domingo, 30 de diciembre de 2018

Madona con abrigo de piel

Una buena noticia. A pesar de la tremenda crisis, de la deserción en masa de los clientes por culpa de los bolsillos desnutridos, los sellos editoriales siguen apostando a esas obras maestras de la literatura universal que todo lector de fuste debería disfrutar. Como Madona con abrigo de piel, tercera novela de Sabahattin Alí (1907-1948), que apareció a comienzos de los años cuarenta por entregas en un diario y concluyó convirtiéndose en un clásico admirado en varios países de Europa, y ahora en un best-seller.

Si no fuera por el Premio Nobel 2006 (merecido) a Orhan Pamuk, uno debería reconocer que nada sabe de la exótica literatura turca. La ampliación de la cartografía es bienvenida, entonces.

Sabahattin Alí nació en lo que hoy es Bulgaria pero sus piezas literarias y periodísticas se encuadran en una de las dos corrientes espirituales que, desde el desplome del Imperio Otomano, se disputan el alma de Turquía, gran nación puente entre Europa y el mundo islámico. En la meseta de Anatolia también hay una grieta, vagamente similar a la que desgarra a la Argentina: cosmopolitismo vs. tradición nacional & popular.
El literato, asesinado a los 41 años por sus opiniones políticas o por un contrabandista búlgaro (no se sabe dónde fue enterrado), se inscribe en el primer bando, el de Pamuk: el torbellino que mira hacia el Oeste, que quiere engarzarse en aquella marea benéfica que denominamos civilización occidental y que ha elevado a todas las culturas que tocó con el saber y los valores acumulados desde la Antigua Grecia.

No hay pues espacio para el pintoresquismo en Madona con abrigo de piel (Salamandra, 222 páginas); la Historia pasa en puntas de pie. Fue compuesta en un estilo que podría definirse como manifestación tardía del realismo decimonónico. Piénsese en las novelas de los rusos del siglo XIX como Turguéniev, que desarrollan amores malogrados y fracasos existenciales.

 

INOLVIDABLE


La historia resulta imposible de olvidar. Como diría Borges, "conmueve físicamente como la presencia del mar". Conocemos a Raif Efendi, un gris oficinista, traductor de alemán (como el autor del libro), un alma pura, un hombre débil, maltratado por jefes y compañeros, y por su propia familia. Un don nadie, con una rica vida interior y salud de porcelana. Un camarada se encariña con él y en el lecho de muerte del pobre Efendi recibe un cuaderno que explica las razones de su martirio. Mejor dicho, las causas por las que ha consentido que desde años lo martiricen semejantes con una vulgaridad indescriptible.

Primogénito de un magnate de provincias, Efendi había viajado a Alemania en la década del veinte con el fin de aprender tecnologías para fabricar jabones de tocador. Tenía veinticuatro años por entonces, y este soñador de naturaleza tímida jamás había estado con una mujer. No obstante, en la burbujeante Berlín de la República del Weimar, logra romper su aislamiento y su vacío.

Primero, el muchacho triste se obsesiona con la mujer que aparece en un cuadro, justamente, titulado Madona con abrigo de piel. Luego conoce a la autora del lienzo (era un autorretrato) y tropieza, así, con ese misterio del universo llamado amor. Su corazón se aferra, no sin pánico y desesperación, a la artista María Puder, que tiene una personalidad tan peculiar como la de nuestro antihéroe, aunque es todo lo contrario en cuanto a sociabilidad. Raif se convierte en El amenazado del poema borgeano: estar con ella o no, es la medida de su tiempo.

 

LA CONDICION HUMANA


Si la escritura es maravillosamente anacrónica, las ideas de Alí no han perdido un gramo de frescura en la segunda década del siglo XXI. Son profundas e inspiradoras porque se mueven en un plano más elevado que el de la política, la economía o la cultura. Atañen a la condición humana. En primer lugar, se incluye un feminismo suave e inteligente en boca de la muchacha pintora. En segundo término, se realiza una profunda indagación sobre el amor, al que se parangona con una orquídea rara y delicada siempre a merced de los caprichos del destino.

No tiene tanta importancia haber nacido en un sitio u otro, ni ser hijo de éste o aquel hombre. En un mundo en el que es tan difícil que dos almas gemelas se encuentren, lo verdaderamente importante es alcanzar la codiciada felicidad. Lo demás son nimiedades, es el mensaje hermoso que deja esta novela y que explica por qué ha sido adoptada hoy en día por decenas miles de jóvenes turcos como un símbolo de liberación personal frente a la creciente islamización de Turquía y ante el ultranacionalismo rancio de siempre.

Desde Estambul, Sevengül Sonmez, editor e historiador literario, explicaba el fenómeno a The New York Times el año pasado: "Los lectores turcos que amaban Romeo y Julieta están ahora leyendo a María y Raif, como la historia de amor imposible moderna". Y les encanta. En los últimos años, la novela estuvo en el podio de las más vendidas en la Turquía del sultán Recep Erdogan que le ha propinado a algunos intelectuales una dureza similar a la que recibía Alí.

 

DICHA INFINITA


Hay otra sentencia de Sabahattin Alí, quien también en 1925 había viajado a Alemania para instruirse, que obliga a cavilar: Probablemente, a muchos de nosotros, nos baste con una sola persona a la que amar. La dicha infinita sería pues consagrar la vida a esa otra persona.

Cuando de una novela magistral se trata, hay un momento mágico en que uno termina enamorándose del libro. Ese momento tarda en aparecer aquí, pero cuando lo hace uno no puede dejar de leer hasta el final y concluye con la certeza de que ha absorbido una obra extraordinaria. Hemos experimentado lo que Mario Levrero, otro gran perspicaz, llamaba la experiencia luminosa.
Guillermo Belcore



Calificación: Muy bueno


domingo, 23 de diciembre de 2018

Los nombres

"La intención de significado no es algo que viene al caso. Lo que importa es la palabra en sí misma. La mujer hindú procura no pronunciar el nombre de su esposo. Cada vez que lo hace, lo acerca a la muerte".

D.D.

En 1982, gracias a una beca de la Fundación Gunggenheim, Donald Richard DeLillo (Nueva York, 1938) publicó su octava novela, usando como materia prima su visita a Grecia. Comenzaba así un extraordinario período creativo de quince años en los que publicó sus mejores obras: Los nombres, Ruido de fondo, Libra, Mao II, y Submundo. Aquí venimos a recomendar la primera.

Los nombres (Seix Barral, 444 páginas, edición 2011) redondea un ejemplo cabal de una espléndida categoría narrativa: la novela reflexiva. Es la maquinaria del intelecto trabajando a todo vapor. El autor siente la obligación de reflexionar en todo momento y sobre las materias más diversas, como el matrimonio, el cine, Atenas, el mundo de los viajantes de comercio, el turismo. Siempre da impresión de inteligencia; las digresiones merecen un excelente y suelen exhibir un cromado de poesía.

Hay que destacar que en el caso de DeLillo -el más europeo de los grandes escritores estadounidenses- la novela reflexiva asume el peso de la Historia y tiene ambiciones filosóficas; hay una visión metafísica, incluso. Se trata de encontrar la profunda cualidad de las cosas. Un durazno, por ejemplo, no es sólo una fruta sabrosa (¿la más sabrosa del mundo?), es toda una experiencia hedónica:


“…constituían una delicia asombrosa y producían una clase de placer sensorial, tan inesperadamente profundo que parece necesitar de otro contexto. Las cosas ordinarias no suelen ser tan gratificantes. Nada del aspecto exterior del durazno nos permite adivinar que será tan exuberante, húmedo y aromático -sus jugos recorriendo nuestras encías-, ni que poseerá un interior tan sutilmente coloreado, como una floración dorada atravesada por pequeñas venillas rosadas”…

El narrador se llama James Axton, estadounidense, escritor independiente conchabado como director adjunto para análisis de riesgo de Medio Oriente. Las multinacionales, como todos sabemos, detestan las sorpresas. También es un adúltero vergonzante, es decir uno de esos sinvergüenzas que se acuestan con la amiga de la esposa que vive justo al otro lado de la calle (la esposa casi lo destripa con un pelapapas).

