POR GUILLERMO BELCORE
La historia del hombre (no de la mujer) es la historia de la guerra. Al fin de cuentas, la casi totalidad de los ciento noventa y tres estados registrados en Naciones Unidas se crearon por derecho de conquista, contienda civil o lucha por la independencia. Desde esa perspectiva, la marcha de la humanidad podría dividirse según el instrumento primordial que se ha usado para el combate. No habría entonces más que cuatro eras desde que se llevan registros escritos: la Edad de Piedra, la Edad del Bronce, la Edad del Hierro, la Edad de la Pólvora. Puede que el siglo XXI esté ingresando en la Edad Electrónica (armas láser, pulsos electromagnéticos, virus informáticos). Agradezcamos a Dios que Hiroshima y Nagasaki no se hayan repetido y por ende no hubo Edad del Átomo. Hubiera sido nuestro final.
Un minucioso ensayo -publicado en España- sobre tan fascinante tema ha llegado a la Argentina. Historia de la guerra (Turner Noema, 534 páginas, edición 2014) fue entregado a la imprenta por primera vez hace veinte años pero no perdió un gramo de frescura. Su autor es considerado como el más preeminente historiador militar de su era. El inglés John Keegan (1934-2012) reflexiona desde una base sólida, y muy difícil de refutar: los factores culturales son absolutamente esenciales en las relaciones humanas. Y la guerra podría definirse, básicamente, como la perpetuación de la cultura por sus propios medios. Entendida la cultura como vasto contingente de creencias compartidas, valores, asociaciones, mitos, tabúes, oratoria y expresión artística que lastran a una sociedad. Sí, lastran. Obstruyen la evolución de la sociedad global hacia formas más avanzadas de convivencia.
Sin una teoría, los hechos no afirman nada, escribió F.A. Hayek. Keegan la tiene. Para él, la guerra es siempre una manifestación de la cultura y en algunas sociedades la cultura en sí misma. La cultura es una fuerza tan poderosa como la política en la elección de los medios bélicos y en muchas ocasiones más predominante que la lógica militar, como en el caso de los aztecas o los chinos antiguos.
Antes de explorar tan magnífica tesis es necesario destacar que el texto redondea un alarde impresionante de erudición y que revisa más de cuatro mil años. Desde el primer asalto bárbaro a la Mesopotamia asiática hasta la guerra civil en Yugoslavia. Se detiene incluso en la forma en que combatían los yanomanis, los maoríes, los mamelucos y los samuráis. Keegan es un maestro en el trazado de largas e inspiradas cadenas causales. Ejemplos: en la implacable eficacia de Hernán Cortes está presente Genghis Kan; en la ferocidad de las Waffen-SS, el batallón suizo de Neufchatel, reclutado por Napoleón. Keegan se inspira en Giambatistta Vico, el padre de la historia comparada. En el arte de encontrar patrones constantes, el profesor de Sandhurst y Princeton nos advierte que a lo largo de la historia ha existido una tensión fundamental entre los poseedores de las tierras de cultivo y los desposeídos habitantes de tierras demasiados frías, finas o secas para lo mismo. Areas con déficit alimentario, generan guerreros, hombre violentos que son una amenaza para la sociedad abierta. ¿No es eso lo que vemos con Al Qaeda o con las legiones de pibes chorros que han desquiciado nuestras ciudades?
LA HERENCIA GRIEGA
Las respuestas no son sencillas. ¿Qué es lo que hace que los hombres se maten entre sí? ¿Han existido sociedades sin guerra? ¿La agresividad forma parte de nuestra propia naturaleza? Sí, es nuestro costado oscuro, primitivo, responde el especialista en historia militar. La vida guerrera ejerce una poderosa atracción sobre la imaginación del varón. Es verdad que el hombre es potencialmente violento (y vivimos en una cultura que la que existen muchas probabilidades de que esa potencialidad aflore), pero el espíritu de cooperación, y no el de confrontación, es el que conseguido que el mundo siga andando y prospere. Además, los violentos siempre han sido minoría. El problema son las culturas (o subculturas, como lo demuestra la inseguridad que padecen los argentinos) construidas sobre esta propiedad del ser humano. En el pasado remoto y en muchas de regiones de Oriente -nos instruye el libro- se han establecido restricciones para moderarla, tipo los rituales, la negociación, la diplomacia, la contención filosófica. El buen vencedor evita la batalla, recomendaba Lao Tse. El drama ha sido cierto modo occidental de hacer la guerra, que desembocó, finalmente, en un derramamiento de sangre sin precedentes en el siglo XX.
Identifia Keegan tres elementos primordiales de la cultura militar de Occidente. Uno endógeno y moral (derrota absoluta del enemigo en una batalla decisiva); el otro ideológico, copiado de Oriente (el concepto de guerra santa); el tercero adquirido, por la capacidad histórica de adaptación y experimentación (la tecnología armamentística).
