lunes, 26 de noviembre de 2018

Nada de nada

Si hay algo que deja en claro Hanif Kureishi (Londres, 1954) en su novela más reciente es que se trata de uno de los mejores estilistas de la anglósfera. Tiene, entre otras virtudes, una formidable capacidad para acuñar epigramas, es decir esos pensamientos que merecen ser grabados sobre bronce o granito. Va un ejemplo: "El gran combate de todo hombre es no parecer idiota". Uno más: "Santo es alguien a quien no se ha investigado lo suficiente".

Nada de nada (Anagrama, 179 páginas) asimismo, descuella por su sentido de lo teatral, el cultivo de la paradoja y el tallado de los personajes. Es un texto placentero de cabo a rabo.

A tenor de sus dos últimas obras, se puede concluir que al señor Kureishi le encantan los tríos y las estrellas del arte en decadencia. Si en La última palabra (pincha acá) el protagonista era un escritor consagrado (¿V.S. Naipaul?), ahora escuchamos la voz de un añoso cineasta confinado en su departamento -casi un vegetal en una silla de ruedas-, pero al que la cabeza le funciona demasiado bien. Es ésta una novela sobre la senectud, por cierto.

Después de dos décadas de matrimonio -y con una diferencia de edad de veintidós años- el decrépito Waldo descubre que su devota Zee le es infiel, quizás por primera vez. La señora, de origen paquistaní como Kureishi, encuentra la alegría en Eddie, un gigoló con la reputación de ser un maestro en el arte del sexo oral.

Zee y Eddie, tan brillante como incompetente, se traen entre manos algo más siniestro que una sucesión de ruidosas cópulas, salidas y viajes (despilfarran la plata del viejo). Waldo, no obstante, está dispuesto a frustrar sus planes. Pasen y lean. La cena está servida y es deliciosa.

Por momentos, la novela da la impresión de ser una comedia wildeiana, con diálogos magníficos pero mucho más oscura. La trama viene enriquecida con observaciones inteligentes sobre el sexo ("la líbido, como Elvis o los celos, nunca muere"), el amor ("sólo los idiotas quieren que los amen en exclusiva") y las relaciones sociales ("alaba a alguien alguna vez y será tuyo para siempre"). Otro de los agrados es la deliberada ambigüedad: ¿Waldo es víctima o victimario?

Vale insistir en un punto. La prosa de Kureishi es un verdadero bálsamo, en un época en que se celebra escribir mal. Very british, con toques de las colonias. Definitivamente, el viejo imperio ha enriquecido a la literatura inglesa.
Guillermo Belcore
Publicado ayer en el Suplemento de Cultura de La Prensa.

Calificación: Muy bueno

lunes, 19 de noviembre de 2018

El peso de la prueba

El mismo año convulso en que el mariscal Van Paulus se rindió en Stalingrado y los japoneses, por fin, fueron expulsados de Guadalcanal se publicó por primera vez El peso de la prueba (Emecé, 335 páginas, edición 2016). El dato habla muy bien de Inglaterra. Que en plena II Guerra Mundial pueda darse el lujo de disfrutar una novela policial que trata en forma muy oblicua la amenaza nazi es, de alguna manera, la cima de la civilización.
Para los desmemoriados y para los que no leyeron aquí los elogios que se tributaron a otra obra del autor (pinche aquí) Michael Innes es el nom de guerre que eligió el eminente profesor John Innes Mackintosh Stewart (Edimburgo 1906-1994), un clasicista que saltó a la fama por haber escrito unas 50 novelas policiales. Es el creador del detective John Appleby, también con sólida formación universitaria y cultor del método deductivo, como todos los hijos y nietos de Sherlock Holmes.

El señor Innes fue docente en la Universidad de Leeds. Aquella experiencia nutre El peso de la prueba. Scotland Yard envía al detective Appleby a la ficticia Universidad de Nesfield para esclarecer el asesinato de un catedrático bastante destacado. El bioquímico Henry Albert Pluckrose fue aplastado por un aerolito mientras descansaba cómodamente sobre su silla de tijera en el cuadrilátero estudiantil que llaman Patio de la Fuente. Quién puede resistirse a tan adorable argumento. Una piedra del espacio, con su velado simbolismo, como arma mortal. Un crimen violento, ocurrido entre hombres consagrados a la ciencia y a las artes.

