lunes, 24 de noviembre de 2014

Mr. Mercedes

Dicen que en Islandia hay pozos tan profundos que si se arroja una piedra nunca se la oye llegar al fondo. Bueno, hay ciertos seres humanos que también son así. La ciencia los llama psicópatas (este año, la estudiante chilena Nicole tuvo la mala fortuna de cruzarse con uno de ellos a las cinco y pico de la mañana en el barrio de Almagro). Los buenos escritores arrojan una sonda a esos abismos y nos advierten sobre los monstruos que infestan las profundidades. Uno de los más hábiles exploradores de almas descarriadas se llama Stephen King. Lo demuestra en su última novela, protagonizada por un asesino en serie, sin el menor glamour. Los porteños nos anoticiamos este año que la hez de la humanidad vive camuflada entre nosotros. Hay mucha gente que está rota. Y es mala. “Como una manzana que parece sana por fuera pero cuando la abres esta ennegrecida y llena de gusanos“, nos advierte el más popular narrador estadounidense. Nicole pagó con su vida está realidad.

El rey del terror ha decidido pues honrar el género policial. Mr. Mercedes (Plaza & Janes, 493 páginas) plantea una lucha clásica entre el bien y el mal, sin ningún elemento paranormal en el escenario. En un rincón, se encuentra un policía retirado con dos inverosímiles ayudantes. Y un homicida múltiple en el otro. El suspenso llega bien dosificado. La historia, seguramente, atrapará a todo aquél que disfruta esa eterna especie literaria que Edgard Allan Poe ha inventado.

Todo comienza el 10 de abril de 2009. Esa madrugada, dos toneladas de la mejor ingeniería alemana embisten con toda intención a una muchedumbre de desocupados congregada en la puerta de un Centro Cívico, gente tan desesperada por encontrar un trabajo que horas antes de que abra la Feria de Empleo hacen cola desafiando el frío y la niebla. Un Mercedes Benz SL500, sedan gris de doce cilindros, sale de la nada con sus faros descomunales y se les viene encima a hombres y mujeres. Ocho personas murieron y otras tres quedaron lisiadas permanentemente. Tan espantoso crimen, con un auto robado a una ricachona, quedó impune.

EL DUELO

Salto al presente. Estamos en una ciudad del Medio Oeste. Puede que en Ohio, sobre el lago Erie. Gustavo Williams Hodges se jubiló como inspector de primer grado sin haber encontrado al responsable de la matanza del Centro Cívico. Cuando estaba en la policía era prácticamente un alcohólico; ahora obeso, a los 62 años, pasa las tardes solo, atiborrándose de tres de los jinetes del Apocalípsis: azúcares, grasas y televisión abierta. Piensa en suicidarse. Siempre tiene a mano el 38 Smith & Wesson de su padre, le gusta porque las balas nunca se atascan. Hasta que un día recibe una carta de Mister Mercedes.

El asesino se llama Brady Hartsfield, veintilargos, empleado en una casa de electrónica por la mañana, heladero por las tardes. Un individuo muy inteligente que casualmente está loco. Odia a todo el mundo, incluso a la borracha de su madre, que lo impulsó a asesinar a su hermano y ahora le obsequia satisfacción sexual (baraja el autor una vieja premisa freudiana: la violación del tabú primordial, el incesto, abre la puerta a cualquier atrocidad). Sueña Brady con aderezar los helados con warfarina (u otro veneno peor) para ver a los niños desangrándose por todos los orificios de su cuerpo. Tiene planes confusos y siempre cambiantes, pero quiere despedirse del mundo con un acto apoteósico de destrucción. Antes de que anochezca, no obstante, nuestro chico tiene un asunto pendiente con un policía gordo (retirado). Quiere inducir a Hodges a suicidarse con su revolver 38. Lo espía por la ventana; lo provoca primero con una carta y luego en un chat de adultos.

Brady vs. Gustavo es pues el duelo, el núcleo incandescente del libro que hace avanzar la acción… No diremos nada más de la trama. No puede dejar de elogiarse, en verdad, la construcción que hace Stephen King de la mente del psicópata. Pone en su mente atormentada, incluso, una forma de ética: "Todos los preceptos morales son engañosos“, dice Brady. “Incluso las estrellas son un espejismo. La verdad es la oscuridad y lo único que importa es hacer una declaración de principios antes de entrar en ella. Abrir un corte en la piel del mundo y dejar una cicatriz. A esto se reduce la historia, al fin de cuentas, a tejido cicatricial".