Al parecer, todo comenzó en la antigua Grecia. A partir de allí, Occidente descarto definitivamente la táctica elusiva y fría de la guerra primitiva u oriental. Fueron los pequeños terratenientes de las ciudades Estado griegas quienes inventaron el concepto de batalla decisiva, y lucha a muerte, cuerpo a cuerpo. La guerra fue una calamidad para la civilización helena, las glorias intelectuales y artísticas quedaron definitivamente apagadas.
De Grecia, esa cultura militar saltó a Roma, cuya principal contribución a que el ser humano comprendiese como se lleva una vida civilizada -escribió Keegan- fue “su institución de un ejército profesional y disciplinado“. Desaparecido el Imperio, el método bélico occidental pervivió en el Medioevo en la caballería feudal y se potenció -para desgracia de todos- en la Edad Moderna.
BESTIA NEGRA
El culturalista Keegan atribuye a un libro decenas de millones de muertos. De la guerra de Karl Van Clausewitz produjo una teoría sobre la guerra con resultados catastróficos, que prendió en todos los gobiernos de Europa. El ensayo puede parangonarse con otra obra nefasta también proveniente de Alemania: El Capital de Karl Marx. Ambos son “obstinados tratados de ideología en los que se expone una visión del mundo no como es sino como debería ser“.
Pero, en rigor, la militarización de Europa según el modelo prusiano comenzó con la Revolución Francesa. Ninguna sociedad anterior a la de 1789 consideraba el servicio militar más que como una profesión para unos pocos. El lema "de cada hombre un soldado" -consecuencia del frenesí igualitario de los jacobinos- se basa en una incomprensión palmaria de lo que es capaz la naturaleza humana, destaca Keegan. La locura del servicio militar obligatorio (lo vimos en la Argentina, con la aventura de Malvinas) forma parte del mismo ideario occidental de la conveniencia de hacer la guerra al extremo de exigir una derrota total.
¿A qué apuntaba pues la noción fatal de que la guerra es la continuación de la política? A replicar el éxito napoleónico, que la guerra se convirtiese en popular en un estado oligárquico. La sencilla y poderosa pulsión del honor de las armas fue una idea subversiva en Europa que hervía como magma volcánico bajo la superficie de progreso y prosperidad en el siglo XIX. Keegan lo dice sin ambages: puede considerarse a Clausewitz como padre ideológico de la Primera Guerra Mundial, el acontecimiento decisivo de nuestro tiempo, pues corrompió lo mejor de nuestra civilización -el liberalismo y la esperanza- dando a los militaristas y a los totalitarios un papel en las apelaciones al futuro. Es decir, sin Verdún, el fascismo, el nazismo y el bolchevismo -dos aberraciones contemporáneas- no hubiesen conquistado el poder ni las mentes.
Para Keegan, Hitler no es otra cosa que Clausewitz llevado hasta sus últimas consecuencias, la restauración de una cultura guerrera. Pero, atención. La militarización desde arriba de los europeos fue tan nefasta como la militarización desde abajo, tercermundista. La épica partisana ha generado sus propios holocaustos. Véanse los casos de Mao, Tito y los argelinos. Por cierto, la bomba atómica fue la culminación lógica de ese principio de la cultura occidental de adoración del artefacto moderno y la batalla decisiva.
SE PUEDE
En su experiencia de campo, Keegan descubrió que los militares no son como los demás hombres. Es decir, sus valores son distintos, muy antiguos, existen en sintonía con el mundo cotidiano pero no forman parte de él. Se rigen por el tribalismo. “La cultura del guerrero nunca puede ser nunca parte de la civilización“, es otra de las conclusiones admirables de este libro inspirador. Ni hablar de dejarlos gobernar. La decadencia argentina es suficientemente elocuente.
Keegan, por cierto, se pronuncia a favor de la abolición de la beligerancia. Ya a fines del año pasado creía que, al cabo de cinco mil años de guerras, hay motivos para creer que los cambios culturales y materiales conducen a inhibir la tendencia humana a empuñar las armas. ¿Un mundo sin guerra? Algún día, por ahora nos conformamos con que la sociedad global mantenga a raya ese azote -tan destructivo como las enfermedades- con limitaciones racionales. Occidente, recomienda el pensador occidental, debería aprender de Oriente y de algunas sociedades primitivas en lo tecnológico pero más avanzadas en el arte de la convivencia, sin que esto implique -naturalmente- caer en el relativismo cultural esa tonta refutación académica de los valores universales. La guerra es por ende un hábito que, como todos, se puede modificar.
Es que, al fin y al cabo, la guerra nunca ha sido la continuación de la política. De hecho, antecede a los Estados, a la diplomacia y a la estrategia en varios milenios. La guerra es casi tan antigua como el humano mismo y está arraigada en lo más profundo del corazón humano, un reducto en el que se diluyen los propósitos racionales del yo, reina el orgullo, predomina lo emocional e impera el instinto. Guerrero, miliciano, conscripto, mercenario, esclavo, tropa regular son los nombres del hombre primitivo. Contra las culturas que glorifican la lucha hay que luchar, intelectualmente hablando.