domingo, 27 de diciembre de 2015

Confesiones de un burgués

Sándor Márai

Salamandra. Edición 2008. 478 páginas.

La reconstrucción de un mundo perdido -sea el Cretácico del Tyranoussarus Rex o el orden burgués en Centroeuropa- siempre resulta cautivante. Máxime cuando la empresa no está en manos de un árido sociólogo o naturalista, sino de un escritor de fuste, como Sándor Károly Henrik Grosschmid de Mára, conocido como Sándor Márai (Kassa 1900-1989). Los artistas son las antenas de nuestra especie, ha sentenciado Marshal MacLuhan. Con insuperable perspicacia, captan tanto los pormenores relevantes que a primera vista parecen nimios como las corrientes tectónicas que han modelado una era, y transmiten ese conocimiento con palabras bellas o nítidas. Tengo para mí que casi nada resulta más esclarecedor y placentero que la especie de la novela histórica.

He aquí una magnífica novela histórica, narrada en forma de memorias, pero memorias anticipadas, pues el libro fue entregado a la imprenta en caliente, cuando Márai tenía sólo treinta y cuatro años. El libro se divide en dos partes. La primera nos lleva a la época heroica del capitalismo, a principios de siglo XX, una época de paz en el Imperio Austrohúngaro, donde todos sacaban algo y la burguesía necesitaba los libros como el pan de cada día. Era el apogeo de la visión individualista del mundo (pinche aquí). En aquellos días, la policía no se metía en los asuntos privados de las personas, y los criados malvivían en una suerte de esclavitud disimulada. La clase social constituía para los afortunados una gran familia solidaria -o al menos lo parecía- una familia incluso por encima de las fronteras o de las naciones. Aquel paraíso exclusivo, como se sabe, fue demolido por un cataclismo llamado I Guerra Mundial, el hecho decisivo de la edad en que nos ha tocado vivir. Márai le dedica solamente -¡ay!- una escena conmovedora a la hecatombe: evoca o inventa una típica merienda burguesa en el campo que se hace añicos cuando llega la noticia del asesinato del heredero al trono austríaco.  

El primer tramo del libro, pues, está centrado en la infancia del autor en la plácida ciudad húngara de Kassa (la actual Kósice, la segunda urbe de Eslovaquia). La segunda parte va y viene por la Europa de entreguerras, so pretexto de que el narrador deber completar una educación universitaria y existencial. En medio de “aquel mundo demente que no había enterrado aún a sus muertos, pero que ya redactaba contratos que le permitirían liberarse de sus remordimientos con nuevas matanzas”, sus hábitos son los de un héroe de una novela romántica, pero sin una meta particular. No se priva de nada, ni siquiera de un matrimonio estúpido que, sin embargo, logra perdurar. Es un neurótico. En la exquisita Frankfurt, el periodismo de alta calidad lo recluta con sólo veinte años de edad. En una Berlín enloquecida y desesperada, lo alcanzan la hiperinflación y todos los excesos. Pasa, más tarde, seis años en las dos París, la mugrienta y la refinada. En Florencia, descubre que la primera etapa del fascismo fue “la expresión de la voluntad del pueblo entero”.

Estamos, por cierto, ante una novela de aprendizaje. En un ambiente que se va haciendo cada vez más bárbaro, deforme y peligroso, cada día le enseña algo al narrador: “La existencia del mundo, de las estrellas, de los camareros, de las mujeres, del sufrimiento, de la literatura”.  


EL ALMA ALEMANA


Así como en Terra, terra, el escritor húngaro evalúa con precisión de entomólogo a los rusos, y devela que en el alma del gran pueblo eslavo se mueven partículas completamente exóticas a la tradición y la cultura europea, en el II Capítulo de la II Parte de Confesiones de un burgués se arrojan varias sondas a los abismos de las psiquis alemana. Esa Nación-taller, donde todo se toma muy un serio, emergió escindida, nos advierte Márai. Si la angustia y el caos han podido ser dominados en la superficie, en el fondo reina un desorden infernal. Oigamos la voz del novelista:


