Escribió Jorge Luis Borges esta magnífica estrofa:
"A veces en la tarde una cara
nos mira desde el fondo de un espejo;
el arte debe ser como ese espejo
que nos revela nuestra propia cara".
No sólo eso, podríamos agregar con agradecida humildad. El arte elevado también nos muestra la cara de la sociedad que lo fecunda. Las ideas, las obsesiones, los miedos, los deseos de su tiempo.
He aquí un caso notable. Todos aquellos que crean que es posible concluir, después de décadas de dilaciones y escaramuzas, un acuerdo de libre comercio entre el Mercosur y la Unión Europa deberían leer la séptima novela de Michel Houellebecq (1958), el más sustancioso escritor contemporáneo de Francia, una especie de Dostoievski con un punto de depravación.
Entregada a la imprenta en 2019, Serotonina (Anagrama, doscientas ochenta y dos páginas) es, entre otras cosas, un afilado manifiesto en favor del proteccionismo agrícola. El mismo amor intenso que Proust manifestaba por sus condesas, Houellebeq lo expresa por los ganaderos normandos y sus animales:
"...amplias y majestuosas las vacas normandas eran y la existencia parecía bastarles con creces; fue al descubrir estas vacas cuando comprendí por qué los hindúes consideraban a este animal sagrado"...
La Francia profunda, esa que vota a la Agrupación Nacional de Marine Le Pen y sufre por las desdichas de sus ruralistas que salen a las rutas a protestar con chalecos amarillos, nos dice que para ellos el librecambismo es una peste. El libro, incluso, nos señala con el dedo dos veces a nosotros, los argentinos, como su gran amenaza mortal. Primero, en relación a los cultivadores de damascos del Rosellón que pronto serían barridos por los de Mendoza y San Juan; luego con la carne vacuna (aunque Houellebecq reconoce que la nuestra es deliciosa). Se lee en la página cincuenta:
"...los expertos estimaban que la Argentina con una población de cuarenta y cuatro millones de habitantes, podría eventualmente alimentar a seiscientos millones de personas, y el nuevo gobierno, con su política de devaluación del peso, lo había comprendido muy bien, esos cabrones iban a inundar literalmente Europa con sus productos, además no tenían ninguna legislación restrictiva respecto a los transgénicos, lo cual significaba que estamos jodidos...".
No es muy difícil colegir que los franceses siempre encontrarán la forma de demorar o, llegado el momento, de incumplir o tergiversar cualquier acuerdo de libre comercio con el Mercosur. Es lógico, además. ¿Por qué bien superior van a sacrificar lo que consideran uno de sus tesoros nacionales, su ineficiente sector agrícola artesanal?
CRISIS DE LOS 40
El protagonista de la novela se llama Florent-Claude Labrouste, un ingeniero agrónomo cuarentón sumido en una crisis de identidad. Trabaja en el Ministerio de Agricultura redactando notas e informes destinados a negociadores del Gobierno. Sus textos "definen, defienden y representan las posiciones de la agricultura francesa". Sus días transcurren "cada más vez más dolorosos a falta de acontecimientos tangibles y simplemente de razones para vivir".
La novela, que nunca deja de ser interesante, es algo así como las memorias de un fracasado, aunque lúcido. ¿Mencionamos ya la similitud con Dostoievski? Florent se ha convertido en un adicto a un antidepresivo de nueva generación. El Captorix favorece la liberación de la serotonina (de ahí, el título) producida en la mucosa gastrointestinal lo que permite a los pacientes una vida normal dentro de una sociedad evolucionada (higiene, vida social reducida a la buena vecindad, trámites administrativos sencillos). Tiene efectos secundarios, claro. Impotencia, por ejemplo.