Jim viaja a la Hélade por trabajo y para visitar a su ex mujer y a su hijito Tap. Esa relación rota se convierte en uno de los hilos dorados de la urdimbre; otro es el deseo de DeLillo de mostrarnos el lado amable del imperialismo estadounidense: los ejecutivos en tránsito; el tercero es el más importante: la secta de los fanáticos del alfabeto. Estamos a principios de los años ochenta.

El misterio (y el erotismo) de la palabra, los pliegues delicados de la filología y las bellezas de la lingüística son el gran tema de la novela, con una anécdota policial de soslayo. La secta de Los Nombres comete asesinatos con daga o martillo. Las iniciales de sus víctimas coinciden con la del lugar del nacimiento. En Buenos Aires, liquidarían a Benito Arismendi o a Betina Alvarez. No sólo el escritor frustrado se obsesiona con ellos, también el arqueólogo Owen Bradenas y  el cineasta Frank Volterra. Vamos tras sus huellas sutiles o sangrientas a la isla de Kouros,  Amman, Jerusalén y al desierto del Thar, en los confines de la India.

DeLillo es -como Borges- un escritor con fijaciones. Si nuestro sublime poeta persiguió espejos y laberintos, el neoyorquino se ha obsesionado con las personas impulsadas por una emoción común, sean muchedumbres o un puñado de monjes seglares que pretenden lanzarse a la eternidad, como en este libro. Una secta viva que comparte una idea magnífica con su creador: “El lenguaje es el ser más profundo”
Guillermo Belcore

Calificación: Muy bueno


PD: En este blog se comenta la novela más reciente de DeLillo:

martes, 11 de diciembre de 2018

Menotti, el último romántico

Los periodistas Gustavo García y Carlos Viacava (G&V) tienen razón. Don César Luis Menotti (Rosario, 1938) marca un antes y un después del fútbol argentino. El Flaco no sólo construyó, piedra sobre piedra, uno de los mejores equipos de la historia de la Patria (Huracán 1973), también le dio al seleccionado nacional lo que nunca había tenido: organización, identidad y un plan de trabajo; una vertebración nacional. Logró que usar la celeste blanca fuera un privilegio y motivo de orgullo. También nos dio la primera Copa del Mundo (su obra cumbre). Y estableció una escuela de pensamiento que, aún hoy, se disputa el alma de los argentinos -siempre tan afectos a la grieta- con el otro bando más áspero, aunque también plagado de éxitos resonantes y decepciones dolorosas: el bilardismo.

Por eso era menester una biografía del César, que no fuese una hagiografía, sino una minuciosa reconstrucción de su vida y su ideología deportiva, con cientos de datos interesantes. Eso es precisamente lo que G&V compusieron. Venimos a aquí pues a recomendar Menotti, el último romántico, 258 páginas, Libro Fútbol.com, sello editorial con un lema precioso: “al gol se llega leyendo“.

Escribió Sartre que el prójimo guarda un secreto: el secreto de lo que soy. Somos lo que hacemos, lo que los demás ven de nosotros. Fieles a la premisa, G&V entrevistaron a decenas de personajes que mantuvieron trato fluido con el entrenador de los dos paquetes de cigarrillos negros por día. Se trata de un libro coral, con varios agrados.

Verbigracia: Se exhuman textos de Dante Panzeri y Osvaldo Ardizzone que describen al Menotti jugador. No sólo son una delicia de leer sino que nos colocan ante la espantosa evidencia de lo mucho que se ha degradado el periodismo en general. Antes de la PC y de las redes sociales, había que escribir realmente bien.

Otro agrado: el pormenorizado derrotero del César junto a la línea de cal nos permite el reencuentro con esos nombres de las figuritas de la infancia y de los partidos en el tablón o la televisión de la adolescencia o la juventud.

Entre el Barcelona y Los Tecos de Guadalajara, la trayectoria como director técnico de Menotti es realmente impresionante:  Boca (dos veces), Atlético de Madrid, River, Peñarol, seleccionado de México, Boca, Independiente (tres veces), Sampdoria, Rosario Central. No ganó nada de importancia, pero fue fiel a su idea del culto al balón, y generó momentos de fútbol exquisito. “Fracasar es no haberlo intentado nunca”, es una de las frases de cabecera de nuestro personaje de pico de oro (nadie como él para seducir a su auditorio o  justificar derrotar con palabras bellas).

En rigor, parece haber un patrón en sus experiencias como entrenador post Barcelona. Sus equipos tienen picos brillantes que despiertan el entusiasmo de los simpatizantes y periodistas, pero en el momento de la verdad se pinchan y caen en picada como si de un avión averiado se tratase. Puede que se explique por la seducción que el técnico ejerce sobre sus dirigidos y que puede llevarlos a rendir mucho más de sus posibilidades reales. Por un tiempo.

Lo que resulta sorprendente para quien esto escribe -ya en el plano de las ideas- es cómo es posible que un verdadero espíritu libre que concibe el fútbol como actividad creativa, en el que la habilidad del jugador tiene siempre la última palabra, haya sido tan torpe como para aferrarse con uñas y dientes a ideas alocadas, como el famoso “achique de espacios”, al que todo el mundo le había tomado el tiempo.

G&V dejan entrever que esa obsesión podría ser fruto tanto de un ego monstruoso como de un temperamento artístico que lo impulsa a crear. El capricho suele destruir a los Grandes, la historia es pródiga en ejemplos. Convicción es una tenaza que nos aferra del cuello y nos impide pensar, escribió Nietzsche.

Aquí arriesgamos otra hipótesis: Menotti quiso toda su vida ser un “revolucionario”. Como nunca resignó los beneficios materiales que el capitalismo concede a los triunfadores (es claro que le gusta la guita como al que más), intentó revolucionar deportivamente el Atlético Madrid de Gil y Gil, el Boca de “huevo, huevo”, el fútbol italiano desde Genova. Quiso demostrar que es más listo que los demás, que sólo él era capaz de entrever las ventajas de achicar espacios en el campo contrario, tirar hasta lo suicida la ley del offside, y convertir al arquero propio en un líbero. No funcionó. Las revoluciones, cualquiera sea su naturaleza, necesitan tiempo para madurar. Y César nunca lo tuvo. El fútbol de la era de la televisión exige resultados inmediatos.

Añadieron G&V un par de bonus track: un capítulo sobre el duelo eterno Menotti vs. Bilardo; y otro sobre la militancia comunista de El FlacoPara redondear, se trata de un libro que esclarece y ofrece una lectura placentera en los noventa minutos. Como una de las actuaciones soberbias de un equipo concientizado con el buen trato de pelota que predica el señor Menotti; que se yo, el 2 a 0 de Central a Newells en el Coloso Marcelo Bielsa, con goles de Figueroa y Arriola, en septiembre de 2002. 
Guillermo Belcore