“Sólo confiaba en Alemania; consideraba que el resto del mundo era caótico y desaliñado, sobre todo Francia, y a mi me contagió la idea hasta el punto de creer que Alemania era la patria del orden ejemplar, lo mismo que había aprendido en mi casa y en el colegio. Pero la verdad era que había orden en todas partes, en los museos, las estaciones de ferrocarril y también en las casas de la gente, menos en las almas: en las almas alemanas había una penumbra impenetrable, una bruma infantil, la espesa bruma de unos mitos sangrientos, vengativos e inconfesables”…

Hay que recordar que Márai, intelectual de originalísimos razonamientos, escribió tan lúcida interpretación en 1934, cuando el nacionalsocialismo recién asomaba sus rostro demencial. En el orden de los procedimientos, no se pueden dejar de mencionar dos rasgos infrecuentes del texto. El primero es el carácter poliforme del narrador-protagonista; da la impresión de que su tiempo pleno de ‘pathos’ abarca a personas distintas. Es, por así decirlo, un memoria barroca o, para usar una palabra en boga, recargada. 

En segundo término, la Historia irrumpe casi siempre no directamente sino a través de los rostros y las personalidades. Desfilan ante nuestros ojos decenas de personajes interesantes. El método, como ocurre siempre en la Alta Literatura, está fundado en una convicción: No existen las personas simples. “Me acercaba a cada personas con la curiosidad que experimenta el astrónomo al mirar por su telescopio, al saber con certeza, basándose en una ecuación matemática, que en un momento determinado aparecerá detrás de la espesa niebla algo resplandeciente y, seguro, un universo nuevo”, explica. Esas 'moléculas de humanidad', que brillan con luz propia, son la gloria del libro.
Guillermo Belcore

Calificación: Muy bueno

jueves, 24 de diciembre de 2015

Sé un misántropo burgués

“No pertenezcan a nadie. Que no exista ninguna persona, ni hombre ni mujer, ni familiar ni amigo, cuya compañía puedas soportar durante mucho tiempo. Que no haya comunidad humana, gremio, clase social donde seas capaz de acomodarte. Se un burgués tanto por tus ideas como por tu forma de vivir y tu actividad interior, pero no te sientas bien en compañía de burgueses. Vive en una especie de anarquía que consideres inmoral y que te cueste mucho soportarlo. Prefiere la soledad, el aislamiento ridículo y peligroso. Prefiere mirar de lejos, como tus semejantes juegan, como se satisfacen, como alcanzan el ’éxito’”…

Sándor Márai (1900-1989) esboza esta seductora ética libertaria (con altas dosis de misantropía) en un libro excelente (Confesiones de un burgués) que reconstruye esa plácida Pax Austrohúngara destruida en mil pedazos por la calamidad que definió el siglo XX y que se conoció como Primera Guerra Mundial. Márai mira, no sin nostalgia, los años previos a 1914, la edad de oro de la burguesía liberal triunfante. La nostalgia es razonable. Lo que vino después en Europa y en América fue infinitamente peor: la barbarie colectivista. 

domingo, 20 de diciembre de 2015

Urumpta

POR GUILLERMO BELCORE

En el siglo XVII, la Argentina fue invadida. Tribus mapuches, atraídas por los millones de vacas y caballos que prosperaban sin dueño en nuestras llanuras, cruzaron la Cordillera de los Andes y se afincaron en la Pampa Húmeda y la Seca. Fue una transculturación estéril y negativa. Es decir, crearon una pseudocivilización basada en el saqueo, la rapiña y la explotación de un recurso natural, aunque exótico, inagotable. En el proceso, exterminaron a nuestros pueblos originarios, los pocos que habían logrado sobrevivir a la barbarie de los españoles, como los huarpes, los querandíes o los comechingones. La Araucania argentina sobrevivió casi doscientos años y sólo tuvo progresos palpables en el arte de la guerra. Conformaron de hecho los temibles migrantes una suerte de estado tapón, alentado por los sueños expansionistas de los chilenos de origen europeo (algunas mentes febriles de Santiago aún lamentan la pérdida del Chile trasmontano) y financiado por el morboso afán de lucro de los mercaderes que compraban las cabezas de ganado y las mujeres que arrebataba el indio en sus incursiones terroristas por nuestras provincias. Por cierto, forajidos argentinos comandaban también los malones, algunos legendarios como Manuel Baigorria. Era lógico que esta situación anómala -la ocupación de la mitad del territorio nacional por parte de un pueblo intruso que hizo del robo bestial y la guerra su modus vivendi- tarde o temprano debía terminar. Cuando el país pudo por fin ocuparse de su soberanía y de su pueblo, comenzó la Reconquista de Tierra Adentro. El general Julio Argentino Roca vino a ser algo así como nuestro Cid Campeador. No obstante, el relato histórico dominante hoy en el puerto de Buenos Aires lo considera como un genocida de las tribus originarias. En realidad, nunca existieron ‘los indios pampas’. Era indómitos araucanos que cambiaron de nombre de este lado de la cordillera: puelches, tehuelches, huliches, pehuenches, ranqueles se denominaron sus tribus.  

