lunes, 18 de marzo de 2019

La muerte del comendador II

Vivir en la conformidad es vivir sin sobresaltos. Búsquese un empleo con ingresos fijos y suficientes, y en el que se limite a mover la mano o el intelecto de manera casi automática. Es decir, no se relacione con cosas difíciles de entender como las ideas abstractas o las metáforas (una metáfora doble puede resultar letal, incluso) o se meterá en problemas.
Es la conclusión a la que ha arribado, después de casi un año de peripecias insólitas, el protagonista de la novela más reciente de Haruki Murakami (Kioto, 1949). Vivía tranquilo como pintor de retratos al uso hasta que su esposa, sin preámbulos, lo abandonó. Después de vagar por Japón, se estableció en una casa vacía en las montañas cerca de Odawara, propiedad de un artista plástico de la vieja escuela, famoso y con demencia senil, el padre de un amigo. 
En un desván, el amable hombre de 36 años encontró una obra maestra: La muerte del comendador. Sacar a la luz ese cuadro tan perfecto como ominoso -al parecer evoca hechos terribles ocurridos bajo la bota del nacionalsocialismo- rasga la realidad, abre una trampilla al mundo de los espíritus. El retratista, además, termina implicado en las complejas circunstancias personales de un hombre rico y enigmático que vive al otro lado del valle.
Estas líneas comentan pues la segunda parte de La muerte del comendador (Tusquets, 494 páginas), primera producción de largo aliento del vate japonés desde la ambiciosa 1Q84 (pinche aquí), que data de 2011. Confirmamos la hipótesis enunciada en este blog en noviembre pasado tras la lectura del primer tomo: la décimocuarta novela de Murakami no está a la altura de sus mejores creaciones. Por momentos, incluso, resulta aburrida, monótona, redundante. Y comete el pecado imperdonable de malograr un escenario muy prometedor: un viaje subterráneo al país de las metáforas (o al mundo de la relatividad) para rescatar a la niña María Akikawa. Si Alicia en el país de las maravillas era el modelo de este libro, el fracaso es evidente.
De los dos tomos, lo mejor que puede decirse es que la legión de fans de Murakami no se verán defraudados. Contienen todos los ingredientes que lo han hecho famoso. En primer lugar, una prosa cristalina que fluye con una naturalidad envidiable, y con un manejo virtuoso del símil. Segundo, personajes exóticos. Tercero, la explotación literaria de una certeza filosófica: "en esta vida hay muchas cosas que no se pueden explicar en forma racional y también hay muchas otras que ni siquiera merecen una explicación. Sobre todo si al hacerlo se pierde una parte importante".
También desfilan casi todos los fetiches del universo murakamiano. Si a Borges le encantaban los espejos y los laberintos, entre otras fruslerías; al novelista japonés le atraen los pozos como los de los aljibes, los gatos, la música culta, los pechos femeninos ("aunque sólo fuera desde una perspectiva estética"), las manufacturas vintage, las presencias sobrenaturales, los homúnculos, las sectas y las historias enrevesadas.
Finalmente, hay que decir una vez más que Murakami -quizás como ningún otro escritor contemporáneo- ha logrado reconstruir el realismo mágico. Después de los pueriles excesos de Isabel Allende, por citar el caso más conocido, lo creíamos muerto y enterrado en América latina. No esperábamos que en las antípodas un tipo que atendía un bar y que llegó casi por casualidad a la literatura le diera al procedimiento garcimarqueano tan interesante giro.
Murakami es, al fin y al cabo, el creador del llamado universo tubifex: ¿Qué es esto? Un cosmos muy parecido al nuestro pero con una lógica distinta donde, por ejemplo, las ideas tienen vida propia, en algún momento se liberan de sus creadores y se lanzan a andar para influir sobre los seres humanos. Las ideas y las metáforas pueden adoptar cualquier forma, pero en el libro que aquí comentamos adoptan la de los personajes del cuadro del comendador. Miden sesenta centímetros de alto, algunas personas pueden verlas y conversar con ellas y otras no.

SIN CLIMAX

Como se dijo más arriba, difícilmente La muerte del comendador defraude a la grey murakamiana. ¿Pero qué pasa con el resto? Hasta cierto punto, la trama funciona bien como novela de fantasmas y hay interesantes referencias al arte de componer cuadros. El problema es que nunca se alcanza el clímax (la analogía sexual es válida). La acción es defectuosa por escasa o lenta, estropea el núcleo incandescente que ya mencionamos: cuando el pintor debe cumplir una serie de pruebas fantásticas para liberar a la pequeña Marie.
Resumiendo, la obra tiene una composición precisa y una técnica inmejorable. Los personajes son muy realistas, persuasivos, pero la urdimbre no logra atraparte de las solapas con la fuerza suficiente. Dice George Steiner que las mejoras novelas (las únicas que valen la pena leer en realidad) son aquellas que en un sofocante vagón de tercera clase le permite a un pasajero abstraerse de la realidad. No es este el caso.
Guillermo Belcore
Calificación: Regular
Publicado en el Suplemento de Cultura del diario La Prensa.

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