Calificación: Muy bueno


martes, 4 de diciembre de 2018

Un polvo en condiciones

Los libros de texto afirman que la picaresca como subgénero literario nació en España en el siglo XVI, alcanzó su gloria con Don Alonso Quijano y de ahí se diseminó por el resto de Europa. Perdió fuerzas, pero cada tanto reaparece bajo la intención satírica y crítica de un escritor de fuste, molesto por la degradación de su época, que narra las andanzas de un pícaro, de muy bajo rango social, con su propia moral envilecida, pero imposible de odiar por sus rasgos cómicos.
En la gélida Escocia ha surgido uno de estos antihéroes memorables. Se llama Terry Dawson, se gana la vida como taxista, actor de cine porno, delivery de drogas, proveedor de prostitutas y otras trasgresiones menores. Le dicen El Jugo pues en su momento vendía zumo de frutas con una camioneta. Es simpatizante del alicaído Hibernian Football Club. Es la criatura más reciente del afamado novelista Irvine Welsh (1958). Es un placer haberlo conocido.
Así, como el capitán Ahab perseguía a su ballena blanca, Terry va surcando Edimburgo en su auto buscando ensartar otra clase de arpón. Tiene una idea fija: el sexo. Es un hombre agraciado con una melena con rulos a lo Alberto Tarantini y un miembro viril de tamaño muy superior al promedio. Además cuenta con una energía prodigiosa y es un caradura de primera categoría. Como todos los pícaros de novela, es un ser ambiguo, tiene conciencia pero su obsesión lo ha llevado a ser mal padre, mal hijo y mal amigo. De todos modos, no es de esos malvados que se ensañan con un semejante en desgracia, virtud que cumple una función importante en la trama.
Un polvo en condiciones (Anagrama, 457 páginas) cumple con creces una de las funciones esenciales de la literatura: entretener. Hay capítulos desopilantes que se leen a mandíbula batiente, pero hay dos o tres nauseabundos. No todos tenemos estómago para el incesto o la necrofilia (no, el sinvergüenza de Terry nunca cae en esos abismos, ya volveremos sobre el tema).
La primera parte del libro superpone las aventuras sexuales de Terry con la llegada del Huracán Hinchapelotas (sic), el primero en la historia escrita de Escocia. Nuestro antihéroe se pone al servicio de Ronald Checker, un magnate estadounidense que llega a la ciudad en busca de cerrar negocios inmobiliarios y comprar un par de legendarias botellas de whisky, de esas que se pagan doscientos mil dólares por corcho. Ron, naturalmente, es una caricatura sureña y punk de Donald Trump. Un escritor comprometido de izquierdas como el Sr. Welsh no iba a dejar pasar la oportunidad de denigrar al pintoresco presidente de Estados Unidos. Terry también da una mano a un viejo conocido, El Marica, un mafioso de poca monta -pero muy peligroso por ello-, para vigilar al sádico cuñado a cargo de uno de sus prostíbulos. 
Hay decenas de peripecias interesantes, que involucran al proletariado más desagradable, carne de pub; y a personajes de clase media que han perdido la brújula. En la segunda parte de la novela, Terry recibe una noticia alarmante de su médico, que se conecta con el título. Preferimos no añadir una palabra más, pues el efecto sorpresa es otra de las gracias del libro. 
En forma paralela a las aventuras del Jugo Lawson, se relata el calvario de Jonty y Jinty. El muchacho es el opa del poblado de Penicuik; ella es prostituta y drogona a sus espaldas. Pasan cosas terribles con esta parejita.

COSTUMBRISMO

El estilo, con sus pinceladas de costumbrismo de barrios bajos, merece elogios. En casi toda la novela, se narra en primera persona: escuchamos la voz de Terry, del pene de Terry (La Amiga Inseparable), del idiota de Jonty y del millonario Ronnie. La sabrosa escritura de Welsh recuerda por momentos al norteamericano Tom Wolfe, pero el uso abundante del argot en la traducción a seis manos de Anagrama deriva en una suerte de caló madrileño que pone a prueba los nervios de un latinoamericano. Qué se pueda hacer ante una frase espantosa como ésta: "¡Si le mola mi taxi, por mí cojonudo!". 
La traducción, entonces, es uno de los desafíos que se le plantea al lector rioplatense, el otro -como se dijo- son algunas escenas inmundas, por fortuna muy aisladas. Decirlo todo no siempre es conveniente en una novela con ciertas pretensiones. De todos modos, la picaresca aliviana siempre el realismo sórdido y la apelación a lo escabroso. Además, hay mofas muy bien elaboradas.

Al parecer Welsh bebe en las aguas del freudianismo más básico, ese que sostiene que el arte, la política y los deportes surgen de la sublimación de lo sexual. La filosofía de andar por casa de Terry establece que todas las frustraciones de la vida provienen del celibato. Pero al margen de esas desmesuras, la obra defiende la idea de que siempre es mejor hacer algo bueno por las personas en situación vulnerable que aprovecharse de ellas. Es un mensaje cristiano: Los que escandalizan a los más pequeños, a los débiles, merecerán un castigo eterno; y los justos, vida eterna (Mateo 25:31-46).
Guillermo Belcore
Publicado en el Suplemento de Economía del diario La Prensa

Calificación: Muy bueno

lunes, 26 de noviembre de 2018

Nada de nada

Si hay algo que deja en claro Hanif Kureishi (Londres, 1954) en su novela más reciente es que se trata de uno de los mejores estilistas de la anglósfera. Tiene, entre otras virtudes, una formidable capacidad para acuñar epigramas, es decir esos pensamientos que merecen ser grabados sobre bronce o granito. Va un ejemplo: "El gran combate de todo hombre es no parecer idiota". Uno más: "Santo es alguien a quien no se ha investigado lo suficiente".

Nada de nada (Anagrama, 179 páginas) asimismo, descuella por su sentido de lo teatral, el cultivo de la paradoja y el tallado de los personajes. Es un texto placentero de cabo a rabo.

A tenor de sus dos últimas obras, se puede concluir que al señor Kureishi le encantan los tríos y las estrellas del arte en decadencia. Si en La última palabra (pincha acá) el protagonista era un escritor consagrado (¿V.S. Naipaul?), ahora escuchamos la voz de un añoso cineasta confinado en su departamento -casi un vegetal en una silla de ruedas-, pero al que la cabeza le funciona demasiado bien. Es ésta una novela sobre la senectud, por cierto.

Después de dos décadas de matrimonio -y con una diferencia de edad de veintidós años- el decrépito Waldo descubre que su devota Zee le es infiel, quizás por primera vez. La señora, de origen paquistaní como Kureishi, encuentra la alegría en Eddie, un gigoló con la reputación de ser un maestro en el arte del sexo oral.

Zee y Eddie, tan brillante como incompetente, se traen entre manos algo más siniestro que una sucesión de ruidosas cópulas, salidas y viajes (despilfarran la plata del viejo). Waldo, no obstante, está dispuesto a frustrar sus planes. Pasen y lean. La cena está servida y es deliciosa.

Por momentos, la novela da la impresión de ser una comedia wildeiana, con diálogos magníficos pero mucho más oscura. La trama viene enriquecida con observaciones inteligentes sobre el sexo ("la líbido, como Elvis o los celos, nunca muere"), el amor ("sólo los idiotas quieren que los amen en exclusiva") y las relaciones sociales ("alaba a alguien alguna vez y será tuyo para siempre"). Otro de los agrados es la deliberada ambigüedad: ¿Waldo es víctima o victimario?

Vale insistir en un punto. La prosa de Kureishi es un verdadero bálsamo, en un época en que se celebra escribir mal. Very british, con toques de las colonias. Definitivamente, el viejo imperio ha enriquecido a la literatura inglesa.
Guillermo Belcore
Publicado ayer en el Suplemento de Cultura de La Prensa.

Calificación: Muy bueno

lunes, 19 de noviembre de 2018

El peso de la prueba

El mismo año convulso en que el mariscal Van Paulus se rindió en Stalingrado y los japoneses, por fin, fueron expulsados de Guadalcanal se publicó por primera vez El peso de la prueba (Emecé, 335 páginas, edición 2016). El dato habla muy bien de Inglaterra. Que en plena II Guerra Mundial pueda darse el lujo de disfrutar una novela policial que trata en forma muy oblicua la amenaza nazi es, de alguna manera, la cima de la civilización.
Para los desmemoriados y para los que no leyeron aquí los elogios que se tributaron a otra obra del autor (pinche aquí) Michael Innes es el nom de guerre que eligió el eminente profesor John Innes Mackintosh Stewart (Edimburgo 1906-1994), un clasicista que saltó a la fama por haber escrito unas 50 novelas policiales. Es el creador del detective John Appleby, también con sólida formación universitaria y cultor del método deductivo, como todos los hijos y nietos de Sherlock Holmes.

El señor Innes fue docente en la Universidad de Leeds. Aquella experiencia nutre El peso de la prueba. Scotland Yard envía al detective Appleby a la ficticia Universidad de Nesfield para esclarecer el asesinato de un catedrático bastante destacado. El bioquímico Henry Albert Pluckrose fue aplastado por un aerolito mientras descansaba cómodamente sobre su silla de tijera en el cuadrilátero estudiantil que llaman Patio de la Fuente. Quién puede resistirse a tan adorable argumento. Una piedra del espacio, con su velado simbolismo, como arma mortal. Un crimen violento, ocurrido entre hombres consagrados a la ciencia y a las artes.

