domingo, 28 de septiembre de 2014

La fiesta de la insignificancia

Milan Kundera


Tusquets. Novela, 138 páginas. Edición 2014.


Esta novelita fragmentaria y teatral hace equilibrio sobre un manojo de ideas posmodernas: la seriedad de las grandes ideas concluye en el padrecito Stalin. La insignificancia es la esencia de la existencia; el buen humor, la clave de la sabiduría. Puede ser. Con menos ideas, se han compuesto obras memorables. El problema es que la falta de ambición de una las glorias de la literatura centroeuropea condena el libro a la intrascendencia. Tengo el penoso deber de comunicar una mala noticia: Milan Kundera (84 años) sigue retirado de la Alta Literatura.

La fiesta de la insignificancia es una lectura grata pero va de la tontería a la profundad de pensamiento -y viceversa- con harta frecuencia. He aquí el problema. Nos presenta el autor cuatro amigos que meditan sobre la estética del ombligo, la perspectiva histórica, el narcisismo, la posibilidad del arte (“¿Existirán todavía los poetas?”). Alain fue abandonado por su madre y aún le pesa esa ancla que le colgaron en el cuello a los diez años. Charles sueña con una obra en el teatro de marionetas, en la que Iósif Vissariónovich Dzhugashvili será el protagonista y se divertirá gastándoles bromas a sus esbirros y enseñándoles filosofía práctica. En la página 72, Kundera plantea: “Cada ser humano es el calco del segundo en que fue concebido”. ¿Y si ese determinismo a la enésima potencia fuera verdad? Ser concebido sin amor sería la peor de las taras congénitas.

Así pues, sólo hay una resistencia posible contra los grandes relatos, contra esas ideologías omnicomprensivas que con igual soltura resuelven tanto las dudas políticas como las estéticas o existenciales. No tomarlas en serio. El mensaje de Kundera sigue siendo valioso. No obstante, el valiente artista de La broma (de sus creaturas, acaso, es la que mejor ha envejecido) está mucho más cerca hoy de la inane nausea parísina que de aquella corajuda disidencia de Praga que nos alertó sobre la devastación (sí, “devastar” es la palabra correcta) que provocaba en Europa Oriental el comunismo cuartelero.
Guillermo Belcore
Publicado hoy en el Suplemento de Cultura del diario La Prensa

Calificación: Regular

miércoles, 24 de septiembre de 2014

Viajes y otros viajes

Antonio Tabucchi

Anagrama. Edición 2012, 267 páginas


Es raro que en la era de la televisión por cable (¿Por cierto, vieron en Netflix el documental China salvaje, otra maravilla de la BBC?), la literatura de viajes -escrita en el siglo XXI y cuya materia no sea la guerra o la desesperación- capture nuestro interés de una manera tan intensa como lo hace esta joya, tallada por uno de los orfebres más interesantes que ha dado Italia. 

Antonio Tabucchi murió en 2012. Dos años antes, recopiló, modificó o reescribrió una serie de artículos que había publicado en revistas, diarios o libros. Su materia son “muchos doquieres vividos o visitados“, desde Kyoto a Buenos Aires, de Canberra a Maramures, donde se encuentra uno de los cementerios más alegres del mundo. El hilo dorado que va engarzando las cuentas lo describe el propio autor. Escuchádlo con atención:


“Nacidas en circunstancias de lo más variado, siempre a partir de viajes pero nunca de viajes realizados para convertirse en literatura de viajes después, estos textos vagaban como islas en un archipiélago fluctuante, esparcidos aquí y allá en lugares de lo más variopinto y bajo diversas banderas, casi sin conciencia de pertenencia ni de identidad, a su propia manera a la deriva. Reunirlos ha sido como hacer de todos ellos una embarcación única, una canoa, una barquichuela; calafatear las hendiduras de la quilla, y desde las corrientes a las que habían sido confiados encaminarlos en una dirección única: el viaje de un libro”.

La metáfora es justísima (los lectores de fuste lo sabemos). Un buen libro siempre es como una travesía a lo desconocido. Corremos peligro de naufragar en cualquier punto; leer el primer capítulo, por caso, y, fastidiados, estampar el libro contra la pared. Una dicha incomparable embarga al lector, por el contrario, cuando llega a su destino, es decir, a la última página tras haber navegado por aguas torrentosas o calmas, entre meandros o marasmos, en un mar luminoso o con tormentas de opacidad que ponen a prueba nuestra paciencia y nuestra virtud. 

