miércoles, 4 de diciembre de 2019

Retorno a Brideshead

Amar a un ser humano -aunque sea a uno solo- es la base de toda sabiduría.
 Evelyn Waugh

Podría decirse, amigo lector o amiga lectora, que la gran noticia de la primavera no ha sido el inquietante retorno del peronismo o la fuga de Evo Morales, sino la decisión del sello Tusquets de liquidar inventarios en Buenos Aires. Hoy, uno puede descubrir gemas en las librerías porteñas al precio de un pan de manteca. Hallará, por ejemplo, una de las mejores novelas del siglo XX: Retorno a Brideshead, la obra maestra de Evelyn Waugh (1903-1966), "escritor inglés considerado por muchos como el novelista satírico más brillante de su día" (Enciclopedia Británica dixit).

Hace setenta y cinco años, Waugh concluyó el libro, aprovechando que un indulgente comandante militar prolongó su licencia médica. En 1944, el literato servía en los Royals Marines y se unió a una misión británica para apuntalar a los partisanos yugoslavos, pero -explica en el prólogo- tuvo la buena fortuna de sufrir una herida sin importancia que le proporcionó una temporada de descanso.

Rompió entonces la hucha de sus experiencias personales para componer un sublime ejercicio de nostalgia que retrata un minúsculo sector de la aristocracia británica -los terratenientes católicos, veinte familias apartadas de cualquier ascenso- y que reflexiona sobre el amor, el deseo y las convicciones religiosas (en 1930 Waugh había sido recibido en la Iglesia Católica).

En el prefacio, que no puede ser definido sino como "encantador" (esta es una palabra que aquí usaremos a menudo), Waugh afirma que el tema de la novela es, justamente, "la influencia de la gracia divina en un grupo de personajes muy diferentes entre sí, aunque estrechamente relacionados".


MIRANDO ATRAS


"La memoria, ese anfitrión alado que se cierne a tu alrededor, es la vida, porque no poseemos nada con certeza excepto nuestro pasado", establece Waugh en la página doscientos sesenta y siete. Fiel a la premisa ha escrito una deliciosa y tierna añoranza.

En plena Segunda Guerra Mundial, el capitán de infantería Charles Ryder recuerda con lágrimas en los ojos los lánguidos días de la juventud, cuando conoció en Oxford a Sir Sebastian Flyte, un alma atormentada de la nobleza católica. La movilización de tropas lleva al oficial (temporario) a la mansión de Brideshead, propiedad del barón de Marchmain, el padre de Sebastian. Cientos de días felices había pasado Ryder allí.

El primer tramo del libro nos conduce pues a 1923, la Arcadia del narrador. Irrumpimos en el Hertford College, reducto de una aristocracia universitaria que parece dispuesta a perdonar cualquier cosa excepto la falta de ingenio verbal (los magníficos parlamentos son una de las glorias del libro). Vemos a Sebastian paseando con un oso de peluche por debajo de los castaños en flor. Aparecen personajes encantadores en su anacronismo (el criado Lunt; el tutor Sangrass; lord Brideshead, el hermano mayor de Sebastian) o en su locura, como Anthony Blanche, el esteta por excelencia.

Viajamos después a Londres, Venecia, París y Marruecos. Hay escenas divertidas, como la visita de la pandilla estudiantil a un cabaret de mala muerte, el Old Hundredth. Todos terminan en la cárcel. Sebastian degenera en borracho perdido; odia a su familia, en particular a su madre, Lady Teresa Marchmain, tan fría como clamorosa, y con ese suave e infinitesimal matiz de burla que caracteriza a las clases altas del Reino Unido. Charles se transforma en la parte del mundo que Sebastian quiere abandonar. Por eso, los amigos -¿hay tensión sexual entre ellos o se trata de amor platónico?- se separan para siempre. Ryder se casa, se dedica a la pintura al óleo (como Waugh), juega a ser Gauguin.

En la tercera parte, la historia salta a 1933. Ya es hora de hablar de Julia Flyte, la hermana de Sebastian. Se reencuentra con Charles en un trasatlántico, se enamoran, los dos arrastran matrimonios infelices. La joven se había casado con un sinvergüenza ambicioso llegado del Canadá que se llama Rex Mottram (otro gran carácter), quintaesencia del "mundo adquisitivo" y de la política sin escrúpulos. Su conversión al catolicismo es tan patética como desopilante.

Charles y Julia resuelven divorciarse, planean irse a vivir juntos a House Marchmain ("donde la riqueza ya no tiene esplendor ni el poder posee dignidad"), pero la vuelta para morir en casa del barón, después de veinticinco años de exilio con una amante en Italia, revive "la cuestión religiosa". No es sencillo "vivir (técnicamente) en pecado". La antiquísima lucha entre lo profano y lo sagrado en la vida de un creyente. El final de las memorias del capitán Ryder resulta conmovedor.

UNA VIRTUD ESENCIAL


Decía Stevenson que hay una virtud sin la cual todas las demás son inútiles; esa virtud es el encanto. Retorno a Brideshead es puro encanto. Son encantadores los personajes, en particular los jóvenes de las clases ociosas que pueden vivir cómodamente de una subvención de sus mayores y necesitan escandalizar. Son encantadores también las conversaciones refinadas, las largas y majestuosas comparaciones (indudablemente Waugh tenía talento para la metáfora), los giros de la trama. La crítica social también es exquisita: detrás de un lord suele haber podredumbre, esnobismo y estupidez, como en cualquier otro ser humano.

Pero el autor en la página trescientos veintidós se rebela contra el artificio e incluso contra la intensa necesidad de los ingleses de ser educados. Escribió: 


"El encanto es la gran plaga de los ingleses. No existe fueras de éstas húmedas islas. Corrompe y mata todo lo que toca. Mata el amor, mata el arte".

Y en el prólogo -data de 1959- confieza que, "ahora con el estómago lleno", encuentra de mal gusto "el lenguaje retórico y adornado". No le haga caso, debe haber sido una concesión a una época en la que el socialismo ganaba terreno en forma de esa calamidad llamada corrección política.

Lo cierto es que, aún hoy, la novela atrapa tanto por la potencia estética como por la profundidad del contenido. Es fácil la identificación. ¿Quién no ha perdido algún paraíso en su vida, real o imaginario? ¿Qué persona de fe no sufre alguna vez un problema de conciencia? Por cierto, para el escritor la fe es básicamente dos cosas: aceptar lo sobrenatural como real y abrir a la religión la puerta del espíritu.

Retorno a Brideshead es, en síntesis, uno de esas novelas geniales en la que simplemente uno debe abandonarse al goce de la lectura. Digámoslo con palabras de Evelyn Waugh: la literatura "como mensajera de un instante de dicha, como la que llega en el fondo del corazón en la orilla de un río, cuando, de repente, el martín pescador destella por encima del agua".
Guillermo Belcore
Publicado en el Suplemento de Cultura del diario La Prensa.

Calificación: Excelente


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