En nuestro siglo XXI -postuló el historiador
Max Hasting- la estampa popular de la Primera Guerra Mundial está dominada por imágenes de trincheras, barro, alambradas y poetas. Cierto. Pero es en las novelas donde debe bucear el lector al que le intrigue ese “largo túnel lleno de sangre y oscuridad” (la metáfora es de
André Gidé). ¿Qué le ocurrió a Europa entre 1914 y 1918? Las antenas de nuestra especie, los artistas, ofrecen respuestas.
Si hay un libro que ha captado tanto el horror de aquella contienda insaciable como el espíritu cuasi deportivo con que las elites y las masas de una decena de países marcharon al matadero es
Tempestades de acero (Tusquets, 1987) de
Ernst Jünger (1895-1898). El gentilhombre de Hannover se alistó como voluntario a los diecinueve años y partió a matar con sus libretas de apuntes y el espíritu de su época:
“Crecidos en una era de seguridad, sentíamos todos un anhelo de cosas insólitas, de peligro grande. Y entonces la guerra nos había arrebatado como una borrachera. (…) Ella, la guerra, era la que había de aportarnos aquello, las cosas grandes, fuertes, espléndidas. La guerra nos parecía un lance viril, un alegre concurso de tiro celebrado entre floridas praderas, en la que la sangre era el rocío”.
La I Guerra Mundial, se sabe, fue básicamente una guerra rural de posiciones (ninguna ciudad importante de Europa fue destruida). Jünger amalgamó la ética clásica del guerrero con algo tan improbable como la estética de las trincheras, esas zanjas picadoras de carne que se extendieron desde el Mar del Norte hasta Suiza. Existen seis versiones distintas de
Tempestades de acero, la de 1934 fue expurgada de las soflamas nacionalistas que pudieran ser aprovechadas por los nazis. Es tanto un producto de la imaginación como una novela documental que nos trae los hedores de los nubarrones de gas mostaza, las visiones de pesadilla, los sonidos de la metralla, los sabores aguados del rancho durante las grandes batalles en Flandes y en Francia, como el Somme o el canto del cisne del Ejército alemán: Kaiserschlacht.
Hay otras dos obras imprescindibles de Jünger sobre un conflicto donde lo decisivo para sobrevivir era el azar (“ese movimiento vacilante a través del tiempo y del espacio que en cualquier momento puede hundirte en la nada“) la nouvelle
El teniente Sturm (Tusquets, 2014) y el sobrio y honesto
Diario de Guerra (Tusquets, 2013), que contiene incluso escenas surrealistas: el en julio de 1917, entre el humo de la pólvora, nuestro héroe se distrae en un profundo cráter de granada con su pipa y leyendo
Casars Denksaule (la columna conmemorativa de César) de
Ignatius Donnelly. A su alrededor, corren soldados despavoridos.
Cómo resistieron aquello sin volverse locos, le pregunta a Jünger el cómodo lector de nuestra era:
“Si no dirigían su trayectoria las estrellas fijas del honor y de la patria, o si su cuerpo no estaba endurecido por el ansia de combatir como por una coraza de escamas, entonces iba a la deriva, como un molusco, como un temblosoro manojo de nervios, en medio de la lluvia de fuego y acero”.
BACANAL DE LA MUERTE
Lluvia de fuego y acero, escribió Jünger. Justamente, la I Guerra fue una contienda básicamente de artillería. Oigamos otra voz eminente:
“Ha caído. No; se ha lanzado cuerpo a tierra porque lo acechaba un perro infernal, un inmenso obús, un repugnante chorro de fuego salido del abismo. Está boca abajo, con la cara en el barro fresco y las piernas abiertas. El producto de una ciencia enloquecida, cargado del peor de los horrores, penetra oblicuamente en el suelo a treinta pasos de él, como el diablo en persona, y estalla con un espantoso alarde de fuerza, levantando una fuente de la altura de una casa… una fuente de tierra, fuego, hierro, plomo y humanidad en pedazos. Porque ahí había dos hombres, dos amigos que se habían arrojado al suelo juntos en el momento crucial y cuyos cuerpos ahora se habían mezclado para siempre y desaparecido para siempre”.
¡Es la voz de Thomas Mann!