No sólo relumbra King como psicólogo al voleo. Asimismo, cultiva con propiedad la vena sociológica en el último tramo de su tan prolífica como discutida carrera literaria. Ya sabemos que no hay novela policial talentosa que no incluya una buena dosis de crítica social, abierta o embozada. Mr. Mercedes no es una excepción. Stephen King condena, entre otras plagas, la gula estadounidense. Le desagrada que la ciudad moderna esté infestada de bolas de sebo; o que una adolescente tenga el trasero “del tamaño de Iowa”. Los reality shows, la forma más estúpida de televisión, son condenados sin paliativos. El telón de fondo de la anécdota es la decadencia económica de las ciudades industriales. Y se vierten algunas lágrimas por todos aquellos sectores que la revolución informática ha dejado en terapia intensiva: los diarios, editoriales, tiendas de discos y el Servicio de Correos de Estados Unidos, por mencionar sólo unos casos.

EL ESTILO

En lo que al estilo se refiere, sorprende gratamente la naturalidad con que fluye la prosa de Stephen King. Hace rechinar los dientes tan sólo la sensiblería con las que talla algunas relaciones afectivas, una antigua seña de identidad que desde 22/11/1963 creíamos superada. Pero ni siquiera el pomposo Harold Bloom puede afirmar hoy en día que el autor de El resplandor escribe de manera defectuosa. Todo lo contrario; escribe muy bien. Los diálogos son vivaces e inteligentes (algunos memorables), y hay metáforas poderosas. Escuchen ésta: "Tiene la mirada intensa y escrutadora de un cuervo con la vista fija en una ardilla recién aplastada". Pocos narradores, por cierto, exhiben tanta destreza para hacer uso de los elementos de la cultura pop. Es un mérito de King que los críticos esnobs suelen pasar por alto. Finalmente, la larga fila de guiños a la ‘novela negra de detectives’  resulta encantadora.

El señor King ha anticipado que Mr. Mercedes es la primera parte de una trilogía (el segundo tomo, Finders Keepers, se publicará en 2015). Los derechos del libro ya han sido comprados para convertirlo en una miniserie de diez capítulos. Las buenas críticas lo han llevado en Estados Unidos al primer lugar en la lista de los más vendidos. Está bien. No se trata, obviamente, de una joya de la literatura contemporánea, pero podemos afirmar sin titubeos que se trata una muy buena novela policial de esas que nos mantienen los dedos aferrados al libro durante horas y de esas que azuzan nuestras paranoias urbanas. Al fin y al cabo, el chico simpático de la esquina que nos vende helados con una frase amable en cualquier circunstancia puede ser el peor de los homicidas. Olvídense de vampiros, hombres lobo, fantasmas y extraterrestres, parece querer decirnos Stephen King en su última novela. Es a los psicópatas a quienes debemos realmente temer. Tenemos que estar preparados. Detrás del rostro insulso de un joven, puede haber una olla de demencia en ebullición.
Guillermo Belcore
Publicado el domingo pasado en el Suplemento de Cultura del diario La Prensa.

Calificación: Muy bueno

miércoles, 19 de noviembre de 2014

Happy Valley, la serie

Si hay algo que saben construir las series británicas son heroínas. ¿Recuerdan a Helen Mirror en el papel de la inspectora jefa Jane Tennison? Prime Suspect, qué buena saga de los noventa. ¿Prefieres algo más reciente? Gilliam Anderson, esa rubia fatal, interpretando a la espléndida superintendente Stella Gibson, un sabueso con rouge tras la pista de un asesino en serie en Belfast. Sí, The fall fue capaz de hacernos olvidar a la efebeiana Scully. Pero no sólo policías bravas: también Jessica Hyde de la escalofriante Utopía, una chica que huye, por su vida, de la madre de todos las conspiraciones.

Bueno, el propósito de este texto es anunciar a los cuatro vientos una buena nueva: ha emergido de la mejor BBC otro heroína memorable. Se trata de la sargento Catherine Cawood, pilar de Yorkshire oeste, protagonista de Happy Valley, una de las joyas televisivas de este año, seis capítulos (acaso la dimensión justa para el genero policial) que nos mantienen aferrados al sillón favorito y al Smart TV, los complementos imprescindibles de Netflix, ese maravilloso invento que nos hace más tolerable el siglo XXI.

Happy Valley fue escrita por una dama (Sally Wainwright) y producida por otra (Karen Lewis). La protagonista, como dijimos, es también una mujer (Sarah Lancashire). La mirada femenina es crucial en la serie, implica recordar algo que muchos varones solemos olvidar con frecuencia y es nuestra perdición: no somos solamente animales de carga, debemos tener una vida privada además del trabajo. La sargento Cawood era una respetada detective, pero decidió degradar su estatus profesional a simple agente de calle para poder criar a su nieto, un chico problemático, pero con buenas razones. La mamá de Ryan (hija de Catherine) se suicidó por culpa de una alimaña que la había violado. Ese hijo de la gran perra es, en la ficción, Tommy Lee Royce. Pasó ocho años en la cárcel por tráfico de drogas, pero la violación quedó impune. Acaba de ser liberado y fiel a su naturaleza se involucra en otro crimen grave: el secuestro de un empresario local, orquestado por un contador resentido, el típico hombrecito gris que de pronto pierde la cordura.

