domingo, 11 de noviembre de 2018

Tiempos modernos

Es muy probable que Tiempos Modernos (Javier Vergara Editor, edición 1998) sea el mejor libro de Paul Johnson (Manchester, 1928). El más popular de los historiadores de la derecha encierra (y explica) casi setenta años de historia planetaria dentro de un marco conceptual: la mayor parte de las tragedias contemporáneas, a pequeña y gran escala, se han originado por un cambio de mentalidad que decantó en Occidente y contaminó el resto del mundo. Relativismo moral es el nombre del villano de nuestra era. En la Argentina populista, agregamos nosotros, sigue haciendo de las suyas.

El historiador católico considera que el genio científico gravita sobre la humanidad mucho más que los estadistas o los guerreros. Básicamente, somos todos hijos de la Teoría General de la Relatividad. Se ha licuado una certeza decimonónica que operaba como barrera de contención de las conductas: las personas necesitan poseer absolutos morales basados en la fe. Todo es relativo, hasta el tiempo y el espacio. 

Adiós, Isaac Newton y las Sagradas Escrituras. Compiten por nuestras almas Karl Marx (la dinámica fundamental del mundo es el interés económico); Sigmund Freud (el impulso fundamental tiene carácter sexual) y Frederic Nietzsche (todo es voluntad de poder). Por cierto, Johnson sostiene que el siglo XIX (el siglo de Inglaterra) fue el más estable y productivo en la historia de la humanidad. El siglo XX corto (1914-1989) fue una gran calamidad, la era de las masacres. ¿Quién puede desmentirlo?

La encarnación histórica más monstruosa del relativismo moral postula Johnson han sido Hitler, Stalin y Mao Tse-Tung. La “conciencia revolucionaria“, “la moralidad superior del partido” destruyeron la filosofía de la responsabilidad personal, de raigambre judeocristiana, con los resultados a la vista. Categorías enteras de personas fueron exterminadas en nombres de utopías despóticas. Es el resultado directo de haber abandonado el concepto de culpa individual y de la aparición de la ingeniería social, “la creencia de que es posible usar a los seres humanos como si fueran paladas de concreto“.

Johnson tiene talento para el pormenor significativo. El vasto recorrido por el siglo pasado siempre es ameno y la información, caudalosa, aunque el trazo por momentos sea demasiado grueso. El recuento de atrocidades, estremece. Sus héroes son los estadistas de visión y firme personalidad cuyos principios básicos inspiraban confianza como Churchill, Adenauer, De Gaulle, Einsenwoher, Thatcher y Juan Pablo II. Las revoluciones provocan más problemas de los que resuelven, es una de sus máximas favoritas.

En cuanto a la filosofía de la Historia, advierte que no existen los acontecimientos inevitables. El papel esencial lo cumple la voluntad individual. Pone como ejemplo 1941, cuando Hitler y Stalin jugaron al ajedrez con la humanidad. Al fin y al cabo ninguno de estos hombres representó fuerzas tectónicas irresistibles o siquiera poderosas; lo contrario del determinismo histórico es la apoteosis del autócrata individual. No obstante, Johnson cree oportuno aplicar una ley de la economía (“esa ciencia inexacta”) al devenir de todos los asuntos humanos:

“El principio totalista de la corrupción moral desencadena una satánica Ley de Gresham que determina que el mal expulse al bien”

Dicho con una metáfora: abrir siquiera una rendija de la puertas del Infierno es suicida para los pueblos.

Hay que destacar que en las ochocientas seis páginas del ensayo la Argentina no merece más que seis carillas. Recibe una tunda Juan Perón, “seudo intelectual, con el don de la verborrea ideológica, del tipo que iba a ser muy común durante la posguerra”. El Justicialismo como doctrina carece de sustancia, según Johnson. “Perón ofreció una demostración clásica, en nombre del socialismo y del nacionalismo, del modo de destruir una economía”, escribió. Nuestro país -destaca- es ejemplo de una las lecciones más lamentables del siglo XX: apenas se permite la expansión del Estado, es casi imposible reducirlo. Que lo diga Cambiemos, si no.

LA REACCION

Siguiendo la tesis johnsoniana, se podría afirmarse que el relativismo moral sigue campeando a sus anchas, dado que la eliminación de los puntos de anclaje fijo sigue su curso en distintos ordenes de la vida cotidiana, desde la sexualidad (aquí también ha sido dramática la declinación de la responsabilidad personal) como la crítica literaria que ya no quiere regirse por sistemas jerárquicos de evaluación. Licuefacción de la modernidad, lo ha llamado el filósofo Zigmunt Bauman.

El relativismo, asimismo, sigue siendo el fundamento de muchas conductas perversas en el campo de la acción política, un proceso corruptor que naturalmente traba la creación de riqueza. Mas aun, podría decirse que es la sabia nutricia del populismo latinoamericano. “Roba pero hace”, “robaron pero había inclusión social”, “lo único importante es el proyecto” son los argumentos que se esgrimen, por ejemplo, para justificar las trapisondas de un Lula da Silva o una Cristina Kirchner, y sus secuaces. Vale decir, hasta el concepto de decencia es relativo. ¿Es necesario recordar que la corrupción es un lastre para el desarrollo nacional? 

Cuando se eliminan las limitaciones morales de la religión (no robarás), la tradición, la jerarquía y el precedente el resultado suele ser catastrófico, es la enseñanza que un pensador tenazmente conservador en lo político y liberal en lo economía quiso dejarle a los lectores de su espléndida síntesis.

Empero, hay espacio para el optimismo. Uno puede concluir tras la lectura provechosa de Tiempos modernos -uno de esos libros imprescindibles- que la corrección de excesos es inevitable en sociedades sanas que se rigen por el liberalismo político. Trump, Salvini y Bolsonaro son la respuesta actual de los pueblos a ciertas exageraciones del relativismo moral como la destrucción del principio de autoridad en la calle o en la escuela. Ayer, se llamaban Thatcher y Reagan. A la Historia le complacen las simetrías.
Guillermo Belcore

Calificación: Excelente

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