Hay que destacar que la obra relumbra, sobre todo, como sátira. Presenciamos “una orgía de esnobismo”. Nos divertimos con las “antipatías del claustro”. Al parecer, quiere decirnos el autor que no existe nada más fatuo que un profesor de una alta casa de estudios de provincias en la Gran Bretaña. Uno podría decirle al señor Innes que sí existe: un intelectual progresista en una resentida Facultad de Humanidades de la Argentina, pero eso es otro tema.

Hay otro agrado en el libro: el tesoro verbal.
En una era de guarangos e ignorantes, obra como un bálsamo una novela policial que rescata viejas formas de cortesía y una sintaxis compleja. Hablar como un duque -literalmente- también es el culmen de la civilización. Por cierto, el duque de Nesfield, rector de la universidad, es un personaje encantador.  

“Torpe devorador de cardos“, le espeta, furioso, un catedrático al vicerrector por su condición de galés. ¡Eso es un insulto, damas y caballeros! El señor Innes advierte en la página 56 que hay un presunto axioma -proveniente del ámbito educativo- de que el vicerrector ipso facto de ningún modo puede ser una buena persona.

La investigación avanza a fuerza de diálogos ambiguos (teatralerías) que desquician las entrevistas que Appleby y el inevitable Watson mantienen con el profesorado y sus satélites. Los elementos son evasivos, parece que todo el mundo tiene algo feo que ocultar. Las murallas del misterio caen en las páginas postreras, como ordena el canon. El desenlace gusta de emular el modelo Agatha Christie. Un amplio auditorio, el detective ofrece un par de hipótesis falsas para castigar a los pedantes y luego se revela quién es el asesino del profesor Pluckrose. Estupendo entretenimiento.
Guillermo Belcore

Calificación: Buena 


sábado, 17 de noviembre de 2018

La muerte del comendador I

Las ideas tienen vida propia. En algún momento se liberan de sus creadores y se lanzan a andar. Influyen sobre los otros seres humanos. Para Haruki Murakami (Kioto, 1949) pueden adoptar cualquier forma, incluso la del personaje de un cuadro, pero algunas personas pueden verlas y conversar con ellas y otras no. Las ideas sólo pueden aparecer dos o tres horas por día. Simplemente, se dedican a recopilar información.

Sobre tan hermosa fantasía se asienta la primera parte de la esperada trilogía del más leído escritor japonés de posguerra, candidato permanente al Premio Nobel de Literatura por muy buenas razones: renovó el realismo mágico que América latina ya había agotado, creó un estilo propio y mundos alternativos con pequeñas diferencias pero donde no se puede aplicar la lógica como la conocemos, ha labrado una vasta producción, algunas de sus novelas o relatos breves se cuentan entre los mejores de nuestro tiempo y su prosa es modelo de fluidez, las palabras fluyen con una naturalidad admirable, como si estuviéramos navegando en un curso de agua sin escollos de ninguna clase y con viento a favor.

Muchas de estas virtudes están presentes en la I Parte (Una idea hecha realidad) de la trilogía La muerte del comendador (Tusquets, 476 páginas), pero la historia no tiene la fuerza y el encanto de las mejores novelas murakamianas. Por momentos, causa decepción la primera producción de largo aliento del vate japonés desde la ambiciosa 1Q84 (pinche aquí y aquí), cuya última entrega data de 2011. No obstante, al final uno se queda con ganas de seguir leyendo: quedan varios secretos sin revelar.

La trama está narrada en forma de remembranza. Un pintor, con cierto renombre (comercial no artístico), evoca los increíbles sucesos que le ocurrieron en un período de nueve meses en los que vivió en estado de confusión.
El hombre de treinta y seis años, lacerado por la muerte de su hermana durante su pubertad, se veía obligado a pintar retratos insulsos de gente adinerada para ganarse la vida. Hasta que un día, su esposa le confiesa que se está acostando con otro hombre y le pide la separación, después de seis años de matrimonio (¿feliz?).

En cierta forma, el libro es una elegía del cambio radical: el artista abandona todo y se va a vivir a una casa enclavada en las montañas boscosas que le presta un amigo, hijo de un prestigioso pintor de la escuela clásica japonesa. Nuestro héroe da clases de dibujo y pintura a niños y ancianos en el pueblo y gana una amante (una mujer casada). Aparece en el desván un extraño cuadro que conecta con la opera Don Giovanni de Mozart y con la irrupción brutal de los nazis en Austria. Aparece el misterioso señor Menshiki, un magnate de impoluto cabello blanco, dispuesto a pagar un dineral por un retrato, pero con segundas intenciones. Aparece también una presencia sobrenatural.