Hay que destacar que la obra relumbra, sobre todo, como sátira. Presenciamos “una orgía de esnobismo”. Nos divertimos con las “antipatías del claustro”. Al parecer, quiere decirnos el autor que no existe nada más fatuo que un profesor de una alta casa de estudios de provincias en la Gran Bretaña. Uno podría decirle al señor Innes que sí existe: un intelectual progresista en una resentida Facultad de Humanidades de la Argentina, pero eso es otro tema.

Hay otro agrado en el libro: el tesoro verbal.
En una era de guarangos e ignorantes, obra como un bálsamo una novela policial que rescata viejas formas de cortesía y una sintaxis compleja. Hablar como un duque -literalmente- también es el culmen de la civilización. Por cierto, el duque de Nesfield, rector de la universidad, es un personaje encantador.  

“Torpe devorador de cardos“, le espeta, furioso, un catedrático al vicerrector por su condición de galés. ¡Eso es un insulto, damas y caballeros! El señor Innes advierte en la página 56 que hay un presunto axioma -proveniente del ámbito educativo- de que el vicerrector ipso facto de ningún modo puede ser una buena persona.

La investigación avanza a fuerza de diálogos ambiguos (teatralerías) que desquician las entrevistas que Appleby y el inevitable Watson mantienen con el profesorado y sus satélites. Los elementos son evasivos, parece que todo el mundo tiene algo feo que ocultar. Las murallas del misterio caen en las páginas postreras, como ordena el canon. El desenlace gusta de emular el modelo Agatha Christie. Un amplio auditorio, el detective ofrece un par de hipótesis falsas para castigar a los pedantes y luego se revela quién es el asesino del profesor Pluckrose. Estupendo entretenimiento.
Guillermo Belcore

Calificación: Buena 


sábado, 17 de noviembre de 2018

La muerte del comendador I

Las ideas tienen vida propia. En algún momento se liberan de sus creadores y se lanzan a andar. Influyen sobre los otros seres humanos. Para Haruki Murakami (Kioto, 1949) pueden adoptar cualquier forma, incluso la del personaje de un cuadro, pero algunas personas pueden verlas y conversar con ellas y otras no. Las ideas sólo pueden aparecer dos o tres horas por día. Simplemente, se dedican a recopilar información.

Sobre tan hermosa fantasía se asienta la primera parte de la esperada trilogía del más leído escritor japonés de posguerra, candidato permanente al Premio Nobel de Literatura por muy buenas razones: renovó el realismo mágico que América latina ya había agotado, creó un estilo propio y mundos alternativos con pequeñas diferencias pero donde no se puede aplicar la lógica como la conocemos, ha labrado una vasta producción, algunas de sus novelas o relatos breves se cuentan entre los mejores de nuestro tiempo y su prosa es modelo de fluidez, las palabras fluyen con una naturalidad admirable, como si estuviéramos navegando en un curso de agua sin escollos de ninguna clase y con viento a favor.

Muchas de estas virtudes están presentes en la I Parte (Una idea hecha realidad) de la trilogía La muerte del comendador (Tusquets, 476 páginas), pero la historia no tiene la fuerza y el encanto de las mejores novelas murakamianas. Por momentos, causa decepción la primera producción de largo aliento del vate japonés desde la ambiciosa 1Q84 (pinche aquí y aquí), cuya última entrega data de 2011. No obstante, al final uno se queda con ganas de seguir leyendo: quedan varios secretos sin revelar.

La trama está narrada en forma de remembranza. Un pintor, con cierto renombre (comercial no artístico), evoca los increíbles sucesos que le ocurrieron en un período de nueve meses en los que vivió en estado de confusión.
El hombre de treinta y seis años, lacerado por la muerte de su hermana durante su pubertad, se veía obligado a pintar retratos insulsos de gente adinerada para ganarse la vida. Hasta que un día, su esposa le confiesa que se está acostando con otro hombre y le pide la separación, después de seis años de matrimonio (¿feliz?).

En cierta forma, el libro es una elegía del cambio radical: el artista abandona todo y se va a vivir a una casa enclavada en las montañas boscosas que le presta un amigo, hijo de un prestigioso pintor de la escuela clásica japonesa. Nuestro héroe da clases de dibujo y pintura a niños y ancianos en el pueblo y gana una amante (una mujer casada). Aparece en el desván un extraño cuadro que conecta con la opera Don Giovanni de Mozart y con la irrupción brutal de los nazis en Austria. Aparece el misterioso señor Menshiki, un magnate de impoluto cabello blanco, dispuesto a pagar un dineral por un retrato, pero con segundas intenciones. Aparece también una presencia sobrenatural.

Como casi siempre ocurre en las novelas murakamianas, en las costuras de la realidad se produce un ligero desgarro. Como él mismo explica, los límites entre realidad e irrealidad no paran de moverse, como una frontera que se desplaza según le parece. Hay que andarse con mucho cuidado con ese movimiento. Alicia en el país de las maravillas es el modelo, confiesa en la página trescientos cincuenta y dos.

ORFEBRERIA

Puede decirse que lo mejor del libro es la factura técnica, que roza la perfección pero sin salirse un milímetro de la peculiar elocución que ha convertido a Murakami en un fabricante de best-sellers de calidad. El hombre es un maestro en el arte del símil. Verbigracia: "Me esforzaba por calibrar el extraño tono de sus palabras, como si quisiera adivinar el peso de un huevo en la palma de la mano".

También se ha tomado en serio el papel que la ha señalado la crítica de ser una especie de puente entre Occidente y Oriente. Las menciones del arte clásico, provenientes de las dos orillas del planeta, enriquecen el texto. Las apostillas definen un mapa. Sea el octeto para cuerdas que Mendelssohn compuso a los dieciséis años, interpretado por el conjunto de música de cámara I Musici, como la pintura tradicional japonesa del período Asuka. Culturas hay muchas, civilización una sola, parece decirnos Murakami.

Además de las típicas redundancias (en la repetición hay un ritmo, explica el autor), el volumen contiene reflexiones sobre el arte de pintar y, como es habitual, sobre el arte de vivir: Ten el coraje de no temer cambios profundos en la vida; que la curiosidad (que es más fuerte que los reparos y el sentido común, aunque cobra un precio) sea uno de los motores de tu existencia, se nos sugiere.

El lector también disfrutará de pinceladas de erotismo. Vean la belleza de este párrafo: 

"Bajo los suaves movimientos de sus dedos, mi pene había recuperado la dureza. No tardó en usar sus labios y su lengua, y un profundo silencio cargado de sentido nos envolvió. Los pájaros seguían empeñados en sus quehaceres y nosotros pasamos al segundo acto de los nuestros".

Los personajes enigmáticos prometen más en la segunda y tercera parte. También la idea, como ente autónomo. Hay un enigma casi impenetrable, como una cáscara de nuez imposible de abrir con las manos. Tómese entonces como un comentario provisional el desencanto con la trama. Murakami, uno de los grandes literatos de nuestro tiempo, merece el derecho a la duda. 
Guillermo Belcore

Calificación: regular


domingo, 11 de noviembre de 2018

Tiempos modernos

Es muy probable que Tiempos Modernos (Javier Vergara Editor, edición 1998) sea el mejor libro de Paul Johnson (Manchester, 1928). El más popular de los historiadores de la derecha encierra (y explica) casi setenta años de historia planetaria dentro de un marco conceptual: la mayor parte de las tragedias contemporáneas, a pequeña y gran escala, se han originado por un cambio de mentalidad que decantó en Occidente y contaminó el resto del mundo. Relativismo moral es el nombre del villano de nuestra era. En la Argentina populista, agregamos nosotros, sigue haciendo de las suyas.

El historiador católico considera que el genio científico gravita sobre la humanidad mucho más que los estadistas o los guerreros. Básicamente, somos todos hijos de la Teoría General de la Relatividad. Se ha licuado una certeza decimonónica que operaba como barrera de contención de las conductas: las personas necesitan poseer absolutos morales basados en la fe. Todo es relativo, hasta el tiempo y el espacio. 