La montaña mágica (Edhasa 2005), otra novela capital del siglo XX, dedica sólo las últimas diez páginas (de un total de novecientos treinta) a esa “bacanal de la muerte”, pero aborda en clave de metáfora un quiebre trascendente: la I Guerra, “abominable fiebre sin medida”,
marcó el final de una era, el comienzo de un nuevo siglo, como luego teorizaría
Eric Hobsbwam en
Historia del siglo XX (Crítica 1999). Una civilización entera se hundió: el aristocrático orden liberal, surgido de la Ilustración y cuyo símbolo perfecto fue el sanatorio para tuberculosos ricos en medio de los Alpes que imaginó Mann. El cataclismo abrió paso a la democracia de masas. El futuro sería de los que los pueblos quisieran o de quienes tuviesen la habilidad de manipularlos. Y también del totalitarismo rojo o pardo, la continuación política de la I Guerra por otros medios, según la acertadísima definición del gran historiador
John Keegan (
The First World War, Pimlico, edición 1999).
El mismo juego literario encontramos en el último tramo de la inmortal novela de
Italo Svevo La conciencia de Zeno. Viajamos a otro frente de batalla, a la ciudad de Trieste, en manos del Imperio Austrohúngaro, tierra irredenta de los italianos. La ruptura de la civilización se encarna en un enloquecido cabo austríaco. La guerra separa a Zeno Cossini de los suyos, le cura las neurosis burguesas y lo sume en un profundo pesimismo:
“Acaso a través de una catástrofe inaudita producida por los artefactos recuperemos la salud. Cuando ya no sean suficientes los gases venenosos, un hombre como todos los demás, en la soledad de su habitación de este mundo, inventará un explosivo incomparable, frente al cual los explosivos actualmente inexistentes parecerán juguetes inocuos. Y otro hombre, también igual a todos los demás, aunque algo más enfermo, robará ese explosivo y lo llevará hasta el centro de la Tierra, para ponerlo en el sitio donde su efecto sea el máximo. Se producirá una enorme explosión que nadie oirá, la Tierra regresará a su forma nebulosa y deambulará por los cielos, carente de parásitos y enfermedades”.
DESASTRE EN CAPORETTO
El frente austroitaliano, esa llaga gangrenosa según Svevo, está retratado y explicado por otra novela inmortal del siglo XX, de corte autobiográfico como las de Jünger:
Adios a las armas de
Ernest Hemingway. ¡Qué historia tenemos aquí, qué final tremendo que marca para siempre a todos los que debimos pasar, con un nudo en la garganta, por el trance de un parto! El núcleo incandescente es el idilio entre el voluntario estadounidense Frederick Henry, chofer de ambulancias, con la enfermera inglesa Catherine Barkley. Pero la obra pretende además representar la muerte del idealismo, la desilusión con una guerra que a cien años de distancia nos sigue pareciendo absurda. Y el telón de fondo es una de las batallas más importantes, un desastre sin paliativos para los italianos acaecido en 1917: Caporetto.
Es probable, finalmente, que ningún texto haya podido expresar con tanta contundencia el repudio a la locura bélica que las primeras cincuentas páginas de
Viaje al final de la noche, la monumental novela de
Celine (Edhasa, 2005). Observe el lirismo descarnado, nervioso, de este párrafo:
“Pensé -¡presa del espanto!-: ¿seré pues el único cobarde de la tierra?… ¿Perdido entre dos millones de locos heroicos, furiosos y armados hasta los dientes? Con cascos, sin cascos, sin caballos, en motos, dando alaridos, en autos, pitando, tirando, conspirando, volando, de rodillas, cavando, escabulléndose, caracoleando por los senderos, lanzando detonaciones, ocultos en la tierra como en una celda del manicomio, para destruirlo todo, Alemania, Francia y los continentes, todo lo que respira, destruir, más rabiosos que los perros, adorando su rabia (cosa que no hacen los perros), cien, mil veces más rabiosos que mil perros, ¡y mucho más perversos! ¡Estábamos frescos! La verdad era, ahora me daba cuenta, que me había metido en una cruzada apocalíptica!”
Si la experiencia humana es lo que atrae con mayor fuerza la imaginación del lector del siglo XXI, como sostiene el historiador Hasting, quien quiera aproximarse de cerca a aquella catástrofe inútil -empero, sin la cual seguramente no hubiésemos tenido a Kafka- debe leer novelas.
Guillermo Belcore
Publicado en el Suplemento de Cultura del diario La Prensa del domingo pasado.