Como casi siempre ocurre en las novelas murakamianas, en las costuras de la realidad se produce un ligero desgarro. Como él mismo explica, los límites entre realidad e irrealidad no paran de moverse, como una frontera que se desplaza según le parece. Hay que andarse con mucho cuidado con ese movimiento. Alicia en el país de las maravillas es el modelo, confiesa en la página trescientos cincuenta y dos.

ORFEBRERIA

Puede decirse que lo mejor del libro es la factura técnica, que roza la perfección pero sin salirse un milímetro de la peculiar elocución que ha convertido a Murakami en un fabricante de best-sellers de calidad. El hombre es un maestro en el arte del símil. Verbigracia: "Me esforzaba por calibrar el extraño tono de sus palabras, como si quisiera adivinar el peso de un huevo en la palma de la mano".

También se ha tomado en serio el papel que la ha señalado la crítica de ser una especie de puente entre Occidente y Oriente. Las menciones del arte clásico, provenientes de las dos orillas del planeta, enriquecen el texto. Las apostillas definen un mapa. Sea el octeto para cuerdas que Mendelssohn compuso a los dieciséis años, interpretado por el conjunto de música de cámara I Musici, como la pintura tradicional japonesa del período Asuka. Culturas hay muchas, civilización una sola, parece decirnos Murakami.

Además de las típicas redundancias (en la repetición hay un ritmo, explica el autor), el volumen contiene reflexiones sobre el arte de pintar y, como es habitual, sobre el arte de vivir: Ten el coraje de no temer cambios profundos en la vida; que la curiosidad (que es más fuerte que los reparos y el sentido común, aunque cobra un precio) sea uno de los motores de tu existencia, se nos sugiere.

El lector también disfrutará de pinceladas de erotismo. Vean la belleza de este párrafo: 

"Bajo los suaves movimientos de sus dedos, mi pene había recuperado la dureza. No tardó en usar sus labios y su lengua, y un profundo silencio cargado de sentido nos envolvió. Los pájaros seguían empeñados en sus quehaceres y nosotros pasamos al segundo acto de los nuestros".

Los personajes enigmáticos prometen más en la segunda y tercera parte. También la idea, como ente autónomo. Hay un enigma casi impenetrable, como una cáscara de nuez imposible de abrir con las manos. Tómese entonces como un comentario provisional el desencanto con la trama. Murakami, uno de los grandes literatos de nuestro tiempo, merece el derecho a la duda. 
Guillermo Belcore

Calificación: regular


domingo, 11 de noviembre de 2018

Tiempos modernos

Es muy probable que Tiempos Modernos (Javier Vergara Editor, edición 1998) sea el mejor libro de Paul Johnson (Manchester, 1928). El más popular de los historiadores de la derecha encierra (y explica) casi setenta años de historia planetaria dentro de un marco conceptual: la mayor parte de las tragedias contemporáneas, a pequeña y gran escala, se han originado por un cambio de mentalidad que decantó en Occidente y contaminó el resto del mundo. Relativismo moral es el nombre del villano de nuestra era. En la Argentina populista, agregamos nosotros, sigue haciendo de las suyas.

El historiador católico considera que el genio científico gravita sobre la humanidad mucho más que los estadistas o los guerreros. Básicamente, somos todos hijos de la Teoría General de la Relatividad. Se ha licuado una certeza decimonónica que operaba como barrera de contención de las conductas: las personas necesitan poseer absolutos morales basados en la fe. Todo es relativo, hasta el tiempo y el espacio. 

Adiós, Isaac Newton y las Sagradas Escrituras. Compiten por nuestras almas Karl Marx (la dinámica fundamental del mundo es el interés económico); Sigmund Freud (el impulso fundamental tiene carácter sexual) y Frederic Nietzsche (todo es voluntad de poder). Por cierto, Johnson sostiene que el siglo XIX (el siglo de Inglaterra) fue el más estable y productivo en la historia de la humanidad. El siglo XX corto (1914-1989) fue una gran calamidad, la era de las masacres. ¿Quién puede desmentirlo?

