semanas y m s semanas, con interrupciones de tan sólo unas pocas horas'', escribió el historiador Max Hastings.

Guillermo Belcore
Publicado en el diario La Prensa

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