En el conjunto "muy buenos", Leopoldo Lugones es el gran ausente de las letras argentinas. Por cuestiones ideológicas, por ignorancia, por indiferencia u hostilidad al mérito (escribir bien es escribir a la manera de Lugones, decía Borges) se lo lee casi nada y se lo comenta menos. Por fortuna, este gran escritor no ha sido ignorado por otros grandes literatos de la Patria. Borges, sí. El padre Castellani y el fatuo Gálvez, también. Y ahora nos venimos a enterar que César Aira (Pringles, 1949) lo evocó en una nouvelle espumosa, concluida hace tres décadas.
Hizo bien el sello Blatt & Ríos en rescatar el texto noventoso. Sostenemos la hipótesis de que es una de las más interesantes creaciones en la prolífica y despareja producción aireana. La conjetura es provisional, proviene de alguien que ha leído sólo una veintena de sus más de cien novelas (y que ha abrevado también su obra magna, El diccionario de autores latinoamericanos).
Una pluma maldita sentenció una vez que quien ha leído una ficción de Aira, las ha leído todas. Pueden resultar enloquecedoras para quien no guste del procedimiento del absurdo; se parecen demasiado entre sí. Pero Lugones es una novela un tanto diferente, dado que es un poco más extensa que la media (179 páginas), con un protagonista de la vida real. Nada menos que el "señor de todas las palabras y de todas las pompas de la palabra" (Borges dixit) en el día de su suicidio con cianuro o con bala en el recreo El Tropezón del Tigre. Uno no puede dejar de preguntarse: ¿Por qué el crédito del sudoeste bonaerense no ha querido entregar antes a la imprenta tan hermosa invención?
PISTOLETAZO DE SALIDA
Viajamos pues al 18 de febrero de 1938. Llega a una isla de recreo del Delta un caballero sesentón de riguroso traje negro. Al bajar de la lancha, pierde pie y el revolver que llevaba en el bolsillo cae al piso y se dispara ("el estallido hizo callar a los pájaros a diez islas a la redonda"). La bala perdida raspa una de las piernas maduras y de dos toneladas de Doña Luisa, la dueña del hostal.
Así comienza una trama desopilante que, con sus giros surrealistas, fantásticos y tenues pinceladas costumbristas y eróticas, zarandea a la "gloria de las letras latinoamericanas, poeta, helenista, pensador de la nacionalidad, historiador y eximio esgrimista" con un desparpajo nunca antes leído. Don Lugones debe soportar con estoicismo el histerismo de una matrona, la ninfomanía de una criada y la vulgaridad de los otros huéspedes. Se confiesa con un yacaré pigmeo (¡oh, esa obsesión de Aira por las pequeñeces!) y tiene fantasías en la tina con un patito de hule. Hay un modesto suspenso: ¿quién diablos es el narrador? Hay una ramificación policial, pellejerías de contrabandistas y cajetillas.
No pueden dejar de elogiarse los recursos verbales de Aira. Despliegan todo su esplendor como la cola de un pavo real, diría un poeta. La sintaxis es magistral. El manejo de la escena, estupendo (pudo haber sido una obra de teatro). La sátira, la paradoja y la fina ironía están al servicio del humor. El texto desdeña el tecnicismo del punto y aparte, pero la lectura nunca es complicada. Fluye como las corrientes de un río caudaloso. Más aun: es una gratísima lectura. Hay un intento -como en Fogwill- de atrapar el habla de los argentinos. Hay una copiosa circulación de palabrotas y definiciones guarangas ("¿qué es coger sino hacer fuerza para llegar a un momento? Es como una cinchada?") entre poética y pensamientos elevados. Hay frases perfectas como esta: "¿La señora es rousseauniana?, preguntó la gorda".
La yuxtaposición de elementos diferentes, contradictorios incluso, es el procedimiento estrella del libro. El surrealismo proponía un paraguas junto a la máquina de coser. Aquí tenemos dos corazones chorreando sangre junto a patas de rana, bajo la luz de la luna. Y al Prócer de la Literatura Nacional confesando sus cuitas a un reptil parlante. Efecto cómico por contraste es el nombre del juego.
Como en casi todas las novelas de Aira que hemos leído, además del tonito de sorna y la formidable libertad imaginativa, puede encontrarse alguna valiosa pepita conceptual. El pringlense tiene casi siempre algo inteligente que decir sobre los asuntos de la literatura y el arte. Aquí retoma una idea que había desarrollado cinco años antes en su excelso Diccionario de autores latinoamericanos. Postulaba que "pocos libros de L.L. son medianamente legibles" y definía La guerra gaucha como una "cuantiosa acumulación léxica que manifiesta definitiva e irremediablemente la insensibilidad literaria de Lugones".
Duro, ¿no? En esta novela retoma el hilo, le hace decir al huésped del bombín en la página 119:
"Todos los que se reían de mí, Borges, Girondo, Macedonio Fernández, ¡todos tenían razón! Y yo que pensaba que era por envidia... Valgan lo que valgan, y no sé lo que valen porque precisamente yo no puedo saberlo, en lo esencial estaban y están en lo cierto: yo no soy un escritor. No importa que sea el escritor argentino por antonomasia, el más grande, el maestro, el clásico viviente... No soy un escritor. Tan perversa es la literatura, fijate un poco, que se puede ser el más grande escritor argentino y no ser un escritor. Y no lo soy, no hay nada que hacerle...".
El Lugones que imaginó Aira admite pues que ha elegido un oficio que no le convenía. "No tengo la fibra, ¿te das cuenta?", le dice al saurio con su "voz aflautada".
Pamplinas. Si bien aquel señor petiso y gordito "era una persona no muy admirable ni querible" (Bioy Casares, dixit), fue uno de los Grandes que conviene buscar en sus "altos edificios verbales" no en sus opiniones, como sugieren los mejores críticos. "Tiene el derecho póstumo a que lo juzguen por su obra más alta", escribió Borges. A pesar de sus vaivenes, Lugones debe quedar; Aira también, a despecho de los suyos.
Guillermo Belcore