Adiós, Isaac Newton y las Sagradas Escrituras. Compiten por nuestras almas Karl Marx (la dinámica fundamental del mundo es el interés económico); Sigmund Freud (el impulso fundamental tiene carácter sexual) y Frederic Nietzsche (todo es voluntad de poder). Por cierto, Johnson sostiene que el siglo XIX (el siglo de Inglaterra) fue el más estable y productivo en la historia de la humanidad. El siglo XX corto (1914-1989) fue una gran calamidad, la era de las masacres. ¿Quién puede desmentirlo?

La encarnación histórica más monstruosa del relativismo moral postula Johnson han sido Hitler, Stalin y Mao Tse-Tung. La “conciencia revolucionaria“, “la moralidad superior del partido” destruyeron la filosofía de la responsabilidad personal, de raigambre judeocristiana, con los resultados a la vista. Categorías enteras de personas fueron exterminadas en nombres de utopías despóticas. Es el resultado directo de haber abandonado el concepto de culpa individual y de la aparición de la ingeniería social, “la creencia de que es posible usar a los seres humanos como si fueran paladas de concreto“.

Johnson tiene talento para el pormenor significativo. El vasto recorrido por el siglo pasado siempre es ameno y la información, caudalosa, aunque el trazo por momentos sea demasiado grueso. El recuento de atrocidades, estremece. Sus héroes son los estadistas de visión y firme personalidad cuyos principios básicos inspiraban confianza como Churchill, Adenauer, De Gaulle, Einsenwoher, Thatcher y Juan Pablo II. Las revoluciones provocan más problemas de los que resuelven, es una de sus máximas favoritas.

En cuanto a la filosofía de la Historia, advierte que no existen los acontecimientos inevitables. El papel esencial lo cumple la voluntad individual. Pone como ejemplo 1941, cuando Hitler y Stalin jugaron al ajedrez con la humanidad. Al fin y al cabo ninguno de estos hombres representó fuerzas tectónicas irresistibles o siquiera poderosas; lo contrario del determinismo histórico es la apoteosis del autócrata individual. No obstante, Johnson cree oportuno aplicar una ley de la economía (“esa ciencia inexacta”) al devenir de todos los asuntos humanos:

“El principio totalista de la corrupción moral desencadena una satánica Ley de Gresham que determina que el mal expulse al bien”

Dicho con una metáfora: abrir siquiera una rendija de la puertas del Infierno es suicida para los pueblos.

Hay que destacar que en las ochocientas seis páginas del ensayo la Argentina no merece más que seis carillas. Recibe una tunda Juan Perón, “seudo intelectual, con el don de la verborrea ideológica, del tipo que iba a ser muy común durante la posguerra”. El Justicialismo como doctrina carece de sustancia, según Johnson. “Perón ofreció una demostración clásica, en nombre del socialismo y del nacionalismo, del modo de destruir una economía”, escribió. Nuestro país -destaca- es ejemplo de una las lecciones más lamentables del siglo XX: apenas se permite la expansión del Estado, es casi imposible reducirlo. Que lo diga Cambiemos, si no.

LA REACCION

Siguiendo la tesis johnsoniana, se podría afirmarse que el relativismo moral sigue campeando a sus anchas, dado que la eliminación de los puntos de anclaje fijo sigue su curso en distintos ordenes de la vida cotidiana, desde la sexualidad (aquí también ha sido dramática la declinación de la responsabilidad personal) como la crítica literaria que ya no quiere regirse por sistemas jerárquicos de evaluación. Licuefacción de la modernidad, lo ha llamado el filósofo Zigmunt Bauman.

El relativismo, asimismo, sigue siendo el fundamento de muchas conductas perversas en el campo de la acción política, un proceso corruptor que naturalmente traba la creación de riqueza. Mas aun, podría decirse que es la sabia nutricia del populismo latinoamericano. “Roba pero hace”, “robaron pero había inclusión social”, “lo único importante es el proyecto” son los argumentos que se esgrimen, por ejemplo, para justificar las trapisondas de un Lula da Silva o una Cristina Kirchner, y sus secuaces. Vale decir, hasta el concepto de decencia es relativo. ¿Es necesario recordar que la corrupción es un lastre para el desarrollo nacional? 

Cuando se eliminan las limitaciones morales de la religión (no robarás), la tradición, la jerarquía y el precedente el resultado suele ser catastrófico, es la enseñanza que un pensador tenazmente conservador en lo político y liberal en lo economía quiso dejarle a los lectores de su espléndida síntesis.

Empero, hay espacio para el optimismo. Uno puede concluir tras la lectura provechosa de Tiempos modernos -uno de esos libros imprescindibles- que la corrección de excesos es inevitable en sociedades sanas que se rigen por el liberalismo político. Trump, Salvini y Bolsonaro son la respuesta actual de los pueblos a ciertas exageraciones del relativismo moral como la destrucción del principio de autoridad en la calle o en la escuela. Ayer, se llamaban Thatcher y Reagan. A la Historia le complacen las simetrías.
Guillermo Belcore

Calificación: Excelente

sábado, 27 de octubre de 2018

Harry Bosch, la serie

Hay dos mastines en permanente disputa en tu interior. Uno es el que te conduce a hacer a lo correcto. Serás aquél a quien alimentes.

 H.B.







Hollywood y los fabricantes de series nos han mal acostumbrado. Cuesta deslumbrarse con el héroe sin atributos especiales. Como Harry Bosch, implacable investigador en la comisaría Hollywood de Los Angeles. Pura prepotencia de trabajo, con un toque de intuición, pero nada del otro mundo.

En su afán por competir con Netflix y HBO con buenas artes, Amazon Studios ha llevado a la pantalla chica al protagonista de las novelas de Michell Connelly, para algunos críticos destacados -como Sergio Crivelli, de La Prensa- uno de los mejores escritores de novela negra de la actualidad, a la altura de Ross MacDonald. La serie Bosch fue desarrollada para la televisión por Eric Overmyer, factotum de The Wire.

Hieronymus Harry Bosch (bautizado así por el pintor Hieronymus Bosch) es un veterano de guerra (de la primera del Golfo y de Afganistán en la serie), aficionado al jazz y adicto al trabajo policial pero propenso a romper los reglamentos para castigar a los malvados. Es esa clase de lobo solitario que actúa según sus propias leyes. Es un detective de 47 años sufrido, parco y taciturno -como obliga el canon- que vive en una casa con vistas espectaculares (la compró por sus tareas como consultor con los derechos de El eco negro, la mejor novela de Connelly, dicen) que tiene, además del orgullo de los firmes de espíritu, una debilidad: su hija Maddie, fruto de un matrimonio trunco con una especialista en comportamiento criminal del FBI que ahora se dedica a ganar fortunas con el póker.

Encarna a Bosch (pronúnciese vaash) Titus Welliver (New Haven, 1961), un competente actor secundario que al fin ha encontrado un papel protagónico que le viene como anillo al dedo. Tiene la mirada de acero justa. La prensa ha destacado la actuación de dos secundarios que brillaron en la mítica The Wire: Lance Reddick (aquí el intrigante subjefe Irvin Irving) y Jamie Héctor, compañero de Bosch. Hay que destacar que el propio Connelly oficia como productor ejecutivo de la serie y, según ha declarado, está satisfecho por la creatura televisiva.

LA PRIMERA

Ofrece Amazon en su servicio de streaming las cuatro temporadas. Describiremos la primera, que amalgama tres libros de Connelly: City of Bones, Echo Park y The Concrete Blonde. Fue estrenada en 2015 y recibió muy buenas críticas.

La trama une dos casos espeluznantes que terminan convergiendo por razones fraudulentas:

a) Un doctor retirado encuentra entre la maleza de Laurel Canyon el esqueleto de un niño asesinado veinte años atrás. Los forenses descubren que antes del homicidio la criatura sufrió maltrato físico sistemático.
b) David, un asesino en serie, se ensaña con prostitutos.

