Los lugares comunes, “esas acequias sonoras que nuestros caminos no olvidarán” (Borges dixit), encierran casi siempre una gran verdad. “Los mejores escritores ingleses son irlandeses”, se ha repetido hasta el hartazgo. Cuatro Nobel de Literatura honran a la pequeña isla esmeralda: Seamus Heaney, Samuel Beckett, George Bernard Shaw, William Butler Yeats. De allí provienen también Jonathan Swift, Edmund Burke, Oscar Wilde y Bram Stoker. Nació en un suburbio de Dublin, el artista que elevó la novela a esas crestas donde moran los dioses: James Augustine Aloysius Joyce (foto). La flama de la gran literatura -esa es la tesis de este artículo- sigue hoy encendida en la isla. Y gracias a Dios, esa pasión sigue llegando a Buenos Aires.
¿De dónde proviene la fortaleza cultural de la pequeña isla? La respuesta inmediata es geopolítica: de la tenaz decisión de los irlandeses de no dejarse absorber por un Imperio vecino que los ha ultrajado durante siglos. La marea inglesa prácticamente borró al gaélico primordial (hoy, Unión Europea mediante, se ha recuperado un tanto), pero la memoria histórica y la identidad nacional siguieron firmes como peñascos, refirmadas en la creación de sus escritores, tal como ha ocurrido en Europa del Este, donde la supervivencia de las pequeñas naciones también corrió peligro. Seguramente, la influencia libresca de la Iglesia Católica -tan denostada por los intelectuales en nombre de libertad- contribuyó a generar un ambiente propicio para la literatura. Hasta el ácrata de Joyce reconocía la importancia de su formación con los jesuitas. Además, la cercanía de Inglaterra, con un mercado de lectores de buen poder adquisitivo y ávido de novedades y ocurrencias, favoreció el desarrollo de carreras literarias, como un atajo para ganar prestigio social y mejorar las condiciones de vida. Al fin y al cabo, el Premio Booker -el más importante en novela inglesa- asegura desde 1969 el reconocimiento definitivo de los autores irlandeses.
Para los argentinos hay algo familiar -y al mismo tiempo ajeno- en la cultura irlandesa. Nos reconocemos en la pesada influencia del catolicismo, el resentimiento nacional, el valor de la comunidad y las relaciones familiares. Pubs, souvenirs, la música celta y hasta el verde trébol están de moda en Buenos Aires. Más profundo es el proverbial buen gusto de los lectores argentinos que animó a algunos sellos editoriales a publicar algunas glorias de la isla y a la embajada de la República de Irlanda a realizar este año un programa de divulgación literaria. El último encuentro, se realizó hace unos quince días en la espléndida librería Eterna Cadencia (http://blog.eternacadencia.com.ar/?p=2940).
En esa amable tertulia, Mike Geraghty –miembro de la James Joyce’s Society– sentenció: “Si bien hay tres grandes faros en la literatura inglesa, Chaucer por haber sido el primero, Shakespeare por haber sido Shakespeare y James Joyce por haber sido un autor experimental, calculo que Joyce ha sido mejor porque no se sabe a ciencia cierta si Shakespeare existió, pero de James Joyce estamos seguros que existió, por más que la familia haya dicho ‘no lo conozco ni no lo quiero conocer".
El experto recomendó a los argentinos empezar por Dublineses y el Retrato de un artista adolescente, antes de encarar el Ulises, obra monumental que “para su mejor comprensión y disfrute debe ser abordada en grupos de lectura”. Aquéllos a los que la magnificencia de Joyce no haya agotado, podrán entonces probar fuerzas con Finnegan’s Wake.
Los herederos
La sombra poderosa de Joyce no ha opacado a la literatura irlandesa contemporánea. A la cabeza de cualquier lista, relumbra John Banville (Wexford 1945). George Steiner, ese crítico genial, afirma que es hoy el mejor estilista de la anglósfera. Noveló a Kepler, Newton y Copérnico (Editorial Edhasa); arrojó una sonda a las profundidades de la nostalgia y la identidad personal en El mar (Anagrama); y prestigió el género policial -usa el seudónimo Benjamin Black- en El secreto de Christine, El otro nombre de Laura y El lemur (Alfaguara). También se han volcado al castellano Imágenes de Praga (Herce Editores); El Intocable; El libro de las pruebas; Imposturas y Eclipse (Anagrama).