“El viaje halla su sentido sólo en sí mismo, en el hecho de ser viaje”, dijo Konstantinos Kavafis en un poema sublime titulado Itaca, se nos recuerda aquí. Tenemos entonces la primera clave de la erótica del libro. Tabucchi es un glosador extraordinario, un maestro de lecturas. La poesía ocupa un lugar muy destacado. Ambas líricas, el álgebra alada que nos proporcionan los libros y aquella que se desprende de la vida misma. Oíd mortales esta tremenda cuarteta de un poema de Wislawa Szymborska que nos conmueve en la página veinticinco:


“Nada ha cambiado 
el cuerpo es doloroso
tiene que comer y respirar y dormir  
tiene una piel delgada y, justo debajo de ella, sangre
tiene una considerable cantidad de dientes y de uñas
sus huesos son frágiles, sus articulaciones moldeables.
En las torturas, se tienen en cuenta todo eso“.

Al mismo tiempo, Tabucchi propone a los viajeros sin prisas esas verdaderas paradas que se encuentran a la vuelta de la esquina, allí por donde no suelen transitar las marionetas que mueve el Dios del Turismo Global. El libro es rico en periferias. Y esta narrado por un verdadero hedonista, por un alma que suele ceder a las tentaciones tanto físicas como intelectuales. Por eso le interesan también la arquitectura, la contemplación de la pintura, la gastronomía, las pequeñas culturas, el arte de la amistad. Escribe, por ejemplo, sobre las hierbas de la isla de Creta y sobre el chile mexicano, acaso el único elemento unificador de esa gran nación. Me pregunto y pregunto a los amigos de este blog: algún ilustre escritor argentino ha escrito con igual amor sobre las hierbas de nuestra querida Córdoba o sobre las diferentes empanadas del territorio nacional.

Han merecido más de un capítulo Portugal, la India, Estados Unidos y Brasil. Con Borges recorremos Buenos Aires, “una ciudad metáfora” (¡si lo sabremos sus habitantes!). Digamos, por último, que la magnífica travesía permite aprehender una ética cosmopolita. Todos somos turistas en este caos al que nos ha arrojado el azar o una mano celestial. La xenofilia (el amor por la ajeno), por consiguiente, es la única actitud razonable. La única patria es el mundo en que vivimos, como decía Meleagro.  
Guillermo Belcore


CALIFICACION: MUY BUENO

domingo, 21 de septiembre de 2014

Calabria tiene quien le escriba

En el último siglo y medio, la llamada "literatura de inmigración" ha sido una de las corrientes más caudalosas de la narrativa estadounidense. Desde Henry Roth hasta Jhumpa Lahiri o Junot Díaz, por citar sólo tres casos eminentes, ha enriquecido la cultura universal con libros imprescindibles, forjados con las identidades y las experiencias (siempre traumáticas y a menudo exitosas) de las comunidades de extranjeros que se han ido añadiendo al meeting pot. Este artículo describirá otro caso ejemplar.

En efecto, la obra maestra de Guy Talese (1932, Nueva Jersey), uno de los campeones del Nuevo Periodismo, honró la tradición de la también conocida como literatura étnica, cuyo rasgo primordial -se ha señalado- es la hibridez y el maridaje, la tendencia a mezclar la autobiografía con la ficción. Los hijos se entregó a la imprenta en 1992; se reimprime veintidós años después en la Argentina. Tres hurras para el sello Alfaguara.

Con admirable estilo prosístico, Talese va remontando a lo largo de 763 páginas (!) el hilo de sus ancestros hasta el siglo XVIII. Nos presenta a padres, abuelos, bisabuelos, primos, tíos y sus vecinos. Recrea su infancia. Hay un aire garciamarqueano en el glorioso afán de dibujar un árbol genealógico.

Decía Marcel Schwob, que "el arte del biógrafo consiste en dar a la vida de un mísero farandulero igual valor que la del mismo Shakespeare". En este caso de Joseph Talese, el padre del autor, un inmigrante calabrés que se estableció como sastre pobre en una una islita de Nueva Jersey dominada por los pastores metodistas. Y con trabajo duro, ingenio y un ambiente favorable, prosperó.