“De Arauco no ha quedado más que el repertorio de sus crímenes y el recuerdo de sus horrores”, nos advierte un estudioso del pasado. El primer párrafo es un resumen de la tesis que don Juan Filloy (Córdoba 1894-1999) despliega en un libro magnífico que la Universidad de Río Cuarto reimprimió en 2014. Urumpta es el título (Unirío editora, 266 páginas). Ninguna persona interesada en la historia nacional debería soslayarlo.

El lector informado recordará que Filloy es una de las glorias de nuestra literatura. Escribió más de cincuenta libros, todos con títulos de siete letras. Vaya ocurrencia. Cultivó, con igual destreza, la ficción y en el ensayo. Urumpta, explica el sabio, designa de manera misteriosa a la extensión que habitaron aborígenes primigenios, antepasados de los comechigones, en el sudoeste actual de la provincia de Córdoba y sur de San Luis.

FONDO Y FORMA

Puede afirmarse que Urumpta fue compuesta con siete propósitos elucidadores, por lo menos:

  • a) El rescate de vocablos y topónimos caídos en desuso, acaso por mero hedonismo de la palabra.
  • b) Filloy mete el cuchillo, con precisión de cirujano, en los “déficits morales” de nuestra historia. Hace inventario de muertes trágicas, como el coronel Dorrego o los tres mil prisioneros degollados en Pago Largo. “El ánimo se acurruca en la sombra, meditando en la inútil proeza de matar hermanos por el solo delito de discrepar”, escribió. 
  • c) Reprueba la maldad monótona de la conquista española, así como su absoluta aridez cultural. Puede que sea consecuencia del afán de enriquecerse a todo trance.
  • d) Denuncia la intrusión chilena durante el virreinato y las primeras décadas de vida independiente (patente también en lo idiomático). Si bien Filloy establece que los furibundos malones era un sistema básicamente criminal, hace la salvedad de que las fechorías del indígena eran estimuladas por los aventureros políticos de ambos lados de la cordillera. “Acontecimientos lúgubres promovieron la reacción contundente” de la Tercera Campaña al Desierto. Obviamente, el autor no justifica, de modo alguno, el exterminio ni la esclavitud del aborigen que siguió a tan magna empresa.
  • e) Rescata elementos telúricos, como la boleadora, el baqueano y el gaucho.
  • f) Reivindica la pobreza desnuda y brava que nos diera la libertad y la Patria.
  • g) Historia a Río Cuarto, “la capital geográfica de la llanura argentina“.


Tan interesante como las ideas resultan los procedimientos que usa el autor para darse a entender: el microensayo, la poesía y el cuento. También el libro incluye conferencias dictadas 1966. Con dos largos poemas épicos, Filloy transmite la emoción bárbara pero subyugante del gaucho renegado matando aquí y allá en la pampa chúcara; y el calvario de los cuatrocientos treinta y un mártires del sitio y toma de Río Cuarto por Facundo Quiroga, otro salvaje, en 1931.

