El subgénero chick lit es una moda intrascendente (¿hay alguna que no lo sea?) que ha pretendido recorrer el mundo secreto que habitan las menores de treinta. Hasta donde uno sabe, no engendró ni una sola obra memorable. Sólo animalitos defectuosos, adocenados, planos como los dibujitos animados. Hasta que llegó el glamoroso debut artístico de Emma Cline (Sonoma, 1989). Al fin, una sonda formidable arrojada a las profundidades psicológicas de las adolescentes, a ese delicado hervidero de amor.
"Pobres chicas. El mundo las engorda con su promesa de amor. Cuánto lo necesitan y qué poco recibirán jamás la mayoría de ellas. Las canciones pop empalagosas, los vestidos descritos en los catálogos con palabras como "atardecer" y "París". Y luego les arrebatan sus sueños con una fuerza violentísima; la mano tirando de los botones de los vaqueros, nadie mirando al hombre que le grita a su novia en el ómnibus", se establece en Las chicas (Anagrama, 336 páginas).
La señorita Cline, discípula del gran Richard Ford, indaga no sólo en el tormentoso camino a la madurez -con su sensibilidad hasta la locura- de las mujeres. En su primera novela, también ha colocado sobre la mesa de las autopsias al espíritu loco de fines de los sesenta. Viajamos a California, a tiro de piedra de San Francisco, un edén con la mayor densidad de chiflados del planeta. El antiquísimo rostro de la herejía emerge entre los vapores de la marihuana y de los alucinógenos. Gurúes tan carismáticos como peligrosos avivan el deseo perverso de fundar un nuevo tipo de sociedad, de arrojarse a la corriente de agua más rápida. Disparates, que se consumen como verdades reveladas, cunden por doquier. Comer carne es comer miedo y comer miedo, engorda. Imágenes aztecas cuya mera contemplación te vuelve más inteligente. Los illuminati se comunican entre ellos por medio de los billetes de un dólar.
EN LA SECTA
En ese ambiente de estupidez y credulidad infantil, hay una chica que demanda lo que demandan todas: atención, afecto y pertenencia. Encuentra un sucedáneo de la solidaridad en una secta roñosa y diminuta, que comanda un tal Russell, un vaquero repulsivo, explotador y resentido, pero con un discurso (¡ah, el misterio de la voz humana!) con el magnetismo suficiente como para atraer a una harem de chicuelas y a una estrella del rock. Evie Boyd evoca ese verano inolvidable, esa experiencia decisiva de sus años mozos, ese hecho capital que define toda una vida (sólo hay uno para cada persona, según Sartre).
La novela va y viene en el tiempo. Del presente a 1969, año en que la secta de Russell perpetra una matanza, que se narra con un desapego y una destreza admirable. Al parecer, Cline ha querido reinterpretar las tropelías de Charles Mason y su feligresía, ""dócil como monos de laboratorios drogados"". ¿Es raro que la gente ame a unas criaturas que pueden hacerle daño?, nos recuerda la autora.
Algo hay que decir de la prosa. La debutante Cline (¡recibió dos millones de dólares por su manuscrito!) demuestra, sin dudas, talento chejoviano para los caracteres. Algunos párrafos relumbran como si un artesano le hubiese aplicado un cromado, pero nos escupen en la cara algunas combinaciones imposibles, por lo feas. Nos resulta imposible dilucidar si la culpa es de la impericia de la escritora o de la traducción. Verbigracia: "vacío estrellado", "popurri revenido", "nerviosos apartes".
Básicamente, la potencia estética de la novela surge de la fuerza de la trama y del talento para descifrar los misterios de la adolescencia y de los sectarios. La lectura siempre es grata y absorbente. Se trata de una historia de perdedores. Y perdedoras. Se puede colegir que las mujeres jóvenes hambrientas de amor -que creen que sólo los sentimientos son fiables- son la especie más desdichada del universo.
Publicado hoy en el Suplemento de Cultura del diario La Prensa.