Así pues, viajamos ida y vuelta de Ocean City a la aldea de Maida, en la provincia de Catanzaro, el punto más estrecho de la bota italiana. Recorremos el reino borbónico de Nápoles y las dos Sicilias, las campañas de Garibaldi, el frente alpino de la Primera Guerra Mundial, las casas de alta costura de París, el pequeño reino en Pennsylvania de una magnate de la industria, los guetos italianos de la Unión, las miasmas del fascismo. La travesía resulta siempre subyugante porque, como ocurre en las mejores novelas decimonónicas, la historia personal se combina con el devenir de los países y, en este caso, de un pueblo y una cultura específica de las que tantos provenimos: los italianos del sur. Es probable que nadie haya defendido su causa con tanto ingenio y eficacia como Guy Talese.

FRACASO HISTORICO

Una de las tesis del libro es, en efecto, que la reunificación de Italia en 1860 fracasó a la hora de unir el norte y el sur. Ese abismo cultural y social empobreció a una región feudal, pesimista y envidiosa pero con una admirable capacidad para asimilar los cambios (¿no somos así los argentinos?) y la degradó a la categoría de proveedor de mano de obra barata para las guerras y los trabajos pesados de Occidente. Roma, Estados Unidos y la Argentina se beneficiaron enormemente con esa fractura histórica, que por cierto aún no ha soldado.

Cómo epicentro de la corte de los Borbones españoles, Nápoles tenía el doble de tamaño que cualquier ciudad de Italia, una industria relevante y un agresivo comercio exterior. Todo eso se perdió con la reunificación impuesta por los camisas rojas a cuenta de la burguesía piamontesa.

Pero el texto no se extravía en esos quejidos lastimeros que han arruinado tantas obras bien intencionadas. Antes bien, la erótica de la obra deviene en buena parte de un delicado vaivén entre primera persona y distancia narrativa, y entre la comprensión (lo que la tierra de desdicha hace a las almas) y la condena (no absuelve las mezquindades y supersticiones) del pueblo reconocido.

PALADAR NEGRO

No merece sino elogios el estilo de Talese, un periodista de paladar negro cuya pluma ha descollado en las mejores publicaciones de Nueva York. La novela es de tipo documental, se enriquece con retratos, digresiones, decenas de anécdotas divertidas. Hay capítulos que tienen la autonomía de un cuento, como aquel que narra la sagaz estratagema con que timaron a un mafioso de baja estofa a quien la tijera de un aprendiz de sastre le había estropeado el traje. Hay un paso, delicado y casi imperceptible, de la narración en primera persona a la tercera omnisciente. Hay un esfuerzo metódico por educar al lector, por fijar una posición respecto a los grandes hechos históricos y las cuestiones sociales más arduas. La inteligencia, la sensibilidad y el sentido común se alternan en el timón. Talese no es un escritor de clichés, lugares comunes o estereotipos.

Semanas atrás, La Prensa había publicado un artículo sobre el registro en la Alta Literatura de la Primera Guerra Mundial. Bueno, deberíamos haber incluido también a Los hijos. Dedica casi cien páginas a la carnicería. Antonio, el tío del escritor, fue uno de los centenares de miles de sudistas que el establishment romano-turinés utilizó como carne de cañón para hacerle la guerra a los austríacos, por mera codicia territorial. El conflicto fue una calamidad para Italia. Causó mucho sufrimiento, desquició millones de vidas. Y allanó el camino al poder de un periodista farabute, transfuga, cultísimo, de ambiciones descomunales. Difícilmente encontrarás amigo lector un perfil tan penetrante de Benito Mussolini como el que ofrece este libro.

Estableció la crítica Wendy Lesser un punto interesante sobre la especie que nos ocupa:

 "La mayoría de las autobiografías estadounidenses abrevan de los antecedentes puritanos del país, que incluyen hacer una confesión pública en la cual la pregunta principal que debe formularse y responderse es: ¿cómo yo, que he sido un pecador despreocupado, podré llegar con el tiempo a acercarme a Dios? En la versión moderna y secular, la pregunta podría formularse así: ¿cómo yo, el inconstante o el tonto o el bueno para nada, cuyas bufonadas están leyendo, llegue con el tiempo a convertirme en el hábil escritor cuya obra sostiene el lector en sus manos? Igual que el caso de la pregunta religiosa, la implicación subyacente es: ¿cómo es que, después de todo, las cosas salieron bien?".

Hijo prestigioso de la inmigración italiana, satisfecho por su ascenso social pero nostálgico de la belleza de la simplicidad y la intimidad familiar, Talese ha buscado responder a esa pregunta trascendente.

