En abril pasado, fatigó nuevamente la Argentina el filósofo ruso Alexander Duguin. Visitó la Universidad de Lomas de Zamora y la CGT, se reunió, al menos en público, sólo con sectores marginales del pensamiento justicialista. En tiempos de campaña electoral no conviene posar junto a un ideólogo tan excéntrico que en su momento fundó el Partido Nacional Bolchevique y el Movimiento Euroasianista.
Al parecer, Duguin está fascinado ahora con algunas nebulosas ideas de Juan Domingo Perón, como la comunidad organizada o la Tercera Posición (abomina tanto de la tradición liberal como del marxismo clásico). No obstante, es uno de los villanos que retrata un ensayo imprescindible para todo aquel que se interese por una gran potencia: El futuro es historia. Rusia y el regreso del totalitarismo (Turner, 589 páginas, edición 2018).
La autora se llama Masha Gessen (Moscú, 1967) y lo compuso en Occidente tras una minuciosa investigación. Periodista, escritora, adalid de la democracia y de los derechos de las minorías sexuales en Rusia, aunque inmunizada -esto es lo más interesante- de ese izquierdismo pueril que hace que un gran acto en Buenos Aires en contra de la violencia de género concluya en un mitin troskokirchnerista.
En la exploración sociológica de su patria, la señora Gessen aliviana la aridez del naturalista con un recurso del periodismo: utiliza siete historias individuales para ilustrar la deriva de una Nación. Se ha interesado así en cuatro jóvenes profesionales "cuya vidas cambiaron drásticamente como consecuencia de la represión iniciada en 2012 (la contrarrevolución preventiva, anticromática)". Liosha, Masha, Seriocha y Zhamma, "oriundos de diferentes ciudades, familias y en realidad de diferentes mundos sociales". Todos los protagonistas están vinculados a las ciencias sociales.
Es que al igual que el bolchevismo, el régimen de Putin le ha declarado la guerra a las ciencias sociales. Las ha sometido y degradado con métodos nuevos. Vive Rusia en una era -como aquella del "ateísmo científico"- basada en la primacía de las cosas materiales. Bienvenidos al pseudototalitarismo (el concepto lo acuñó el sociólogo Lev Gudkov, otro de los personajes principales): se permite al pueblo enriquecerse, el Estado le garantiza estabilidad (lo opuesto al miedo y la ansiedad) y lo deja tranquilo, siempre y cuando no se inmiscuya en política, no interfiera con los oscuros negocios de la Nomenklatura y no pertenezca a una de esas minorías de proscriptos que cada tanto hay que apalear para complacer los bajos instintos de las masas y desviar la atención de los vicios del régimen.
Le calza bien la definición de pseudototalitarismo también a la ascendente China confuciana y a la ineficaz Venezuela de la mafia chavista (Cuba y Corea del Norte son totalitarismos clásicos). Quedan pequeños márgenes de negociación entre una elite, con todos los privilegios, y la sociedad aplastada. Si estallan encendidas protestas por corrupción o incompetencia, se destituyen funcionarios. Se cuidan las formas con grandes movilizaciones callejeras, elecciones amañadas y reglas tramposas; se busca no atraer la atención de los medios internacionales. Pero los mecanismos de represión sobre aquellos que piensan distinto son crueles e implacables. Si el Estado lo quiere, la sociedad será semicivil o un mero rebaño. Sólo un intelectual francés o argentino puede llamar "democracia" al pseudototalitarismo ruso, sostenido por las extraordinarias rentas de los hidrocarburos.
Por cierto, el sociólogo húngaro Bálint Magyar desarrolló su propio concepto para entender al autócrata Vladimir I: "Estado mafioso postcomunista", un régimen que utiliza las ideologías disponibles en lugar de estar regido por algunas de ellas como en el caso del comunismo.
EL HOMO SOVIETICUS
Hay otro juego de ideas interesante en el libro. Si cada sistema político crea (y es consecuencia de) un tipo de ser humano sobre el cual descansa su estabilidad, resultan sorprendentes los parangones que pueden descubrirse entre el Homus Sovieticus y el Homus Peronius: resistencia al cambio, creencia en el Estado paternalista, obediencia y amor irracional al líder carismático, odio a Estados Unidos como tradición política y social, resentimiento nacional, circulación de juegos del doblepensar, y, sobre todo, miedo a la libertad, tal como lo entendía Eric Fromm ("libertad de" más que "libertad para").
Así, la señora Gessen rastrea también el camino existencial del neoperonista Alexander Gulievich Duguin, a quien de muchacho sólo le bastaban dos semanas para dominar un idioma occidental (hoy habla muy bien español, como saben sus amigos argentinos) y quien gozó durante esta década de "un cierto período de fama internacional como el hombre que susurraba al oído de Putín". Hoy ha refinado su negación total y radical del individuo y la modernidad, y nadie lo tiene por Rasputín, excepto ciertos locos racistas de Estados Unidos, Julio Piumato y la Universidad Nacional de La Plata.
Otros personajes históricos muy interesantes retratados en el ensayo son Alexander Yakovlev, el ideólogo de la perestroika; el sociólogo Yuri Levada; y el político reformista Boris Nemtsov, asesinado a balazos en las calles de Moscú en 2015, un día antes de una gran protesta contra Putin, por un oportuno comando checheno (!?).
La señora Gessen no sólo revela los perversos engranajes de poder del zarismo del siglo XXI, también nos describe cacerías de brujas inspiradas en las ideas (algunas demenciales) que circulan por la gran nación eslava. Nos pasea por claustros degradados, y comisarías y juzgados que huelen a maldad e injusticia. Nos conmueve con las intrépidas manifestaciones de los demócratas y el infortunio de los presos políticos.
El libro, finalmente, también es valioso por la capacidad de la autora de ofrecer hipótesis sobre hechos históricos trascendentes en el mundo eslavo, caso el Terror Rojo y la naturaleza del totalitarismo; la caída de la Unión Soviética y el fracaso del yeltsinismo; las guerras en Chechenia, Georgia y Kosovo; la Revolución Naranja y el maidán en Ucrania; la anexión rusa de Crimea.
Como se dijo, para los argentinos contiene el texto un interés añadido: es una formidable advertencia del infierno al que conducen las "situaciones autoritarias" que, aunque parezcan transitorias, a menudo logran consolidarse encaramadas sobre las desdichas de un pueblo. Politizar cada aspecto de la vida -recuérdelo lector- es una rasgo de las mentalidades y los regímenes autoritarios. Tenía razón el viejo Fukuyama en 1989: nada mejor hemos inventado que el capitalismo con democracia liberal.
Guillermo Belcore