Por fortuna, el sello Adriana Hidalgo ha reimpreso otro de los portentos de la isla: John McGahern (Dublin 1934-2006). Su gran novela se titula La oscuridad. Es un conmovedor retrato de una familia campesina. La prosa, esculpida con ambigüedad y una delicada alternancia entre las personas verbales, quizás esté a un paso de la perfección. Parece mentira que en los años sesenta la censura dublinesa haya prohibido el texto. Bueno, no es tan insólito. El provincianismo jamás tolera que se ventilen los trapos sucios. Similar excelencia, demuestran los Cuentos Completos de McGahern. Cultivan el realismo sórdido, pero con hondas connotaciones. También captan las transformaciones que trajo la prosperidad.
Eterna Cadencia trajo a la Argentina un exquisito volumen de cuentos: Recorre los campos azules de Claire Keegan (1968), ganadora del Edge Hill Prize 2007 que premia al mejor libro de relatos breves de las islas. Su prosa es armoniosa, por momentos lírica, siempre hermosa de leer. Keegan logra redondear algo tan raro y tan espléndido como una ‘poética de las situaciones incómodas'.
Cerremos esta lista provisional y notoriamente incompleta de la excelencia irlandesa con John Connolly (Dublín, 1968) uno de los mejores autores de novela negra. La calidad de sus descripciones, el encanto de una prosa fiel al tópico, la invención de villanos espeluznantes, la pizca de elementos sobrenaturales, la vivisección de lo peor de Estados Unidos lo emparentan con los mejores escritores del género. Tiene otro rasgo memorable. Su obra nos coloca cara a cara con la maldad pura, con forajidos capaces de torturar a un niño para calmar sus apetitos. Induce a meditar sobre el mundo horripilante en que nacimos. Uno ruega al Cielo que nunca nuestros seres queridos tropiecen con un depredador. Connolly nació en Irlanda pero ha logrado -como Joyce o Wilde- insertarse con gran éxito en la caudalosa corriente de literatura en inglés. Tusquets tradujo varios libros de la saga del detective Charlie Parker. Los atormentados (2007) es una obra altamente recomendable.
Guillermo Belcore
Publicado en el suplemento de Cultura del diario La Prensa el domingo 26 de julio de 2009.
PD: Debería haber incluido en este artículo los nombres de Liam O’Flaherty, Flann O’Brien, William Trevor y Colm Toibín, pero me temo que no los he leído aún. Días atrás, me enteré de la muerte de Francis McCourt, otra buena pluma irlandesa. Ojalá, alguna editorial argentina reimprima Las cenizas de Angela. Me hablaron maravillas de esa novela.
Si alguien quiere aportar algún otro genio irlandés traducido al castellano, ¡pues adelante!
PD II: John Banville, nada menos, ha explicado a El País de Madrid las causas de la excelencia literaria de su patria (
http://www.elpais.com/articulo/semana/Dublin/negro/elpepuculbab/20080503elpbabese_3/Tes)
Transcribo dos párrafos:
“Yo soy irlandés, y los escritores irlandeses escribimos en inglés, una lengua extranjera. No nos sentimos cómodos, miramos el lenguaje desde fuera. Cuando leo a Nabokov [de origen ruso] le entiendo perfectamente, porque también escribe inglés desde fuera. Un autor inglés intenta que su prosa sea fácil y transparente, siguiendo el consejo de George Orwell: el texto debe ser como una hoja de cristal. Para mí, para los irlandeses, no debe ser un cristal, sino una lente capaz de aproximar, alejar o distorsionar. Mire, venimos del gaélico, una lengua extraordinariamente evasiva en la que no es posible decir cosas directas. No se puede decir, por ejemplo, “soy un hombre”. Habría que decir algo así como “estoy en mi hombría”. El gaélico es oblicuo y se aleja continuamente de lo esencial, mientras el inglés es lo contrario, va directo al grano. “Esa tensión, nacida a mediados del siglo XIX, cuando dejamos de hablar gaélico y adoptamos el inglés del imperio, generó un lenguaje nuevo y potente. El lenguaje de Wilde, Keats, Shaw, Joyce, Beckett, distinto del inglés de Inglaterra, Estados Unidos o Australia”.
“Irlanda es un país de contadores de historias. Imagine que uno de nuestros políticos o uno de nuestros obispos comete algo terrible. Bien. A usted le interesaría saber exactamente cómo han sucedido las cosas. Para nosotros, eso es secundario. Lo que nos importa es cómo van a explicarse. Si el político o el obispo son capaces de justificarse con gracia, es decir, con un relato humano y apasionante, pueden salir del apuro sin grandes problemas”.