Christopher Priest
Novela de ciencia ficción, 421 líneas. Editorial RBA. Edición 2013.El siglo XIX (el siglo de Inglaterra) felizmente no pasa de moda. Los émulos de Dickens son legión; los de la prosa espumosa de Oscar Wilde (sin su talento, por supuesto) algo menos. También Kipling y Chesterton tienen discípulos, incluso el procedimiento que hizo famoso a Wilkie Collins es cultivado (pinche aquí). ¿Escribir como en el siglo XIX? Por qué no. La literatura no es conocimiento acumulado como la ciencia, sino el reino de la libertad absoluta. Lo único que cuenta es el talento, el genio individual, lo demás sólo es polvo en el viento (Dust in the wind). La magnífica colección Literatura Fantástica del sello RBA ha exhumado una rareza decimonónica escrita en 1976: un homenaje al enorme y esencial H. G. Wells. El original y la copia nunca deberían dejar de reimprimirse.
El literato Christopher Priest (Cheadle, 1943) ha querido homenajear a su mentor en el tantas veces despreciado (por los ignorantes y los snobs) género de la ficción científica. ¿Hace falta repetirlo? Puede que la frase se haya convertido ya en un lugar común pero para el editor de La biblioteca de Asterión es un artículo de fe: no existen los géneros menores, sino los buenos o los malos escritores. A quien ose desmentirme, podría arrojarle en el rostro cualquiera de los volúmenes de Philip Dick, por ejemplo.
Bien, Priest construye una historia fascinante que cabalga sobre dos de los mejores libros de Wells: La máquina del tiempo y La guerra de los mundos. Viajamos a 1893. El viajante de comercio Edward Turnbull, un chico común y corriente, conoce a la señorita Amelia Fitzgibbon, asistente del reputado inventor sir William Reynolds (el viajero que a la postre conocería a los eloi y a los morlocks). En la mansión del científico, juegan con la imprudencia típica de los jóvenes enamorados con un prodigio mecánico, capaz de viajar en el espacio y en el tiempo. Caen diez años más tarde en Marte, poco antes de la invasión a la Tierra. La imaginación de Priest -éste es uno de sus dos grandes méritos- rellena los huecos de sentido que habían dejado los clásicos de Wells. Pero no es el único homenaje al maestro… Lo siento, no podemos decir más sin destruir el efecto sorpresa.
El otro gran alarde narrativo es el estilo. La prosa tiene la sabrosa aridez de la Edad de Oro del Realismo; los personajes piensan y actúan según su época, ningún anacronismo frustra el esfuerzo. Volvemos a un tiempo donde el decoro y la contención (por no decir la mojigatería) regían las relaciones entre los sexos y donde la expresión “estar presentable” tenía su importancia. Las modas del siglo XXI en cambio suelen preferir lo feo, lo roto y lo sucio, me temo, incluso en el terreno de la literatura. Por eso, novelas como ésta resultan tan refrescantes.
Guillermo Belcore