El valle de Yorkshire es un hermoso lugar para vivir si es que uno puede soportar, más o menos, trescientos días sin sol cada año. Pero, como casi todo el planeta, la proliferación de drogas ha estragado muchos vecindarios. Con un sentido de las responsabilidad comunitaria que más quisiéramos para nuestros policías, la sargento Cawood se enfrenta a los malos, a los políticos corruptos, a la falta de tacto de su familia. Mientras tanto, la historia del secuestro nos mantiene con un nudo en la garganta. Pasan cosas terribles en Happy Valley y el suspenso está muy bien dosificado.

Se ha anunciado una segunda temporada. ¡Bien!, la heroína merece persistir en la pantalla. Ojalá los guionistas no estropeen la serie como hicieron -también en Inglaterra- con Luther, estúpidamente alargada.
Guillermo Belcore


PD: Aquí el trailer: http://www.youtube.com/watch?v=G_YjBW5YWvI

domingo, 16 de noviembre de 2014

Un brazo y otros cuentos

Yasunari Kawabata

Emecé. 247 páginas. Cuentos. Edición 2014


Quizás éste no sea el mejor libro de relatos del Premio Nobel 1968. No significa, empero, que carezca de esa lírica exquisita, esa fineza en la expresión, esa elegancia en la idea que torna a la prosa de Yasunari Kawabata tan atrayente como el cuello desnudo de una joven. No es aconsejable el volumen, insistimos, para quien nunca ha leído a Kawabata por aquello de que la primera impresión resulta decisiva. Se puede tener la errónea sensación de que tiene también el encanto de ser aburrido.

El eje, pues, de los trece cuentos que atesora este volumen es, en cuanto al estilo, el refinamiento. En relación a la temática es el desamor. Son historias tristes de la posguerra de Japón, cuando una muchacha a punto de casarse piensa en matarse por sentir nostalgias de un kamikaze. Acaso salve a Keiko entregarse a la observación del mundo de los pimpollos. Así de extravagantes son los orientales.

En la mayoría de los textos encontramos mujeres que sufren por un mal matrimonio, o por la ausencia de felicidad. El egoísmo falocéntrico, la ausencia de delicadeza para con la amada, parece ser una plaga universal.
El más extraño de los relatos es el que da nombre al libro. Esta cargado de metáforas. Evoca, incluso, la mas famosa novela de Kawabata. En una noche de niebla, una muchacha bonita le presta un brazo a su admirador, un veterano. La turgencia del brazo, insinúa las del cuerpo de la chica, redondeces extraordinarias en el Japón. El señor está encantado, se lleva la extremidad a la cama, conversa con ella. Recuerda que una vez oyó decir a una señorita que las mujeres eran menos felices en las angustias del éxtasis que durmiendo pacíficamente junto a sus hombres. Finalmente, en un arrebato el viejo cambia su brazo por el de la muchacha. Esas audacias nunca concluyen bien.
Guillermo Belcore
Publicado hoy en el Suplemento de Cultura del diario La Prensa.

Calificación: Bueno

PD: En este blog se elogian varias obras de Kawabata.
Pinchen aquí:
1) http://labibliotecadeasterion.blogspot.com.ar/2009/08/en-el-lago.html
2) http://labibliotecadeasterion.blogspot.com.ar/2009/07/el-maestro-de-go.html
3) http://labibliotecadeasterion.blogspot.com.ar/2008/05/el-sonido-de-la-montaa.html

domingo, 9 de noviembre de 2014

Hace 25 años se desplomaba el Muro de Berlín

“El comunismo es una aberración pasajera que algún día desaparecerá del mundo porque es contraria a la naturaleza humana“.
Margaret Thatcher (1975)

POR GUILLERMO BELCORE

Decía Chesterton que uno de los juegos favoritos de la humanidad es burlarse de los profetas. Nadie lo vio venir; nadie percibió que la URSS y sus satélites venían cuesta abajo. En 1988, Helmut Kohl, canciller de Alemania Federal, vaticinó que él no llegaría a ver la reunificación alemana. Meses después, Erich Honecker, dictador de la Alemania oriental, predijo que la frontera de hormigón armado perduraría cincuenta o, quizás, cien años más. Pero hay momentos mágicos en que la historia bruscamente se acelera. Ocurrió hace veinticinco años: una corta serie de eventos impactantes concluyó con la destrucción del más odioso símbolo de la guerra fría. El 9 de noviembre de 1989 caía el Muro de Berlín. Comenzaba una nueva era.

