Alfaguara. Edición 2004. Novela. 430 páginas.
Una feliz coincidencia. La firme decisión que me impuse en 2012 de leer (o releer) y comentar aquí al menos diez textos clásicos por año; la excelente saga sobre el autor que Quintín publicó hace unos meses en su blog (tan suculenta que me despertó el apetito); y la aparición de esta novela en una mesa de saldos de la calle Corrientes (¡3,50 dólares el ejemplar!) me han permitido empezar a saldar una vieja deuda, que es la que compartimos todos los lectores apasionados: por mucho que hayamos asimilado, siempre habrá una infinita cantidad de maravillas aguardándonos en la biblioteca universal. Bien, después de varias décadas de formación heteróclita, he arribado a Juan Benet (Madrid, 1927-1993). Una sola novela -para muchos, su obra maestra- me basta para afirmar, con absoluta certeza, que se trata de una de las cimas de la narrativa en español del siglo XX. Trataré de justificarlo.
El quid de la novela es la muerte trágica del poeta Jorge Ruan en una pequeña sociedad semirrural, “momificada, envuelta en podredumbre, hastío y soledad”. Estamos en Región, una comarca española que sólo existe en la caudalosa imaginación de Benet. Es el Yoknapatawpha County de Faulkner, la Santa María de Onetti o el Macondo de García Márquez. El demiurgo español ha creado un universo alternativo -incluso detalla su topografía y le inventa una flora- que entronca con la historia de España del siglo XX, en especial con la Guerra Civil. Por cierto, Benet repudia al franquismo pero de manera suave y oblicua (el más eficaz de los procedimientos). Me he preguntado si no es un ardid para eludir la censura; el libro fue publicado en 1969, e incluso obtuvo el Premio Biblioteca Breve de Alfaguara (quién dijo que todas las obras premiadas son corruptas o deleznables). Si la conjetura fuera cierta, demostraría que un punto de dificultad suele ser beneficioso para la literatura, contribuye a avivar el ingenio. Sin la Inquisición, Góngora no hubiera inventado el retorcido culteranismo.
Volvamos a Benet. Recién en la página trescientos dieciséis nos anoticiamos de cuál es la clave del libro. Antes de eso, navegamos en un mar de los sargazos que incluye saltos temporales, magníficas digresiones, personajes que salen y entran imprevistamente como en una obra de teatro, audacias sintácticas (ya volveré sobre el tema) y violentos bandazos del sentido como si la trama fuese un camión destartalado que transita por esas avenidas destruidas del conurbano bonaerense (digamos Gaona a la altura de Ciudadela). Debo advertir que Una meditación exige una concentración absoluta y un esfuerzo de atención casi sobrehumano. No es para el lector con prisas. El fluir de las palabras resulta hipnótico pero no viene mal ir tomando notas para poder armar el más exigente de los rompecabezas. El sólo hecho de retomar la lectura en cualquier sitió donde la hayamos dejado es complejo. La urdimbre no ayuda: ¡no hay un solo punto y aparte en toda la novela!
Sin embargo, se trata de una maravillosa experiencia de lectura, una de las más intensas y gozosas que he tenido, similar a la que debí enfrentar cuando estuve cara a cara con Santuario de William Faulkner, a la sazón uno de las influencias primordiales en Benet. Cuatro virtudes de la prosa, combinadas, dan una sensación de poderosa fuerza estética y originalidad. A saber:
a) Sabiduría. Podría confeccionarse un diccionario con las definiciones que amoneda Benet. Ejemplo: Sexo: ilusoria y efímera emancipación de lo social. Hay un tiempo erótico en el que la sociedad nada cuenta.
b) Poder cognitivo. La novela llega al hueso de la condición humana. En las primeras cien páginas, verbigracia, se interpolan fascinantes reflexiones sobre la genealogía de la moral, las situaciones de punto muerto, los extravíos de la memoria, el aprendizaje del niño, el derecho a gobernar, el amor propio, la terrible naturaleza del conocimiento, las relaciones entre idea, palabra e imagen emotiva, la emulación social, etc.
c) Exuberancia verbal. Se calcula que Shakespeare usó más de 20.000 palabras, más de un cuarto de reciente creación. No las he contado, pero el vocabulario de Benet es admirable y riquísimo. Palabras raras o inventadas, fragantes o musicales nos salen una y otra vez al paso: barbelé, mandarla, terne, propincuar, claustrofilia, tobáceo, nártex, negligir, miscible, castillazo, frustratriz.
d) Dominio de la metáfora. Benet era ingeniero de Caminos, Canales y Puertos y dicen que ejerció esta profesión hasta el fin de sus días. Su familiaridad con las ciencias duras le ha permitido enriquecer la narración con la yuxtaposición de elementos provenientes de ámbitos ajenos a lo literario, como la geología, la anatomía o la física. Pynchon, que también es ingeniero, goza de la misma capacidad. Por otro lado, la adjetivación siempre es singular.
También deben destacarse las espléndidas descripciones, la potencia dramática de los personajes, el papel del narrador (un fracasado que hace trabajar a la memoria), la experimentación con los signos de puntuación (paréntesis dentro de otro paréntesis), el estilo insólito, la musicalidad del texto, la ambigüedad, las referencias cultas. Una gran obra, en suma, para lectores pacientes y creativos. En la página doscientos, puede que Benet haya dado una pista de cómo deberíamos leerlo:
“…es preciso buscar en las oraciones -tan largas como entrecortadas- la palabra maestra religada a la anterior que le da sentido gracias a un orden algebraico distinto e independiente al sintáctico… ”.
Guillermo Belcore
Calificación: Excelente