PEREZA ARGENTINA

Cerramos con una perplejidad. Como Estados Unidos, la Argentina también ha sido tanto un crisol de pueblos como el hogar de millones de italianos pobres del Sur, cada uno de los cuales seguramente tiene una historia interesante que contar. No obstante, con la excepción de Antonio Dal Masetto, Griselda Gambaro y algún otro cuyo nombre desconoce nuestra vasta ignorancia no puede hablarse propiamente de una narrativa de inmigración. Dicho de otra forma, ¿por qué no hay una versión criolla de Los hijos? La respuesta más superficial es que el hecho de trazar una genealogía minuciosa implica ese esfuerzo sistemático que históricamente nuestros escritores han desdeñado. Para bien y para mal, el mainstream de la literatura argentina no ha sido dictado por la transpiración sino por la inspiración, por eso carecemos de novelas oceánicas. Los argentinos no quieren escribir quieren ser escritores, notaba hace mucho, mucho tiempo Ortega y Gasset. Todo permanece igual, como en Calabria.
Guillermo Belcore
Publicado hoy en el Suplemento de Cultura del diario La Prensa

Calificación: Excelente

domingo, 7 de septiembre de 2014

Heidegger, forjador de aforismos

Hay una especie literaria (porque la filosofía es también una forma de literatura elevada) particularmente atractiva, tanto para la sensibilidad artística como para el intelecto: el aforismo. “Retazos de púrpura”, la llamó Jorge Luis Borges, teniendo en mente a Oscar Wilde. Y fue George Steiner, ese crítico al que todos deberían parecerse, quien reflexionó a fondo sobre la “estética del fragmento” a partir de Heráclito, y notando el hecho de que ha llamado la atención en todas las artes. El boceto, la maqueta, el borrador, lo inconcluso en general (piénsese en Gaudí) han sido valorados por encima de la obra acabada. En verdad, todo Heráclito, Nietzsche y Wittgenstein es fragmento, pero en el año del Señor 2014 los argentinos podemos descubrir que un pensador esencial (nunca mejor usado el adjetivo) cuya obra a priori es todo lo contrario de la especie aforística, también la ha cultivado. Hablamos nada menos que de Martin Heidegger (1889-1976).

¡Qué hermosa sorpresa! El sello El hilo de Ariadna acaba de publicar Acerca de Ernst Jünger, obra fragmentaria de Heiddeger que refulge tanto como ejercicio de crítica literaria como en su carácter de bosquejo de Alta Filosofía. La traducción es impecable. Casi nada hay de jerga impenetrable. Contiene el libro notas de los años treinta, un manuscrito de 1954, así como numerosas y detalladas acotaciones marginales que el pensador alemán realizó sobre obras de Jünger como El trabajador o Los acantilados. Vaya par de gigantes, ¿no? Heidegger y Jünger. Pero hay un tercero eminente invitado a la mesa: Nietzsche. La indagación filosófica se va engarzando sobre el hilo conceptual que había aportado el creador de Zarathustra; hilo deformado, enriquecido, solidificado mediante un imperativo categórico: Todo es metafísica. Incluso la política. Para Heidegger, el dirigente debe aspirar a convertirse en “figura”; alcanza el éxito si es leído “metafísicamente” por la masa.

UN EXAMEN ATENTO

Postula Heidegger un principio que destruye el comentario chirle de la mayoría de los opinadores de suplementos dominicales: “Toda auténtica interpretación es confrontación en sentido literal“. Confronta entonces a un novelista que “piensa desde el ámbito de las gigantescas batallas de desgaste” de la I Guerra Mundial; en el que ha devenido como “realidad decisiva” esa contienda infernal; y el que propone como experiencia fundamental “el realismo heroico” en el sentido de “un desarrollo acabado de la metafísica de Nietzsche“. Pero lo confronta desde la admiración. El autor de Tempestades de acero es para el filósofo de la Selva Negra “un indicador con formato propio y por ello un artista esencial entre sus contemporáneos“.

