De cara al milagro estamos todos, inmóviles en la espera.
Leonardo
Muchos elogios de la crítica especializada ha recibido durante las últimas tres décadas la producción literaria del señor Gustavo Ferreyra, sociólogo y profesor universitario, nacido en 1963. Alguien podrá decir: ¡Eso no significa nada en la Argentina!, teniendo en cuenta el estado zombi del comentario literario regido -salvo honrosas excepciones- por la cobardía, el amiguismo y la falta de erudición e imaginación del conjunto. Pero cuando el río suena, a veces agua lleva, aunque sea un hilito. Ferreyra compuso doce novelas y un libro de relatos, entre los que se destaca la saga de Piquito de oro.
Acaba de publicarse la cuarta entrega de la serie: Piquito en las sombras (Alfaguara, 619 páginas). El antihéroe es un sociólogo chiflado, condenado a prisión por haber hundido un pico en el cráneo del doctor Cianquaglini. Tiene delirios mesiánicos, quiere encarnar a Simón el Mago; tiene dos fieles amigos de tela, los muñecos Cachimbo y Maloy. Lo visitan dos mujeres incondicionales: Josefina, su pareja, veinte años más grande; su discípula, Bruna Yapolsky, veinte años más joven. El charlatán está obsesionado con los excrementos y con el pueblo calmuco.
La cuidada arquitectura narrativa se divide en dos partes. En la primera (``Que lo que sea, continúe'') se alternan las cartas que Piquito le envía a su amigo Daniel (mejor dicho su ex amigo pues lo ha traicionado) con la propia vida de Daniel Guterman, un hombre neurótico y holgazán, que vive de rentas, muestra veleidades de poeta y tiene un hijo (no reconocido) con su mucama. Desliza Ferreyra que su perfil es ideal para convertirse en dirigente fanático de izquierda, del Partido Obrero digamos. La segunda parte (``Sin espalda'') transcurre tres años más tarde: encontramos a Piquito (se llama Leonardo) confinado en un manicomio tras escaparse de la cárcel; sus peripecias con médicos y mujeres se ensamblan con tediosos ditirambos del `huroncito' Yaposlky. La trama da siempre impresión de tempestad en un tubo de ensayo, excepto cuando aparece la muerte.
Podría decirse que la antinomia primordial que plantea la duodécima novela de Ferreyra está algo gastada: intelectualidad vs. vida auténtica, ``el brillo fugaz de las verdades de la gente que viene de los suburbios''. Hipocresía discursiva vs. pragmatismo del cuerpo. Es el añoso mito del buen salvaje: nos fuimos de Africa demasiado pronto y en las tundras gélidas de Eurasia nos pudrimos por la cabeza, establece el asesino epistolero. El texto se mofa pues de los cultores del ``marco teórico'', de los que tributan a un sistema de ideas; el lector encontrará críticas tan inteligentes como cordiales al mundillo progre en que suponemos se mueve el propio Ferreyra, aquél en que se emanan ``los efluvios marxistas que borbotean como un reflujo ácido''.
Una par de curiosidades. En la página doscientos nueve se lisonjea a Horacio González (``ese hombre fluye como un manantial'') y aparece Néstor Kirchner en una asamblea de Carta Abierta. Naturalmente, tiene la talla del hombre providencial (estamos en 2008). Daniel lo ama ``porque todo lo que detesta de la sociedad se enfrenta a cara de perro con ese hombre''. Es decir, kirchnerismo por odio al antikirchnerismo.
En este punto, debemos aclarar que quien esto escribe no ha leído las tres entregas anteriores de Piquito, por lo tanto de seguro se nos escapan algunos juegos, si bien el autor es un literato amable que permite ser comprendido sin conocimientos previos. Habíamos elogiado hace once años otra novela de Ferreyra, Doberman (1), basada también en los delirios de un psicótico, procedimiento siempre riesgoso.
He aquí el problema de la duodécima novela de Ferreyra: los monólogos de Piquito abruman, degeneran en cacofonía insoportable. Pura verborrea, que no debe confundirse con exuberancia verbal, el barroquismo que relumbra por su poética o su filosofía. Es indudable que Ferreyra es un escritor de fuste que se toma su trabajo en serio y le encanta lo que hace. Compuso aquí capítulos de dimensiones similares: los del profeta Leonardo, diez páginas; los de Daniel, trece. Ese afán por darnos un latido, una especie de musicalidad, se malogra por la catarata de bobadas que escupe el personaje principal. Aburre Piquito. Quizás porque solamente nos resultan interesantes los locos que a su vez son geniales. Relámpagos de lucidez hay; pero no son tantos. Una obra recomendable, por lo tanto, para la grey ferreyreana.
Guillermo Belcore
Publicado en el Suplemento de Cultura del diario La Prensa.
Calificación: Regular
(1) http://labibliotecadeasterion.blogspot.com/2010/11/doberman.html
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