Investiga, como dijimos, el as del Departamento de Homicidios de Hollywood, el duro Harry Bosch. La tarea no es fácil, el sabueso está jaqueado por una serie de conflictos hábilmente superpuestos por los guionistas. Tensión con un periodista. Tensión con la justicia por un supuesto caso de gatillo fácil. Tensión con su ex mujer, y con su hija. Tensión con una amante, una policía novata. Tensión con poderosos (se ha situado, sin quererlo, en el centro de una lucha de poder entre el fiscal del distrito, aspirante a ganar la alcaldía, y el vicejefe de policía). Tensión con sus superiores (como dijimos, es un francotirador que no respeta los usos y costumbres) y con compañeros, que lo envidian. Para peor, el asesino en serie conoció al detective en el horrible reformatorio, donde Bosch había recalado después de que asesinaran a su madre prostituta.

El cóctel, pues, es muy interesante, pero sin estridencias ni ambiciones desaforadas. Simplemente, se trata de una serie sólida de crímenes, con impecable factura técnica, historia y subhistorias estupendas, policías de entrecasa (las bromas de oficina son muy divertidas) y villanos convincentes. Y como si eso fuera poco, el insuperable telón de fondo para la novela policial: Los Angeles, la única, el territorio mítico de Chandler, Ellroy y Connelly.
Guillermo Belcore

Calificación: Buena


viernes, 26 de octubre de 2018

Infiltrada

"No te conoces a ti mismo hasta que sufres hambre." D.B. John

D.B. John, abogado galés que dejó su profesión para dedicarse a la literatura, compara a Corea del Norte con una mansión embrujada: en cada cuarto hay una entidad demoníaca.

En la planta baja, están los gulags donde los desdichados deben cazar ratas, serpientes o gusanos para sobrevivir un día más. También, las hambrunas que diezman al pueblo llano provocadas por una demencial carrera armamentista. Y el Bowibu, la temida policía secreta que controla cada centímetro de una mansión de pesadilla que se rige por el sistema de castas más estricto del planeta: sus habitantes han sido clasificados entre leales, dudosos y hostiles. ¡Pobre de aquel que no pertenece a la primera categoría!

En el primer piso, encontramos a las mafias de todo el mundo que medran con la angustiosa necesidad de divisas de un régimen que no le hace asco a traficar con cristales de metanfetamina, medicamentos falsos, dólares fraudulentos, armas y quién sabe con cuantas porquerías más. También están los miembros de la elite soldadesca, aparatichiks con privilegios inconcebibles para las masas, pero en estado de perpetua agitación pues de un día para el otro puede cambiar su suerte. Y terminan con sus huesos en un campo de concentración.

Finalmente, en la lujosa habitación del último piso reside el peor de los demonios. El gordito Kim Jong-Un, el último de una estirpe de malditos que convirtió a la mitad de una nación milenaria en un reino de esclavos, en perpetua guerrilla contra el mundo libre. La justificación ideológica de la peor tiranía de Oriente es el llamado socialismo juche, con descarados ribetes religiosos. La tiranía es hereditaria y exige un culto al monarca sin precedentes.

Impresionado por su vista a Norcorea en 2012, éste es el escenario que eligió D.B. John para ambientar su obra más reciente. La apuesta le salió muy bien. Infiltrada (Salamadra, 460 páginas, edición 2018) es una atrapante novela de espionaje, muy bien documentada, con un ritmo parejo y una trama impecable. De la prosa, empero, lo mejor que puede decirse es que resulta funcional a la historia. El señor John no tiene, definitivamente, talento para la metáfora. Comparar la luna con un sedoso y lejano huevo de araña es demasiado.

La heroína se llama Jeena Williams. Madre coreana, padre soldado afroamericano que sirvió en la península. Catedrática en Georgetown, la joven es reclutada por la CIA para lidiar con el reto misilístico de la República Popular Democrática de Corea. Estamos en 2010 y gobierna Barack Obama. Jeena tiene un herida en el alma: su alma gemela Soo-min desapareció en la isla de Baengyeong, la versión oficial es que se ahogó en el mar, pero ella sospecha que fue secuestrada por el régimen norcoreano, como hizo con cientos de japoneses para otro delirante programa de espionaje.

Seguiremos a Jeena a la mesa de negociaciones de Naciones Unidas, a una visita de cortesía a Pyongyang que termina para el diablo y a una arriesgadísima misión de infiltración en los confines de Norcorea. La chica no sólo es una eminencia en todo lo que atañe al país de su madre sino que también es un as del taekwondo, lo que viene de perlas para las escenas de acción de la novela.
En forma simultánea a las peripecias de la doctora Williams, el autor retrata otra heroína: la señora Moon de la provincia de Ryanggang, para ilustrarnos sobre los detalles infernales de la vida cotidiana en la periferia de Corea del Norte. La economía de mercado es una de las condiciones de la libertad, es la sabia conclusión que pueden extraerse del calvario de la anciana.

Otro personaje principal es el coronel Cho, un feligrés sincero del socialismo juché, que, en un pestañeo, pasa de héroe revolucionario a caído en desgracia por el contenido de sus genes. Fiel al ideario leninista, el régimen norcoreano cree en las culpas colectivas: si tu abuelo fue un capitalista reaccionario o un colaborador del invasor japonés, inexorablemente tú también lo serás. 

Aunque sin la profundidad filosófica y política de Arthur Koestler, hay algo de El cero y el infinito en los tremendos capítulos en que el Estado tortura al coronel Cho por una inverosímil conjura. Todos los estalinismos se parecen. Pero no sólo en la paranoia política, por cierto. También en la feroz persecución a los cristianos. Te fusilan en Corea del Norte por tener una Biblia en casa. 

CAMINOS CRUZADOS


Naturalmente, los caminos de Jeena, la señora Moon y el pobre Cho terminarán cruzándose. Es una de las gracias del libro. Otro procedimiento bien logrado es incluir personajes reales, como Hillary Clinton. Aparece en la página 403 como personaje secundario (o como villano estelar) Kim Jong-il, Estrella Guía del Siglo XXI, Sol Brillante de la Idea Juche, Amigo de los Niños, Líder de Todos los Pueblos Socialistas.

Infiltrada, pues, no se trata de Alta Literatura pero es un entretenimiento estupendo. Nunca aburre. Hay que destacar que D. B. John ha hecho un concienzudo trabajo de investigación, que nos deja cavilando.

Corea del Norte conforma una evidencia terrible de lo que la maldad del ser humano puede hacer, por su lado; y de lo que implica llevar hasta las últimas consecuencias el leninismo marxista como sistema político, por el otro. Liberar a los millones de esclavos norcoreanos debería ser una prioridad para la humanidad civilizada. A esta altura, el imperialismo de la universalidad ética (el concepto es de Fernando Savater) debería primar sobre el anacrónico principio de soberanía nacional. Ningún Estado de la Tierra puede atormentar así a sus ciudadanos.
Guillermo Belcore

Calificación: Bueno

lunes, 15 de octubre de 2018

El robo

Hay una estirpe dorada de escritores que nos obligan a agotar su obra. Saúl Bellow (1915-2005) es uno de ellos. Conjuga como pocos la elegancia en la dicción con la sabiduría de sus reflexiones. Y como ha establecido el Viejo Testamento, “la sabiduría es el resplandor sin ocaso… todo el oro comparado con ella es un poco de arena”.

La mirada bellowiana es la de un conservador lúcido que, si bien advierte sobre la decadencia de la cultura contemporánea y refunfuña por “el honorable mérito de correr riesgos” de los jóvenes, al mismo tiempo reivindica al erotismo (incluso promiscuo), en su verdadera doble dimensión: es tanto una pasión carnal como espiritual. El conservadurismo suave e inteligente del Premio Nobel de Literatura 1976 es un bálsamo en esta era de intensos idiotas.

En 1989, Bellow entregó a la imprenta El robo (Emecé, 154 páginas, edición 1990), un relato alargado o una pequeña novela. Una gema, para más señas, que encontré a un preció insignificante (50 pesos, un dólar y monedas, al cambio actual) en una excelente librería de viejo de la calle Cabildo. 

Se narra un fragmento en la existencia de Clara Velde, directora de la revista Vogue y zarina de la moda en Nueva York, quien, a pesar de toda su sofisticación, hay momentos en la que aflora su origen campesino: proviene de la rústica Indiana, cuyo estilo de vida está tan fuera de época como el Antiguo Egipto. Todo en Clara es conspicuo. Joyce Carol Oates ha notado que con esta nouvelle, Bellow ingresaba en una nueva etapa de su prolífica narrativa: “un venturoso internarse en las vidas interiores y exteriores de la robusta mujer estadounidense”.

