Claude Simon
Seix Barral, Edición 1985, 268 páginas. Traducción: J. Escué Porta.Aquí está de nuevo, delante de nuestros ojos azorados, acaba de despertarse con su tremenda desmesura y su pesado humor. Viene a cobrar a las gentes, como siempre, un tributo de dolor y muerte (desde Wuhan al Chaco). El nombre del monstruo es Historia:
"...tiempo a la vez estático y desbocado, que gira sobre sí mismo, sin adelantar, con bruscos retrocesos, imprevisibles rodeos, errando sin objeto, arrastrando todo cuanto se halle al alcance de esa especie de remolino.''
El remolino de la Historia es, justamente, la protagonista de una extraordinaria novela escrita hace cuarenta años, no muy conocida, que hoy deseamos recomendar para aliviar con buena lectura un confinamiento que no debería haberse eternizado. Hablamos de Las Geórgicas, obra maestra del francés Claude Simon (1913-2004), Premio Nobel de Literatura 1985.
La crítica erudita define a Simon como una de las plumas más relevantes de la llamada Nouveau roman (Nueva novela), la última vanguardia provechosa de Francia, en la opinión del crítico Octavi Marti. Un grupo de intrépidos innovadores -capitaneados por Alain Robbe-Grillet- maquinó prescindir del argumento, los personajes, el tiempo lineal, las tradiciones de ese insuperable artefacto artístico llamado novela. El resultado fue desigual y ha dejado discípulos muy menores, pero también engendró una sublime exhibición de estilo con una gran densidad poética, filosófica e histórica. Nos referimos, claro, a Las Geórgicas.
TRES MOMENTOS CLAVE
Basado en su experiencia personal y en la montaña de papeles que encontró de un antepasado, Claude Simon une (¡incluso dentro de un mismo párrafo!) tres momentos históricos trascendentes: la Revolución Francesa, la Guerra Civil Española y la Segunda Guerra Mundial.
Combina el libro pues -con exquisita maestría- la participación del autor en dos conflictos armados con técnicas de diferentes artes. El literato fue uno de esos jóvenes idealistas que viajaron a España para defender a la República de Francisco Franco. No obstante, en 1937 se topó en Barcelona con la naturaleza criminal del estalinismo. Tres años después, integró un regimiento de caballería en el frente del Mosa (¡jinetes vs. Panzers y Stukas!); fue capturado por los alemanes y confinado a un campo de concentración, pero escapó al poco tiempo. Se afincó en el sur de Francia. Se convirtió en vitivinicultor. Antes de dedicarse de lleno a la literatura, se aficionó a la pintura (estudió con André Lhote) y a la fotografía. En la década del ochenta, aunque tenía dieciséis libros publicados, este caballero rural era poco apreciado en su país. Las Geórgicas fue el fruto de un talento maduro y original, con tendencia a lo autobiográfico. La cumbre de un ciclo vital. La consagración llegó con el Nobel cinco años después.
Como Guimaraes Rosa, Benet y Joyce, ha edificado Claude Simon una catedral de palabras. Hay pasajes de intensa belleza, pero la potencia estética opera fundamentalmente por adición, es decir por la exuberancia verbal de la novela (el barroco nunca pasará de moda, porque como ha establecido Heidegger, el lenguaje es la casa del ser).
El autor despliega dos artilugios que rompen el molde. En primer lugar, un descripcionismo desatado. El propio Simon ha explicado que su intención ha sido llevar el extremo uno de los procedimientos emblemáticos de Balzac. La escritura se abisma en mil descripciones líricas, cargadas de colores, tonos, luces, sombras, sonidos, texturas y olores (por lo general desagradables, es una novela de gente roñosa). Todo se describe de modo fragmentario, desde una bandada de estorninos hasta la trincheras republicanas en el Frente de Aragón. Emplea la sinestesia y la écfrasis como herramientas destacadas.
La otra fórmula novedosa que aplica el autor es la yuxtaposición temporal, a lo Faulkner pero mucho más exigente. La primera de las cinco partes del libro plantea un formidable desafío al lector: saltamos, a veces sin siquiera una advertencia tipográfica, de un tiempo a otro, de las conquistas napoleónicas de Italia, a la desbandada del Ejército francés en mayo de 1940 y de ahí a la Barcelona bajo fuego, luego a una sala de ópera, volvemos a los despachos enloquecidos del Comité de Salvación Pública, y así por sesenta páginas. ¿Quiere decirnos monsieur Simon que la guerra es siempre la misma, que lo seres humanos somos meras hojas de árbol, inermes y trágicos, a merced de esa fuerza de la naturaleza llamada Historia?
