Diario de un lector exaltado IX
Barrio de San Telmo (Defensa y Pasaje San Lorenzo), 10.30 PM
Hace frío. Estoy calado hasta los huesos. Pido un sándwich de pollo grille con queso y un café con leche. Pido que me traigan todo junto, “así puedo mojar el sándwich en el café con leche“. La mesera me mira con una mezcla de sorpresa, espanto y asco. Hoy tendrá algo que contar cuando llegue a casa. Estoy en Señor Telmo, un confipubtaurante que sirve una de mis pizzas favoritas (la de salmón rosado con queso de cabra y rúcula) en la variante masa bien pero bien finita.
Pasa un Falcon rojo con tres muchachones. Escuchan cumbia villera. Tacatac, tacatac, tacatac, tacatac. Como el punk rock, o el reggae, el sonido (no me atrevo a llamarlo música) tiene una sola base rítmica. Un espanto. No estoy de ánimo para ser condescendiente con el mal gusto, me acaban de anunciar que murió un ex compañero de trabajo, que por esas cosas del destino se había mudado a dos puertas de mi edificio. Siempre nos cruzábamos. En la panadería, la dietética o por las noches al regresar al hogar. Siempre de buen humor, feliz en apariencia, con una ocurrencia a flor de labios. Yo andaba con ganas de encontrarlo para enrostrarle la paliza que Vélez le dio a Boca días pasados. Marcelo era fanático de Boca. Tenía 45 años, lo mató un cáncer fulminante. Deja un hijo de seis años. ¿Hay acaso un destino más perverso en la vida que agonizar sabiendo que se abandona a un niño? El cáncer, qué maldición implacable… “Somos como ovejas que brincan en el campo mientras el carnicero afila la cuchilla y las observa y elige una, y luego otra; pues en los días venturosos ignoramos las calamidades que el destino guarda para nosotros: enfermedades, persecución, pobreza, mutilación, ceguera, locura, muerte”, escribió el buen Schopenhauer, un filósofo que consagró su existencia a reflexionar sobre el hecho de que la vida suele ser deprimente.
Estoy ahora con El último Dickens de Matthew Pearl (Nueva York, 1975). Le había leído su primera obra (El Club Dante) y me gustó bastante. A su segunda novela (La sombra de Poe) la dejé pasar, aunque ya está en las mesas de saldo. La crítica la había destrozado; la estadounidense, digo. La crítica argentina infestada de cobardes, ignorantes y snobs no es capaz de hacer trizas a ningún libro, por más que se merezca una lluvia de garrotazos.
Pearl ha encontrado lo que todos los escritores que no han sido tocados por el genio procuran con desesperación y buenas o malas artes: un filón redituable. Escribe thrillers literarios, es decir, en sus novelas los protagonistas son famosos escritores. Está bien, es un procedimiento tan legítimo como cualquier otro. Sin ser Alta Literatura, las dos obras que le conozco tienen una excelente reconstrucción histórica (están ambientados en el siglo XIX) y una intriga agradable. Me percato ahora que Pearl ¡intentó emular la forma de escribir de Dickens, incluso con sus defectos! Como todo el mundo sabe, el autor de Oliver Twist fue un gran narrador y un pésimo estilista. Un pintor de brocha gorda.
La novela nos lleva a una época previa a los derechos de autor. La competencia es absolutamente despiadada. Me resulta muy interesante la antinomia que plantea definiendo dos prototipos de editores. Harpers & Brothers de Nueva York vs. Fields, Osgood & Company de Boston. Los primeros son los malos: Poderosos filisteos que matan de hambre a sus escritores (al pobre Melville, por ejemplo) y entienden la publicación de libros como una actividad industrial común y silvestre. Incluso contratan bucaneros (bookaners) para robar en el puerto textos que provienen de Europa. Los segundos, sin caer en la estupidez de creer que se trata de una actividad filantrópica, aman a los libros y miman a sus autores. Me pregunto si hoy subsiste en el mundo real esta diferenciación, basada en los escrúpulos y en ciertos principios. Sospecho que sí. ¿Ustedes que piensan?
El último Dickens, pues, me envuelve en un misterio: ¿Qué ocurrió con la novela inconclusa del escritor más popular de su tiempo? Me faltan unas cien páginas para concluirla. La verdad es que se trata de un relato entretenido. Llega mi orden a la mesa y aprovecho para aclararle a la bella camarera que en realidad no pienso mojar la pechuga de pollo asada en el café con leche. Es feo que a uno lo miren como a un loco.
Guillermo Belcore