De la primera a la última página, la lectura de Urumpta resulta placentera. Se trata, al fin y al cabo, de una literatura amorosa, híbrida, íntima. De amor a esa entidad platónica que nos ha tocado en suerte -para bien y para mal- y que nunca ha dejado de dolernos con intensidad. Desde hace casi doscientos años la llamamos República Argentina. Polifacético creador donde los haya, don Juan Filloy ofrece la lucida cosmovisión mediterránea (provinciana) sobre el pasado de la Patria, un punto de vista mucho más convincente que el triunfante nac & pop porteño.
Publicado en el Suplemento de Cultura del diario La Prensa

Calificación: Muy bueno

martes, 8 de diciembre de 2015

Chesterton y la cuestión alemana

Hasta tanto un editor iluminado de la hispanósfera recopile sus obras completas (y ese día los ángeles aplaudirán de pie) habremos de leer a G.K. Chesterton de manera fragmentaria, allí donde encontremos sus gloriosas páginas. Es un escritor prolífico y estimulante, pero sólo para la mente de los inteligentes y para el alma de los católicos. En una excelente librería de viejo (Boyacá 1538, Flores norte) encontré una gema rara: ’El fin del armisticio’ (José Janés, edición 1945). Se trata de una recopilación de artículos que el escritor publicó entre 1933 y 1936, año de su muerte, sobre la cuestión alemana en general y la amenaza de Hitler en particular. Estremece la lucidez y precognición (ya volveré sobre el punto) del texto. Creo no haber leído una reprobación (exante) del nazismo tan bien fundamentada como la que Chesterton elaboró desde la filosofía de la Historia. Un volumen de gratísima lectura, pues.

Desde las páginas de los diarios, Chesterton advertía a sus compatriotas que el norte de Europa hay una manantial de veneno, una herejía, un ideal fuera del ideal europeo. Lo denomina prusianismo y el Partido Nacionalsocialista no era otra cosa que su versión más reciente. “Algo pagano y bárbaro entre las naciones; algo que diríamos inconquistado, sin convertir, y que, de todos modos, ignora el arrepentimiento”, escribió el vate. Puede que Federico II haya sido el primer jefe moderno de una tribu que habría de causar dos guerras mundiales y al que estúpidamente se le permitió en el siglo XIX hacerse cada vez más fuerte. Oigamos la potente interpretación del inglés:

“Un estado pequeño y casi salvaje llamado Prusia, situado en el nordeste te hizo protestante y, mediante el robo y el saqueo, extendió su poder contra Austria con gran disgusto de Alemania. Produjo hábiles aventureros del voraz género prusiano y, por último uno, llamado Bismarck, declaró la guerra a Austria y más tarde a Francia, y en el momento sensacional del éxito obligó o persuadió a sus aliados germanos del norte a que consintiesen en denominar káiser a su insignificante príncipe y a su pandilla de partidarios del ’Imperio alemán’. Nadie había soñado antes semejante cosa; nada por el estilo había ocurrido desde hacía una generación. Era como si a una afortunada rebelión de boers, africanos y extranjeros se la hubiese llamado el ’Imperio británico’. Esa es la verdadera y reciente historia de la palabra ’Alemania’”.

Aclaremos los términos. El prusiano no es exactamente un alemán, sino algo distinto. A fuerza de insolencia (y éxitos militares) logró hacerse con una gran nación y las consecuencias fueron tremendas. Chesterton llamó a Goering “espadachín demente” y se mofaba de la esvástica: “¿De dónde sacó Hitler la cruz gamada? ¿Acaso vivió entre los indios y acaso son éstos arios?”. Las chifladuras de la “religión racial, con su olor a podrido” del nazismo lo sacaban de quicio. El odio feroz y voraz de los teutones semipaganos no sólo apuntaba a barbarizar, y a desbautizar a Alemania, sino también a Austria, advirtió. Los años siguientes demostrarían que lo hubieran hecho en Europa entera si no hubiesen sido aplastados por vía de las armas. Se trata, al fin y al cabo, el mismo problema de siempre: “Algo más salvaje puede dominar al mundo civilizado”. Desde la China arrasada por los mongoles o la Roma saqueada por los vándalos hasta la irrupción en naciones islámicas de los talibanes y el Estado Islámico. 