El segundo capítulo, más normal, nos lleva al norte de Francia, tres meses antes de que los tanques de Schneller Heinz Guderian irrumpieran por las Ardenas. Vemos a un cuerpo de caballería a quince grados bajo cero. Un ejército de aficionados y de esclavos. Las tropas se alimentan con ``cosas increíblemente infectas (los cuartos de buey congelados diez años atrás en Argentina fechados con un sello violeta en su grasa amarilla, al arroz pegajoso)''. Hay cierta poética en la descripción obsesiva de un frío inimaginable para un sudamericano. El escritor, que estuvo allí, quiere ajustar cuentas con el derrotismo de 1940, la inepcia de los militares y los políticos de París que entregaron el país (y a casi toda Europa) a los nazis.
La tercera parte se ocupa de la familia de Simon. La muerte de la abuela y la iniciación cinematográfica del autor. La subasta de los bienes. Son los herederos de ese coloso de la pequeña nobleza rural (un castillejo y pocas hectáreas) que cambió de bando durante la toma de la Bastilla para convertirse en regicida, diputado de la Montaña, general de artillería de Napoleón, embajador en Nápoles, su Excelencia (y cuyas cartas, informes, hojas de ruta, albaranes de aprovisionamientos, facturas de joyeros, movimientos de tropas, discursos, decretos de la Convención, instrucciones a la administradora Batti, informes sobre inspecciones de baterías, de plazas fuertes, de potencia de fuego enemigas, direcciones al Emperador, relaciones de viajes, consejos para el cultivo de la papa, propuestas de ascensos, de condecoraciones, notas personales, etc. se intercalan a lo largo de todo el libro). Se esboza un misterio familiar de casi doscientos años que se dilucidará en el quinto tramo de la novela dedicado justamente al general republicano.
Es posible que la cuarta parte de Las Geórgicas sea una de las más brillantes manifestaciones de intertextualidad del siglo XX. Retornamos a la Barcelona de la guerra civil dentro de la Guerra Civil Española. Los títeres del ex seminarista con rostro de acero se han abocado a exterminar a otras sectas filosóficas, como el anarquismo y el POUM. Claude Simon lo vio con sus propios ojos. Narra las peripecias de un inglés llamado O:
``...arrojado a (sumido en) algo para lo cual no lo habrán preparado ni los libros ni lo que ha podido aprender por su cuenta en el transcurso de sus años de servicio en la policía, en los miserables barrios del East End, ni durante la época en que se gano la vida fregando platos, o sea un mundo en el que están arraigados desde siempre la violencia, la rapiña y el asesinato, y no de modo más o menos esporádico, más o menos hipócrita, relativamente codificados, sino sin tapujos, sin frenos sin siquiera esas convenciones que distinguen los tramposos pugilatos en medio del barro de simples matanzas entre tribus vecinas, o mejor aún del simple aplastamiento del más débil por el más fuerte...''.
Ese inglés cándido era naturalmente George Orwell. Sí señor, Claude Simon tenía algo que decir (unas cincuenta páginas) sobre un libro famoso, Homenaje a Cataluña.
Es preciso el retrato de los verdugos rojos, vampiros en la noche ("bien alimentados, con sus ojos semejantes a agua sucia, pinta taimada y arrogante ignominia'') y de los más educados y discretos agentes de Stalin, los que mueven los hilos tras las bambalinas, como nuestro Victorio Codovilla. En la página 260, establece que el revolucionario es una "una malformación de la Historia, que la Historia misma se encarga de corregir por sí sola''. Y más adelante reivindica elípticamente la democracia liberal (hoy otra vez en riesgo), donde una persona puede "...dormir, hasta en un mero tugurio, sabiendo que sólo lo sacará de la cama el timbre del despertador y no los culatazos de los fusiles o las pistolas aporreando brutalmente la puerta a la madrugada''...
Para redondear, estamos ante de una las mejores novelas del siglo XX. No es, insistimos, para lectores distraídos o con prisas. Es difícil -pero no inaccesible- porque es excelente. Uno llega a la última página, tarde lo que tarde, convencido de que ha gozado de una inusual experiencia de lectura.
Guillermo Belcore
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