lunes, 18 de julio de 2016

Ejercicios de supervivencia

"El que se ve inmerso en el dolor de la tortura siente su cuerpo como nunca antes. Su carne se realiza totalmente en su autonegación''.
Jean Améry
Entre tantas categorías en que puede clasificarse a la comunidad de los mortales, hay una especialmente perturbadora: los sobrevivientes de la tortura o de un campo de exterminio. Son miles los desdichados que han descendido al infierno y volvieron para contarlo. A un infierno donde el cuerpo -como en los casos de enfermedades graves- establece una despótica soberanía sobre esa energía vital a la que llamamos alma. El dolor es, como se sabe, una potencia diabólica que convierte el ser humano en un guiñapo. Quienes han padecido un sufrimiento bestial se desligan para siempre del común de los hombres.

Jorge Semprún pertenece a esa categoría aparte, que merece el mayor de los respetos. En 2011 lo sorprendió la muerte cuando evocaba su calvario con la Gestapo. La tortura, en efecto, es el tema espantoso de Ejercicios de supervivencia (Tusquets, 133 páginas), la obra póstuma del autor de algunas novelas fundamentales del siglo XX en el campo memorialístico. Se trata de una obra incompleta, fragmentaria, que va y viene en el tiempo, se va desinflando, y promete más de lo que finalmente ofrece. Acaso lo mejor del volumen sea el prólogo de Mario Vargas Llosa y los nudos dramáticos durante la Segunda Guerra Mundial.

Con menos de veinte años de edad, un apellido familiar más bien famoso y ninguna ficha policial o política, Semprún tomó la decisión de unirse a la resistencia armada en la Francia que ocuparon los nazis. Integró la red Jean Marie-Action hasta que fue atrapado en una antigua granja de Joigny por una delación. Corría setiembre de 1943.

Asegura Semprún no haberse quebrado jamás en la mesa de tortura, ni en la tina de agua helada, vegetales podridos y excrementos, ni al ser colgado del techo con las manos en la espalda. Ni una palabra le arrancaron los esbirros de Hitler, aunque admite que no se esmeraron con él; andaban abrumados de trabajo por esos días y lo olvidaron pronto como un fardo inútil. Lo despacharon al campo de concentración de Buchenwald, donde pasó casi dos años y se reencontró con el jefe de la Jean Marie-Action.

Deja en claro el escritor, no obstante, que sería infame trazar una línea moral absoluta entre quebrados y no quebrados por los suplicios. La resistencia al sufrimiento extremo no es una medalla que la gente de bien deba ir exhibiendo sin más. Se explaya, en cambio, sobre sus estrategias de supervivencia o sobre ciertas lacerantes habilidades que desarrollan aquellas personas que tuvieron tratos con un verdugo. Por ejemplo, su majestad el miserable cuerpo puede reconocer los distintos tipos de porras que existen, a tenor de cada dolor sufrido:

"El dolor seco, fulgurante, pero poco persistente, más volátil, de la porra de madera no era comparable al dolor sordo, más soportable al impactar, pero bastante más hondo y duradero, de la porra de goma, sobre todo si no se trataba de un simple vergajo y contenía plomo''.

EL TONO JUSTO

Siempre, hay que decir algo sobre la prosa. Hechos tremendos se relatan con el tono justo, sin grandilocuencias ni énfasis. Los saltos temporales aligeran el horror. La deriva hacia la reflexión filosófica resulta bienvenida. Una última acotación sobre el autor:

"Jorge Semprún fue uno de esos héroes discretos gracias a los cuales el mundo en que vivimos no está peor de lo que está y queda siempre margen para la esperanza'', establece Vargas Llosa sobre el militante comunista que combatió al nazismo y arriesgó el cuerpo en las décadas del cincuenta y sesenta para socavar a la dictadura de Franco. Vale recordar que Semprún admitió tarde en su vida (¿demasiado tarde?) que el bolchevismo era tan sanguinario y absurdo como sus primos fascistas, aunque hay que reconocerle que mucho antes el intelectual comprometido se había percatado de que el espíritu crítico es el polo opuesto del espíritu de partido ("la grisura del socialismo real'').

El lector no puede dejar de meditar sobre la lacerante paradoja que sobrevuela sobre la tenaz resistencia de Semprún en 1943-75: buena parte de su fortaleza espiritual la obtenía de un ideal de fraternidad y progreso que, en la práctica, produjo tantos o más torturadores que el nazismo. En la página ochenta y cuatro, el escritor espa¤ol añora, no sin petulancia, "las viejas batallas del comunismo, olvidadas y perdidas''. ¿Realmente fueron Stalin, Mao, Pol Pot y los Kim norcoreanos menos abominables que Hitler?

Guillermo Belcore
Publicado en el Suplemento de Cultura de La Prensa.

Calificación: Regular


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