El libro, riquísimo, en ideas e inferencias ofrece incluso, como se dijo, una metodología de análisis de la Alta Literatura. Sugiere el método heideggeriano al crítico seis aproximaciones, cuanto menos:

1) Ver (leer) pensantemente.
2) Reconocer el andamiaje de la obra y concebir este andamiaje como la estructura sobre la que se asienta una posición metafísica fundamental.
3) Examinar las experiencias del ente que proporciona la novela. ¿El ente es más que ente?
4) Descubrir influencias, entendiendo que sólo puede ser influido por un pensador esencial quien por sí mismo aporta y lleva a su encuentro un auténtico preguntar. Ser influido por grandes pensadores y poetas -nos recuerda Heidegger- es sólo la dicha de quienes han abandonado el circuito de lo pequeño.
5) Meditar sobre tres aspectos de la composición: a) Lo que el autor hace visible en sus descripciones. b) La posición fundamental sobre dentro de la cual la descripción ya ha sido realizada. c) El modo en que esta posición fundamental es fundamentada.
6) El escritor ante la voluntad de poder. ¿El autor ve lo real como fenómenos de poder? ¿Hay en él ese querer adivinar nietzscheano de lo que es fundamento del primer plano? ¿El escritor domina lo real mediante el desenmascaramiento?

LA VOLUNTAD DE PODER

Si el libro habla de política, el comentarista no puede ignorar la política, plantea el gran crítico español Ignacio Echeverría. Esta obra conversa sobre Alta Filosofía, algo hay que añadir al respecto. Básicamente, Heidegger se aupa sobre los hombros de Nietzsche para establecer que “nada es sin la verdad sobre el ser (Seyn)”. Y esa verdad radical no es otra que la siguiente: “La voluntad de poder es el carácter fundamental de lo real, la esencia de la vida“. Poder para Heidegger no es algo abstracto, “es decir nunca un ente en sí presente ante la mano, hallable y asible a voluntad“, sino “el ser mismo“. Nos advierte que “el poder no necesita portadores, él es lo portante (el ser)”.

Desde esa base firme, el libro -cual diccionario de Alta Filosofía- va hilvanando valiosas definiciones conceptuales: trabajo, trabajador, figura (“como núcleo del campo de fuerza situado en torno de él“), burgués, heroísmo, tipología, técnica. El derrotero es apasionante, pues deviene de la fijación del pensador con el lenguaje. Fuerza a pensar. Verbigracia: ¿cuál de estas siete categorías heideggerianas de trabajo se encarna en ti amable lector?:

1) como medio (trabajar para).
2) como meta (realización por el trabajo).
3) como modo fundamental del ser humano (el trabajador).
4) como subjetividad incondicional.
5) como objetividad ilimitada que determina el punto 4
6) como ser del ente en totalidad.

CONTRADICTORIO Y ACTUAL

Apenas se asoma el Heidegger totalitario; como por ejemplo cuando plantea la cuestión de la raza o cuando escribe que las SS son “ejemplo de construcción orgánica”. No va más allá, en rigor. Son verrugas feas pero diminutas sobre un texto por lo demás muy inspirador que se extiende por quinientas cincuenta y seis páginas y que, en su mayor parte, se forjó durante el Tercer Reich. Aquí hay también un Heidegger que se rebela contra las interpretaciones de “los nietzcheanos tornados salvajes” y  de “los investigadores de lo racial“ (bien mirado otra forma de materialismo como el marxista) que no captan lo esencial. Y un Heidegger que define al ‘superhombre’ no como la bestia rubia conquistadora sino como el “hombre que históricamente excede al vigente y último hombre en otra figura” (es decir, no lo mueven las modas ni las ideologías demenciales de su tiempo). Se evoca una máxima decisiva de Nietszche de 1886: “No tratar a ninguna persona que tenga participación en el mentiroso vértigo racista”.

Uno se va del libro pensando que el Heidegger que se expresa en forma aforística, y por lo tanto es fácilmente aprehensible (la técnica del rayo que cae, según Steiner), se configura en pensador con absoluta vigencia. Acaso hoy, el autor de Ser y Tiempo hubiera definido a las fruslerías de las redes sociales como “obstinación plenamente enceguecida en la subjetividad". ¡Je! Pero lo que no ha perdido vigor, tal como muchos eminentes franceses de posguerra han notado, es la invitación filosófica a reflexionar sobre lo trascendente, por debajo de los ropajes discursivos de la era en que nos toca vivir. Dice en la página 302:

 “Saber lo real sin encubrimiento es preciso; y por ello nos hacemos un camino hacia tal saber; pero se hace más necesario reconocer que todo ente y toda referencia a él nada es sin la verdad sobre el ser (Seyn), tan sólo a través de lo cual todo ente es acaecido en lo que es y como es”.

Guillermo Belcore

Publicado hoy en el Suplemento de Cultura del diario La Prensa

Calificación: Excelente