Nuestra neurótica heroína está prendida de Ithiel Regler, un genuino hombre del poder aunque independiente, consejero de jefes de Estado y del Pentágono en materia de seguridad nacional. De jóvenes mantuvieron un apasionado romance que terminó con un intento de suicidio de ella. Hoy son íntimos amigos. Clara hilvanó cuatro maridos decorativos para intentar superarlo; el actual, un bueno para nada. No pudo sanar. La fuerza irresistible del amor es uno de los tópicos de la obra: “Contra él, ninguna puerta puede cerrarse”. 

En los buenos tiempos, Teddy le regaló un anillo perfecto de esmeraldas. La empresaria editorial la conserva como un preciado tesoro, un fetiche, el centro mismo de su existencia. La joya desaparece, vuelve aparecer y luego es robada, al parecer por el horrible novio haitiano de la canguro austríaca de las tres hijas de Clara. Este es el núcleo incandescente del libro.

Diálogos que relumbran, una indagación sensata de la complejidad de los sentimientos y de la burguesía neoyorquina, personajes seductores, referencias eruditas sobre el arte clásico, una historia atrayente, comentarios ingeniosos en casi todas las páginas… en fin, el texto se disfruta de principio a fin. Consigan esta nouvelle y sentirán el deseo irrefrenable de seguir leyendo a Bellow.
Guillermo Belcore

Calificación: Muy bueno




miércoles, 10 de octubre de 2018

Sopor

En el año 2000, el periodista David Brooks publicó en Estados Unidos un libro esclarecedor: BoBos en el paraíso. Ni hippies ni yuppies: un retrato de la nueva clase triunfadora (Grijalbo, 287 páginas, edición en español 2001). Básicamente, se trata de una minuciosa descripción de la llamada clase culta, la más influyente hoy en Occidente pero no tanto como para impedir el advenimiento de un Donald Trump o un Matteo Salvini. 

Los BoBos nacen de la unión de dos conceptos que, a priori, parecían irreconciliables: bourgeois y bohemians. Es decir, burgueses y bohemios. Son los fariseos contemporáneos. Gente adinerada que detesta ser tratada como materialista, intoxicados con corrección política, pero tan elitistas como la aristocracia tradicional. Están en el timón de la sociedad de la información, escriben la agenda progresista. En la Argentina, extrañamente, muchos adoran una variante corrompida e inepta del populismo, conocida como kirchnerismo.

El mismo retrato que Brooks compuso en su ensayo aparece, embellecido, en una novela que Chris Kraus, destacada cineasta y escritora estadounidense, entregó a la imprenta en 2005 y que, por fortuna, el sello Eterna Cadencia acaba de traer a la Argentina. Detrás de una conmovedora historia de amor frustrado se dispone un ajuste de cuentas tan elegante como feroz contra una de los más perniciosas castas de los BoBos: los intelectuales, a quienes se tacha de sanguijuelas y parásitos.

La vida verdadera está en otro lado, es una de las hipótesis de Kraus. En la maternidad, por ejemplo. Es la emoción la que da relieve a nuestros días. "Lo que realmente cuentan son los pequeños momentos de la vida doméstica que se combinan para desatar emociones profundas", concluye la artista. Curioso, nuestras madres pensaban lo mismo.

QUE PAREJA 


Tiene la novela sólo dos personajes bien delineados. Jerome Shafir y Silvie Green -"cosmopolitas sin raíces", "adultos intelectuales"- protagonizan un matrimonio que se cae a pedazos. La suya es lo que el pastor Bernardo Stamateas llamaría "una relación tóxica". El vínculo más fuerte es una perrita vieja y medio ciega que rescataron de la muerte.

El es sobreviviente del Holocausto (una familia francesa lo escondió de los nazis), profesor en la Universidad de Columbia, amigo de famosos ("proxeneta errante de la teoría francesa"), agent provocateur, amargado, tacaño y resentido. Ella, antigua chica punk que bailaba en topless y cineasta de bazofia experimental que nadie quiere ver, "ha perdido su capacidad de creer en los días perfectos".

Sylvie "sabe que hay algo profundamente equivocado en la forma en que está viviendo con Jerome", sin embargo no puede dejarlo. El la fuerza a abortar tres veces (acaso, las escenas más tristes del libro). Para escapar de su estado de creciente infelicidad deciden viajar a Rumania con el propósito de comprar un niño. "Adoptar una criatura como una aventura intelectual, como una fantasía metafórica". Los BoBos son capaces de esto.

El título de la novela alude al sopor que suele provocar el amor disfuncional, las relaciones que se estiran más allá de lo razonable. Aquí es la consecuencia del deseo de una pobre mujer que, como millones de sus semejantes, busca llenar un vacío. Mientras tanto, su pareja -bastante mayor- "acaricia sus fantasías sobre Auschwitz como Humbert Humbert acariciaba el cuerpo preadolescente de Lolita" y cultiva, con sus amigotes intelectuales, una forma de esnobismo: analizar distintas categorías de fama. ¿Quién está de moda?, es el juego favorito de la clase culta.

TRILOGIA


La novela es el último tomo de una trilogía, pero no hace falta leer los dos libros anteriores para disfrutar la trama. Kraus escribe muy bien, con algunas peculiaridades agradables como el uso delicado del futuro histórico. La urdimbre -como si de gemas se tratase- engarza doctas especulaciones filosóficas, lingüísticas, históricas y semiológicas. También plantea preguntas relevantes: ¿Cómo escribir sobre el Holocausto? ¿Puede el sufrimiento de años simplemente ser reemplazado por la felicidad de una relación? ¿Tiene algún sentido acumular dinero, posesiones o respeto? ¿Los países desgraciados eligen su destino? 

A la señora Kraus le gusta explicarse. Dice que su novela quiere emular una extraña forma literaria nacida al comienzo de la edad media: la parataxis. Entonces, por medio de flashbacks, caminos laterales y retrasando los resultados de los eventos (la adopción del huérfano rumano, el divorcio entre Jerome y Sylvie) se fractura la historia familiar dándole perspectivas múltiples y contradictorias. La carpintería es exitosa.

Otro procedimiento feliz es añadir algunos cameos de personajes de la vida real, como Félix Guattari. En el loft del pensador francés la pareja disfuncional presencia por televisión, con otros intelectuales esnobs, el asesinato de los Ceausescu ("una pijamada ideológica"). Aparece allí un argentino, traductor al español de Guattari, que escribe en un suplemento del diario La Prensa.

Sopor nos retrotrae a 1991. Viajamos al norte del estado de Nueva York, Berlín, Praga y la infernal Rumania poscomunista. "Ceausescu se parece a un Stalin en un viaje de metanfetamina", descerraja Kraus. Las descripciones tienen el sabor de lo vivido, hay un abundante material autobiográfico (¿habrá bailado Kraus desnuda en bares y se habrá prostituido como Silvie?). En el epílogo, algo presuntuoso, un tal McKenzie Wark destaca la fuerza del punto de vista de la antiheroica Chris-Sylvie: se observa y se siente el mundo desde la perspectiva de "la chica menos que ideal, la que nadie mira demasiado y mucho menos escucha".

