Ernst Jünger
Tusquets. 669 páginas. Autobiografía
Por Guillermo Belcore
No suena descabellado proponer que el acontecimiento crucial del siglo XX fue la Primera Guerra Mundial. Ese trágico e innecesario conflicto no sólo destruyó una civilización basada en las creencias optimistas de la Ilustración sino que ha tallado los rasgos primordiales de lo que Eric Hobsbawm denominó el siglo corto (1914-1989), a tal punto de que la Segunda Guerra Mundial no fue otra cosa que su consecuencia directa. Es decir, sin matanzas como las de Verdún no hubiera habido Auschwitz, ni revolución bolchevique, ni marcha fascista sobre Roma, ni guerra fría (¿Perón hubiera capturado el poder?) e incluso el imperialismo europeo se habría apagado con otro ritmo. Hasta el arte cambió violentamente de rumbo. Más aún, el totalitarismo -fenómeno perverso y típico de la centuria pasada- no fue otra cosa que la continuación de la Gran Guerra por otros medios, según la autorizada opinión de John Keegan.
Toda aproximación a esa pavorosa carnicería resulta, por ende, interesante. He aquí una de primer orden: Tusquets trae por primera vez al castellano el Diario de Guerra de Ernst Jünger (Heildelberg 1895-1998), el más lúcido de los guerreros alemanes, quintaesencia del conservador fino, empapado de cultura clásica. El libro destila quince libretas de apuntes y dibujos que el extraordinario escritor garabateó entre 1914 y 1918, mientras las balas de fusiles, los balines de los sharpnel, los fragmentos de metralla y los nubarrones de gas mostaza se afanaban por liquidarlo. Jünger sobrevivió de milagro y legó esos textos palpitantes aunque sobrios al Archivo de Literatura de Marbach. Su publicación en 2010 en Alemania, después de un examen erudito, no merece sino aplausos por la doble naturaleza del texto. Tiene un gran valor documental y, al mismo tiempo, es la más alta expresión de la literatura bélica.
Heidegger, ese monstruo magnífico, sostenía que el pensamiento filosófico sublime y la mutación de dicho pensamiento en poesía ha tenido lugar solamente en dos lenguas: el griego antiguo y el alemán. Puede que la máxima sea falsa, pero tras la lectura de este libro uno concluye que sólo podía ser escrito por un soldado de infantería alemán o por un hoplita griego. Es la oda culta a la batalla, fría y racional, sin odios ni piedad al enemigo. La indiferencia ante la muerte es brutal. Se manifiesta, al mismo tiempo, una profunda curiosidad ante la experiencia histórica. El guerrero, que ansía tener contacto cuerpo a cuerpo con el enemigo, define una ética que Martín Fierro aceptaría con un leve movimiento de cabeza: "si no ponéis en juego la vida, nunca tendréis ganada la vida". El valor es la única virtud del varón.
EL PRINCIPIANTE
Vale aclarar que el autor empezó a escribir sus diarios a los veinte años. Era un don nadie, aunque de próspera familia burguesa, al que el peligro le atraía. Ya narraba, no obstante, con un estilo excelente, aderezado con algunos desbordes románticos que lo llevan a afirmar, por caso, que una muerte mejor no podría encontrarse en cien años. Con el tiempo, parte del contenido fue a nutrir la espléndida Tempestad de acero, a la que quizás Jünger le debe que los nazis nunca lo hayan molestado. Hitler amaba esa novela.
El lector encontrará una detallada descripción de la vida (y la muerte) en la trincheras y en la retaguardia. El alférez (subteniente) Jünger va de un lado a otro por el frente occidental, ese gran Moloch que exterminó con titánicos duelos de artillería y asaltos condenados de antemano a unos cuatro millones de personas. Al campeador ese interminable desfile de la Parca le provoca, por lo general, una impresión "heroica y grandiosa". Pero a veces lo asaltan las dudas: "fluye un río de sangre, de sangre quizás inútilmente derramada, para precipitar a millones de madres en la aflicción y el dolor... ¿Para qué esta matanza, ese continuo matar y matar". Filosofía del puesto de guardia, lo llama con desdén un párrafo más tarde.
El inglés es su principal adversario. Establece Jünger que la diabólica batalla del Somme "parece ser un producto de la demencia". Pinta sin énfasis y con elogiable ausencia de ideología cuadros medievales de devastación. Siempre flota en el aire el tufo dulzón de los cadáveres. Consigue evadirse el joven esteta -no era un sádico como los SS- con toscas francachelas, con la escritura del diario, con la captura de coleópteros y con la lectura elevada. Hay escenas surrealistas: en julio de 1917, entre el humo de la pólvora, se distrae en un profundo cráter de granada con su pipa y leyendo Casars Denksaule (la columna conmemorativa de César) de Ignatius Donnelly. A su lado, huyen soldados despavoridos.
Resulta casi inconcebible que este libro (y todo lo que E. J. escribió después) haya llegado a nosotros. En Flandes, en el Artois y la Champaña, la muerte lo persiguió con saña. Vió caer uno a uno a sus camaradas. Pero una suerte colosal -cómo no pensar en la mano de Dios- lo ha salvado. Fue herido catorce veces, lo que le permitió salir del campo de batalla cuando los volcanes hacían erupción. Una bala le atravesó el cuero cabelludo; otra le dejó un orificio de entrada y de salida en el pulmón. Jünger murió a los 102 años en su cama. Y nos dejó un testimonio conmovedor de la locura bélica. Bien leído, Diarios de la guerra se trata de una alegre afirmación de la vida. Todos, al fin y al cabo, somos sobrevivientes.
Publicado hoy en el Suplemento de Cultura del diario La Prensa.
Gracias por la reseña. No creo que este libro llegue a Ponsombilandia, pero si el milagro ocurre, voy a comprarlo.
ResponderEliminarSaludos.