No importa la idea en sí sino lo que provoca en nosotros, escribió Nietzsche. Y lo que provoca ese corpus teórico proveniente de un período extremo y específico de la Historia moderna es la convicción de que el combate político no es otra cosa que la guerra por otros medios.
Es lógico que tal disparate lo defendieran en Europa intelectuales comprometidos -“en situación“, diría Sartre- durante la II Guerra de los Treinta Años (ya volveremos con este concepto). ¿Pero a comienzos del siglo XXI? Es una deriva ideológica peligrosa y antiliberal, que polariza el campo de la acción pública. Lo vemos todos los días. En Argentina o en cualquier parte de Occidente.
Por ejemplo, en esa visión schmittiana que entiende que el político debe ser “el dominador del conflicto amigo-enemigo” que ha caracterizado la praxis kirchnerista dentro o fuera del poder (la famosa grieta, exacerbada). O en la noción gramsciana de las izquierdas en general de que la conquista de la hegemonía cultural en el seno de la sociedad civil (guerra de posiciones) precede a la toma del poder (guerra de movimientos). En el trotskismo, por cierto, es más claro que aún hoy se piensa al Estado como un instrumento de guerra (de clases).
Los tres pensadores de la guerra civil que aquí mencionamos se encuentran prolijamente examinados en un ensayo de historia publicado a fines de la década pasada: ’A sangre y fuego. De la guerra civil europea’ (Prometeo libros, 295 páginas, edición 2009), del historiador italiano Enzo Traverso (1957, Novi), docente en Francia desde hace más de veinte años.
En su libro, Traverso -hijo de un alcalde comunista y en su momento militante de una alocada organización extremista de Italia conocida como Potere Operaio- defiende un concepto ya trabajado por eruditos de mayor talla como Ernst Nolte o Francois Füret: que la I y II Guerra Mundial (y todo lo que ocurrió entre ellas) deben ser examinadas como un único conflicto en el Viejo Continente, que fue una verdadera guerra civil e incluso una guerra contra los civiles. Por eso hablamos de la II Guerra de los Treinta Años (la primera ocurrió en el siglo XVII y gatilló la creación del Estado moderno, absolutamente soberano, ¡qué antigüedad!).
La perspectiva histórica del profesor de la Universidad de Picardía es marxista. Sostiene que es un error considerar a la democracia liberal como si tratara de normas y valores atemporales. Es otro producto histórico (por lo que tendría en su seno una fecha de defunción oculta). Asimismo defiende que “civilización y barbarie no son términos antinómicos sino dos aspectos indisociables de un mismo proceso histórico, portador al mismo tiempo de instancias emancipadoras y de tendencias destructivas” (buen truco para justificar la barbaries comunistoides).
Traverso también se esfuerza en reivindicar a los partisanos y al movimiento antifascista de ochenta años atrás. Encontramos en la obra un capítulo esclarecedor sobre la posibilidad de la amnistía ante crímenes aberrantes. Hay, además, un interesante recorrido por la cultura de la época pero resultante frustrante que sea a vuelo de pájaro. A Martin Heidegger, por ejemplo, se lo despacha en un párrafo que nos advierte que debe ser releído “a la luz de la cesura histórica provocada por la Gran Guerra”. Uno se queda con hambre.
VIGENTES
Pero volvemos al principio: lo más firme del libro es que induce a meditar sobre un tema que vale la pena: la vigencia de “los pensadores de la guerra civil”, vía un sistema educativo absolutamente sesgado y una competencia política sin ningún escrúpulo (de los Kirchner a Donald Trump) que aviva el resentimiento y es capaz de transformar la angustia provocada por una crisis económica en odio hacia el enemigo político. Una de las consecuencia es que muchas almas simples se abandonan “al goce de la agresión”, por ahora con un garrote verbal.
Es necesario preguntarse: ¿Qué deberíamos oponer a los cachorros de tigre (y a los felinos decrépitos) que en se inspiran en la escolástica revolucionaria?
Al decisionismo de Schmitt que cree que el líder carismático está por encima de las leyes -y puede por ejemplo montar una fenomenal red de corrupción sobre la obra pública para perpetuarse en el poder-, se le debería oponer la República.
Al gramsciano y al trotskista que considera que incluso la moral tiene un carácter de clase o está por debajo de la político, levantar una muralla de principios humanistas o valores religiosos. Como escribió Víctor Serge (un bolchevique desencantado), “fusilar rehenes no cobra una significación diferente según la orden sea dada por Stalin, por Trotsky o por la burguesía”.
Nuestra obligación ciudadana, en conclusión, sería resistir a todas las fuerzas que quieren usar la legalidad para destruirla. Como el chavismo.
Guillermo Belcore