La encarnación histórica más monstruosa del relativismo moral postula Johnson han sido Hitler, Stalin y Mao Tse-Tung. La “conciencia revolucionaria“, “la moralidad superior del partido” destruyeron la filosofía de la responsabilidad personal, de raigambre judeocristiana, con los resultados a la vista. Categorías enteras de personas fueron exterminadas en nombres de utopías despóticas. Es el resultado directo de haber abandonado el concepto de culpa individual y de la aparición de la ingeniería social, “la creencia de que es posible usar a los seres humanos como si fueran paladas de concreto“.

Johnson tiene talento para el pormenor significativo. El vasto recorrido por el siglo pasado siempre es ameno y la información, caudalosa, aunque el trazo por momentos sea demasiado grueso. El recuento de atrocidades, estremece. Sus héroes son los estadistas de visión y firme personalidad cuyos principios básicos inspiraban confianza como Churchill, Adenauer, De Gaulle, Einsenwoher, Thatcher y Juan Pablo II. Las revoluciones provocan más problemas de los que resuelven, es una de sus máximas favoritas.

En cuanto a la filosofía de la Historia, advierte que no existen los acontecimientos inevitables. El papel esencial lo cumple la voluntad individual. Pone como ejemplo 1941, cuando Hitler y Stalin jugaron al ajedrez con la humanidad. Al fin y al cabo ninguno de estos hombres representó fuerzas tectónicas irresistibles o siquiera poderosas; lo contrario del determinismo histórico es la apoteosis del autócrata individual. No obstante, Johnson cree oportuno aplicar una ley de la economía (“esa ciencia inexacta”) al devenir de todos los asuntos humanos:

“El principio totalista de la corrupción moral desencadena una satánica Ley de Gresham que determina que el mal expulse al bien”

Dicho con una metáfora: abrir siquiera una rendija de la puertas del Infierno es suicida para los pueblos.

Hay que destacar que en las ochocientas seis páginas del ensayo la Argentina no merece más que seis carillas. Recibe una tunda Juan Perón, “seudo intelectual, con el don de la verborrea ideológica, del tipo que iba a ser muy común durante la posguerra”. El Justicialismo como doctrina carece de sustancia, según Johnson. “Perón ofreció una demostración clásica, en nombre del socialismo y del nacionalismo, del modo de destruir una economía”, escribió. Nuestro país -destaca- es ejemplo de una las lecciones más lamentables del siglo XX: apenas se permite la expansión del Estado, es casi imposible reducirlo. Que lo diga Cambiemos, si no.

LA REACCION

Siguiendo la tesis johnsoniana, se podría afirmarse que el relativismo moral sigue campeando a sus anchas, dado que la eliminación de los puntos de anclaje fijo sigue su curso en distintos ordenes de la vida cotidiana, desde la sexualidad (aquí también ha sido dramática la declinación de la responsabilidad personal) como la crítica literaria que ya no quiere regirse por sistemas jerárquicos de evaluación. Licuefacción de la modernidad, lo ha llamado el filósofo Zigmunt Bauman.

El relativismo, asimismo, sigue siendo el fundamento de muchas conductas perversas en el campo de la acción política, un proceso corruptor que naturalmente traba la creación de riqueza. Mas aun, podría decirse que es la sabia nutricia del populismo latinoamericano. “Roba pero hace”, “robaron pero había inclusión social”, “lo único importante es el proyecto” son los argumentos que se esgrimen, por ejemplo, para justificar las trapisondas de un Lula da Silva o una Cristina Kirchner, y sus secuaces. Vale decir, hasta el concepto de decencia es relativo. ¿Es necesario recordar que la corrupción es un lastre para el desarrollo nacional? 

Cuando se eliminan las limitaciones morales de la religión (no robarás), la tradición, la jerarquía y el precedente el resultado suele ser catastrófico, es la enseñanza que un pensador tenazmente conservador en lo político y liberal en lo economía quiso dejarle a los lectores de su espléndida síntesis.

Empero, hay espacio para el optimismo. Uno puede concluir tras la lectura provechosa de Tiempos modernos -uno de esos libros imprescindibles- que la corrección de excesos es inevitable en sociedades sanas que se rigen por el liberalismo político. Trump, Salvini y Bolsonaro son la respuesta actual de los pueblos a ciertas exageraciones del relativismo moral como la destrucción del principio de autoridad en la calle o en la escuela. Ayer, se llamaban Thatcher y Reagan. A la Historia le complacen las simetrías.
Guillermo Belcore

Calificación: Excelente