Como Borges escribió alguna vez: “ante una tesis tan espléndida cualquier falacia cometida por el autor resulta baladí”. Siguiendo la idea, cualquiera puede concluir que la última expresión histórica del prusianismo tribal desapareció recién en 1989: se había atrincherado en la República Democrática Alemana, otro engendro antinatural. Exterminado el cáncer, Alemania dejó de ser un problema para Europa y para el mundo entero. El bárbaro pedante -adorador de sí mismo y de la sangre y el hierro- fue finalmente domesticado.

En este libro notable por sus ideas y por la belleza del estilo, Chesterton también aboga por Polonia y anticipa el final de Checoslovaquia y Yugoslavia sesenta años antes: 

“Creo que era perfectamente acertado restaurar el reino medieval de Bohemia, que fue destruido a consecuencia de una casual victoria de los turcos. Pero lo que nunca he logrado comprender es por qué ha tenido que cambiar su nombre por el de Checoslovaquia, cosa que es algo así como restaurar la antigua nacionalidad de Irlanda añadiéndole una estrecha y arbitraria faja de Escocia, llamándola luego Celtocaledonia. No veo por qué a los serbios no se le has de llamar serbios, bajo cuyo nombre han cantado grandes gestas y librado heroicas batallas, en lugar de denominarlos eslavos del sur (yugoeslavos), lo que es casi tan sensible como llamar a los irlandeses, asirios del Oeste”.   
G.B.

domingo, 6 de diciembre de 2015

Pureza

POR GUILLERMO BELCORE

Todos los grandes escritores tienen una estrategia creativa (los de segunda sólo un plan de marketing). La de Jonathan Franzen (Wester Springs, Illinois, 1959) funciona bien, le ha dado fama y fortuna. Su apuesta es traer al siglo XXI el modelo de novela decimonónica, retratar el mundo según el modelo de Balzac o de Tolstoi. Pero claro, Franzen no es Dickens ni Víctor Hugo, sus textos son desparejos, ciclotímicos, bipolares. En Pureza, su obra más reciente, el literato, que suele jactarse de no leer las críticas, admite algunos de los dicterios que ha recibido su producción: “inflada, obesa, rancia y agotadora“. Cuestión de gustos, en todo caso. Para quien esto escribe, semejante ambición narrativa no merece otra cosa que aplausos. Y al final de Pureza (Salamandra, 697 páginas) uno siente que no ha perdido el tiempo, que los temas y subtemas tratados han resultado interesantes, que algunos personajes han atrapado nuestra imaginación, que el novelón, en fin, logró imponerse a la prosa defectuosa, al melodrama, y a una poética horripilante. Léase, a modo de ejemplo, la metáfora que afea la página cuatrocientos ochenta y tres: “La luna en lo alto, entre la bruma de Filadelfia, era una pastilla beige que se iba disolviendo”. Y no es la peor.

Bien puede ser considerada Pureza como parte de una trilogía americana, es decir la continuidad de la magnífica y consagratoria Las correcciones (¿cómo olvidar a la familia Lambert?) y de la ni fu ni fa Libertad. Es mi novela de la costa oeste, ha explicado Franzen a un periodista. Continuidad  dijimos porque forma parte de un mismo impulso artístico: colocar un espejo frente a una porción de la sociedad para detallar la neurosis y la idiotez de los estadounidenses. Pero el libro es más que reflejo, tiene un arquitectura compleja.

Abarca Pureza siete largos capítulos, que van y vienen en el tiempo. Penélope Tyler, 23 años, vive con su madre hipocondríaca en el valle de San Lorenzo, a un escupitajo de distancia de Oakland, hermosa colmena humana donde cualquiera puede ser lo que desee sin ser perturbado. En una casa de okupas, una chica alemana la recluta para Sunlight Proyect, una red de divulgadores -al estilo WikiLeaks- de las inmundicias que ocultan gobiernos, corporaciones y abusadores. Aquí, Julian Assange se llama Andreas Wolf, proviene de la extinta República Democrática Alemana y tiene su base de operaciones en Bolivia. Es un protegido de Evo Morales. Vuela Pip (¿homenaje a Grandes esperanzas de Dickens?) a Sudamérica y la trama sucumbe entonces a la fascinación de lo “real maravilloso” que, al parecer, aqueja desde 1492 a todos los cronistas con buena conciencia que vienen al Sur. Decepciones mediante, la chica Tyler finalmente recala en la Denver Independent, una agencia de periodismo virtual que cultiva la investigación a la vieja usanza, es decir con periodistas en la calle. Todo se vincula con todo. Es un rompecabezas fascinante, pero no podemos decir más.