Así las cosas, llegamos al núcleo incandescente del libro. Un buen día, Florent se decanta por "un proyecto de desaparición voluntaria". Es decir, abandona a su novia japonesa (una degenerada y una esnob), al bien pago empleo público, a su departamento cinco estrellas... y se convierte en un vagabundo (a lo Jack Reacher), pero al abrigo de la necesidad. Tiene 700 mil euros en la cuenta bancaria. En la página cuarenta y ocho, Houellebcq nos informa (es uno de esos sabelotodos que siempre quieren enseñarle algo lector) que cada año en Francia unas doce mil personas optaban por desaparecer, dejar a su familia y rehacer la vida, a veces en la otra punto del mundo, a veces sin cambiar de ciudad.
La trashumancia nihilista lleva a Florent al castillo de Olonde (Normandía), propiedad de un amigo de la universidad. Aymeric d'Harcourt es el señor local, último representante de una aristocracia terrateniente empobrecida ¿Hay un personaje más encantador en una novela europea que un noble decadente? La esposa de Aymeric lo ha abandonado, casi no ve a sus hijas; es un idealista, productor rural de la vieja escuela, comprometido con la causa de los ganaderos normandos. La región está en llamas por el descenso del precio de la leche. Las bancarrotas, a la orden de día. Hay piquetes con campesinos armados y lockout patronal. A las multinacionales no les importa: traen la leche de Irlanda o Polonia. La resistencia concluye con derramamiento de sangre
Houllebecq une puntos. Francia está condenada "en la batalla de la producción mundial". El cordón ideológico es demasiado fuerte y el número de agricultores aún demasiado alto para la Unión Europea por lo que el declive está asegurado. Como dijimos más arriba, para el prolífico literato francés el librecambismo es devastador como una enfermedad letal.
Página doscientos dos:
"...Reflexionando sobre mi pasado profesional, sobre mis años de vida laboral, me daba cuenta que, en efecto, había tropezado con muchas y extrañas supersticiones de casta. Mis interlocutores no luchaban por sus intereses, ni supuestamente por los intereses que defendían, habría sido un error creerlo: luchaban por unas ideas; durante años me había enfrentado a personas dispuestas a morir por la libertad de comercio".
¿OCCIDENTE CONDENADO?
Como en otras de sus novelas (1), Houllebecq expresa su pesar por el suicidio de Occidente. Es el horror de un mundo sin Dios, sin amor conyugal, sin familia, sin esas estructuras económicas y sociales que permitían en la Patria de antaño "el ascensor social". Ciertos hechos recientes, parecen darle la razón a este gran azote de la corrección política cuando establece que el siglo XXI "es el siglo de más de Occidente".
En la página 130, establece el vate:
"...una civilización muere simplemente por hastío, por asco de sí misma, que podía proponerme la socialdemocracia, es evidente que nada, solo una perpetuación de la carencia, una invitación al olvido".
Pero hay una salida, aunque individual. "El mundo exterior es duro, implacable con los débiles, no cumple nunca con sus promesas y el amor sigue siendo en lo único que, quizás, todavía se puede tener fe".
El tercer gran tema del libro, en efecto, es el amor frustrado entre Florent y Camille. Por una estúpida infidelidad, el hombre perdió a la mujer de su vida y nunca tuvo la valentía de, al menos, intentar recuperarla. Debió arrastrarse de rodillas hasta que lo perdonara. Nunca volvió a ser feliz y la ruina fue la consecuencia de aquella decepción.
El mensaje axiológico de la novela es conmovedor: el amor (ese que nos oprime el pecho) es un mensaje de Dios, que siempre piensa en nosotros. El libre albedrío determina si aprovechamos o no esa oportunidad (a veces única) que se nos concede para hacer tolerable el paso por el valle de lágrimas.
Como se ve, el gran encanto de las novelas de Houllebecq es el mismo de los textos de Chesterton. Hay un bombardeo incesante de ideas originales, provocativas, contraculturales... (¡llega a reivindicar a Francisco Franco como el inventor del turismo de calidad!) Hemos sostenido más de una vez en este blog que se trata de un pensador imprescindible (2). Los mejores literatos, al fin y al cabo, son los que no temen ser odiados.
Guillermo Belcore