Algo hay que decir de la traducción de la escritora Cecilia Pavón. Ha logrado transmitir intacta la erótica de la obra (tanto en la filosofía como en la poética) lo que nunca es poco, pero descuidó detalles. Por tres veces confunde Armada (navy) con Ejército (army). Página 43: "la armada yugoslava acababa de atacar Bosnia" (basta mirar un mapa para entender que es imposible). En la página 216, leemos: "A pesar de la deuda de tres trillones de dólares que Rumania tiene con el Banco Mundial"... Un trillón en castellano contiene dieciocho ceros. No son los únicos casos. Llámenme antigualla, pero para este blog los libros deben ser perfectos
Guillermo Belcore

Calificación: Bueno


lunes, 24 de septiembre de 2018

Rubem Fonseca. Cuentos Completos I

"Me gustaría poder decir que la literatura es inútil, pero no lo es en un mundo en el que pululan cada vez más los técnicos."
 Rubem Fonseca

POR GUILLERMO BELCORE

El encanto de la totalidad, de lo acabado, del círculo. Hoy en día, uno de los productos más sustanciosos de la industria editorial es el volumen que reúne todos los cuentos de un artista trascendente. Alfaguara recopiló a Onetti, Nabokov, Fogwill y Faulkner. Sudamericana a Borges, Zeta a Asimov y Edhasa a Thomas Mann. Ahora Tusquets nos acerca el maravilloso universo breve de Rubem Fonseca (Juiz de Forá, 1925), una de las glorias del Brasil contemporáneo.

Se revisará aquí al primer tomo (Cuentos Completos I, 577 páginas, edición 2018). Incluye cinco libros: Los prisioneros (1963), El collar del perro (1965), Lucía McCartney (1967), Feliz Año Nuevo (1975, prohibido por la dictadura militar) y El cobrador (1979). En total, atesora 62 relatos y dos poemas de un escritor esencial y con registro amplio que publicó por primera vez a los treinta y ocho años de edad y fue reconocido por la academia después de la edad de jubilarse. Qué maravilla.

Primera conclusión: Fonseca ha corrido los cien metros llanos con tanto brío y eficacia como la maratón. La tesis de este artículo es que debe honrarse al artista mineiro -pero carioca por adopción- como uno de los grandes cuentistas latinoamericanos. Su prosa tiene el sabor de lo vivido. Antes de dedicarse de lleno a la literatura, se graduó en abogacía, ejerció como penalista, se dedicó a la enseñanza en la Fundación Getúlio Vargas, ingresó a la Policía (llegó a comisario y fue jefe de Relaciones Públicas) y estudió administración de empresas y comunicación en Nueva York y Boston. Tiene aquello que le falta a los cachorros de Puan y a los plumíferos de tres al cuarto que vomitan los talleres literarios: calle. Tiene Fonseca, también, un fino oído para el habla popular, sin concesiones a lo pintoresco.

Sin dudas, Fonseca encarna a Brasil, ese coloso de cultura tropical que intriga, atrae-repele y enamora-asusta a los argentinos. En la temática, surge imperiosa la brasilidad; dos de cada tres cuentos rondan el erotismo, esa pasión fulminante, que si ha nacido carnal de tan intensa termina convirtiéndose en una llama espiritual que calcina todo a su paso. Hombres maduros obsesionados con prostitutas (y viceversa) son moneda corriente en el volumen. La pasión rompe en pedazos la diferencia de edad y de clases, lo que cual no siempre es bueno, pues el hombre suele actuar como depredador. No obstante, en El grande y el pequeño, Zé el Mayor, alma simple enamorada, se rebela contra su familia de inmigrantes portugueses (como la de Fonseca) para escaparse con su mulata. 

ECONOMIA VERBAL


Si prescindimos de ciertas bellezas formales, como un par de soliloquios (el de un pederasta y el de un luchador del vale todo), la incorporación de cuadros sinópticos, epístolas o estructuras teatrales, la prosa de Fonseca opera siempre por economía verbal, accesible incluso para o mais babaca dos leitores. Es todo lo contrario de Guimaraes Rosa, (Zeus en el Olimpo de la novelística latinoamericana). Es Graciliano Ramos, más bien. Ese estilo desnudo y objetivo también remite a Hemingway. Debe destacarse, que el literato se ganó la vida, además, como guionista (y crítico) cinematográfico, de ahí -se ha dicho- su propensión a ahorrar palabras, de ceñirse al diálogo y a la acción. Verbigracia: El encuentro y el enfrentamiento, urdido sólo con las conversaciones entre un par de pueriles garotas de programa y sus clientes burgueses y cultos durante un apurado round sexual en un bulín. O El cuarto sello (fragmento), recorte de una sociedad futurista y distópica, en la que una guerrilla tremendamente eficaz mantiene en jaque a las brutales autoridades. "Todo lo que sé lo he aprendido en los libros", dice un Exterminador.

Por otra parte, Zé Rubem es un maestro del realismo sucio. No ahorra miserias tercermundistas. Yo escribo sobre las personas apiñadas en las ciudades, se explica en la página cuatrocientos cincuenta y ocho. Te diviertes en una fiesta con familia y amigos y de pronto irrumpen en la casa acomodada una pandilla de marginales rencorosos y brutales, sedientos de dinero, comida y sexo. Feliz Año Nuevo es otro cuento impresionante, memorable. Cómo Día de los enamorados, peripecias de redactores (machos) empeñados en hacer un periodicucho para mujeres clase C. O el perturbador Pierrot de la caverna, confesión de un literato cínico (en un solo párrafo que se extiende por trece páginas) que cometió la infamia de haber dejado embarazada a su vecina de doce años.

Tercera deducción: el cuento alargado y con vetas policiales (el género que lo ha hecho famoso) es el mejor producto fonsequeano. En El collar del perro aparece el comisario Vilela (¿alter ego del autor?) tratando de leer poesía y mantener la integridad en un ambiente podrido. "Con más de trescientos mil personas de las favelas sueltas en los montes no podemos jugar a la policía inglesa", le advierten sus subordinados. También le avisan: "El día en que los maleantes no le teman a la policía todo estará perdido". Ese día, al parecer, ya ha llegado al Cono Sur.

En El caso F.A debuta Paulo Mendes alias Mandrake, abogado criminalista jugando al detective privado. Este personaje -promiscuo, inescrupuloso y violento- protagoniza la novela más aplaudida de Fonseca (A grande arte, 1983). Son treinta páginas que se devoran con fruición. En realidad, el lector no deja de interesarse nunca en las aventuras sórdidas que narra Fonseca, afortunadamente suavizadas aquí y allá con pinceladas de humor negro como en El enemigo que narra la decepcionante búsqueda de un afiebrado de sus amigos del colegio. El narrador comprende, por las malas, que la juventud es una ilusión. Comicidad, enriquecida con una sutil hondura psicológica y social, es otra seña de identidad del cuentista brasileño.

Tampoco se le da mal la parodia. En El cobrador compone con trazos caricaturescos a un asesino en serie por resentimiento, esa pulsión que explica tantas conductas humanas, pero por alguna razón -Nietzsche dixit- nunca ha sido convenientemente estudiada. Fonseca se ríe de la pintura moderna en Naturaleza podrida, mientras que en ***Asterisco se mofa del teatro experimental: imagina a un inquieto director que pone en escena la guía telefónica. 

ELOGIOS DE PYNCHON


Es justo decir que la dosis de crítica social que incluye el realismo sórdido fonsequeano es siempre la apropiada. Si los ricos de Fitzgerald son imperturbables, desinteresados, corteses y distantes, los que aparecen en estos cuentos (al fin y al cabo provienen de una sociedad de castas) son egoístas, acaparadores y codiciosos. Bien ahí. Otro procedimiento refinado es la aparición de los mismos personajes en más de un libro (el fisiculturista, Mandrake, el escritor amoral), lo que nos permite seguir el hilo vital de estos pilantras como si de una novela se tratase, otra lindeza que trae la recopilación de cuentos.

Un par de curiosidades: el pudoroso Fonseca odia firmar libros y se ha resistido -a lo Aira- a concertar entrevistas con la prensa de su país. Con buen criterio, considera que "se debe leer prescindiendo totalmente del escritor". No obstante, en Intestino grueso nos ofrece una suerte de manifiesto literario, cuya piedra basal es el repudio a la censura (era otra época). 

Un dato no menor: Thomas Pynchon, acaso el mejor escritor vivo, adora a Don Rubem. Esto escribió el ermitaño estadounidense: 

"Lo mejor de la obra de Fonseca es no saber adónde nos va a llevar. Siempre que comienzo un libro suyo es como si sonara el teléfono a medianoche: "Hola, soy yo. No vas a creer lo que está sucediendo". Su escritura hace milagros, es misteriosa. Cada libro suyo es un viaje que vale la pena: es un viaje de algún modo necesario."

Calificación: Excelente