EL NUCLEO


El núcleo incandescente de la obra son la galería de caracteres raros, pirados/as que hacen todo mal, y las relaciones nebulosas entre los protagonistas: la exasperante Pip Tyler, su mamá chiflada Anabel (un personaje memorable), el manipulador Andreas Wolf y el periodista buenazo Tom Aberant. Pureza tiene un doble sentido. La castidad del amor filial (el ágape cristiano) que todos ansiamos dar o recibir. En torno a las desventuras de la paternidad/maternidad, ese “enorme bloque de granito plantado en el centro de tu vida”, orbitan las más profundas reflexiones del libro. Y en segundo lugar, Franzen cavila sobre la pureza de las intenciones  de los activistas y los magnates de Internet. Su conclusión es pesimista. Llega al extremo de parangonar el ecosistema web con el ‘socialismo del Estado proletario’ que regía en media Europa antes de la caída del Muro de Berlín. Ambos son sistemas totalitarios en los que al individuo le resulta imposible abstraerse; ambos aniquilan la intimidad, es decir cualquier diferencia entre lo público y privado; y ambos logran prosperar merced al temor que infunden:

 “Internet está más bien dominado por el miedo: miedo a no ser popular, ni suficientemente cool, miedo a perderse algo, miedo a ser criticado u olvidado. En la RDA, a la gente le aterraba el Estado; bajo el Nuevo Régimen lo que aterra a las personas es el estado de la naturaleza: matar o morir, comer o ser comido”.

Hay que decir que Franzen procesa mejor los conflictos individuales y los avances tecnológicos que las cambios históricos y las disputas sociales. Su visión de Alemania Oriental no va más allá del tópico. Esa superficialidad sobre los fenómenos colectivos es -junto a una prosa que hace rechinar los dientes- el defecto de fábrica de su trilogía. Pureza, por otra parte, abruma con todos los tics del feminismo. ¡Ah!, la corrección política que peste. Nadie podría negar que una buena cantidad de sus párrafos macizos puede ser mejorado por cualquier plumífero de tres al cuarto, que hay demasiadas tempestades en un vaso de agua y que han desperdiciado un par de personajes atractivos (Anabel y Dreyssus) pero en el conjunto los ripios no son, al fin y al cabo, más que detalles. Lo trascendente es que la novela rebosa de ideas profundas, como la analogía entre los depredadores sexuales y los agentes de la Stasi, o la advertencia que todas las compulsiones apestan a muerte por su capacidad de provocar un cortocircuito en el cerebro que reduce la personalidad a un bucle de estímulo y respuesta. Inspiradora también es la visión del mal desde una perspectiva que recuerda a Soren Kierkegaard:  

“Si el tiempo es infinito, entonces tres segundos y tres años representan la misma fracción, infinitamente minúscula. Y, por lo tanto, si infligir tres años de miedo y sometimiento está mal, como concedería todo el mundo, infligir tres segundos no está menos mal. Le pareció ver un vislumbre fugaz de Dios en ese cálculo, en la duración infinitesimal de una vida. Ninguna ejecución, por rápida que fuese, disculpa el dolor causado. Si uno es capaz de hacer ese cálculo, significa que debajo del mismo se esconde una moral”.

El autor de Las correcciones ha llegado a la conclusión de que el tamaño y el grosor importan, que la magnitud define a una novela. Eso es bueno. La gente interesante -sobre el papel o en la jungla social- nunca es moderada. El modelo Franzen no es Tolstoi pero se le acerca bastante. Lo dickensiano y la critica social funcionan muy pero muy bien en la trilogía.

Publicado en el Suplemento de Cultura del diario La Prensa

Calificación: Bueno