El asombroso final de esa anomalía de ciento sesenta kilómetros de largo que durante veintiocho años, dos meses y veintisiete días convirtió a Berlín oeste en una isla de libertad en un mar de autoritarismo es aún materia de discusión académica. Los profanos miramos hacia atrás con admiración. ¡Qué vertiginoso fue 1989! Los adultos no podemos olvidar que la Argentina sufrió entonces su primer episodio de hiperinflación , catástrofe que nos ha dejado marcas en la piel. En las antípodas, un régimen comunista que supo cambiar a tiempo y optó por el capitalismo y la propiedad privada para rescatar a millones de personas de la pobreza masacraba a cientos de jóvenes. Veinticinco años también de la matanza de Tienanmen.

En retrospectiva, la caída del Muro pareciera haber sido algo inevitable. Fue el final de un proceso cuyo momento preciso de largada divide aún a los historiadores. ¿Cuándo comenzó la implosión de las gerontocracias socialistas? Este artículo propone como hito inicial el 2 de junio de 1979, día en que Juan Pablo II besó el suelo de Varsovia por primera vez. Cientos de miles de sus compatriotas lo vitorearon gritando "¡Queremos Dios,  queremos Dios!” El comunismo había fracasado.

En efecto, Karol Wojtyla (como Deng Xiaoping, Margaret Thatcher, Ronald Reagan, Lech Walesa y Mikhail Gorbachev) fue uno de esos líderes extraordinarios de los años ochenta que percibieron que la pétrea estructura de la guerra fría -que había congelado por 44 años los resultados de la Segunda Guerra Mundial- no formaba parte de la naturaleza de las cosas. Ese puñado de notables ablandó el status quo a golpe de audacia, elocuencia y efectos teatrales. Intuyó que el paisaje internacional era modificable.

Si esos líderes fueron decisivos para hacer converger ciertas fuerzas tectónicas (como las desatadas por las nuevas tecnologías electrónicas e informáticas), puede que la comunicación de masas aportara el precipitador del annus mirabilis “Los medios audiovisuales registraron los acontecimientos culminantes que tuvieron lugar en Europa central y oriental y en las tierras de la antigua URSS contribuyendo así a configurar tanto su desarrollo como su ritmo, del mismo modo que la imprenta difundió y aceleró los radicales cambios religiosos que sacudieron a Europa durante el siglo XVI”, ha notado el historiador Alan Ryan.

CRITICALIDAD

En el año del bicentenario de la Revolución Francesa había más gobiernos libremente elegidos que nunca; el marxismo soviético, que ya nada tenía que ofrecer en términos económicos o morales a sus ciudadanos, era vulnerable. El historiador norteamericano John Lewis Gaddis explica el colapso repentino con un concepto prestado por la ciencia: ‘criticalidad‘. Una perturbación pequeña en una parte del sistema puede desquiciar al sistema entero, han notado los físicos. La partícula de arena que estragó los engranajes del marxismo cuartelero provino, en un principio, de Budapest.

Había comenzado tranquilo 1989, con la toma de posesión el 20 de enero del mediocre y conservador (en el sentido de ‘enemigo de cualquier cambio') George H. Bush como presidente de los Estados Unidos. Nada presagiaba tormenta. Pero Hungría, donde se había abierto paso una nueva generación de cuadros, decidió tantear el terreno. Puso a prueba ‘la perestroika’ y el ‘glasnost’ de la remozada URSS. Primero reivindicaron con grandes actos de masas a Imre Nagy el líder de la revuelta antisoviética de 1956, a quien Nikita Jrushchov había ordenado ejecutar. Pero ahora Moscú ni se mosqueó. El más trascendente servicio que Mijail Gorbachev, ese apasionado reformista, hizo a la humanidad, fue enterrar sin honores la Doctrina Breznhev un día glorioso de mayo de 1989. Dejó en claro a todo el mundo que Rusia no usaría más la fuerza para mantener su esfera de influencia en Europa oriental. A fin de año le no quedaría nada del botín de guerra de la Segunda Guerra Mundial, que Stalin había consolidado con mano de acero en guante de hierro. Este giro de ciento ochenta grados en el Kremlin provocó consecuencias espectaculares.

“La primera piedra del Muro de Berlín fue quitada en Hungría”, afirma hoy en día el ex canciller Kohl respecto de la importancia de lo que ocurrió en junio: Hungría desmantelaba las alambradas de su frontera con Austria. A partir de allí, se desencadenó un efecto bola de nieve. En las semanas siguientes huyeron de la República Democrática Alemana unas 50.000 personas hacia Occidente. Muchos decidieron ocupar las embajadas de la RFA en Budapest, Varsovia y Praga.

Paralelamente, los movimientos a favor de los derechos civiles salían del armario en la RDA. Las tímidas protestas (severamente sofocadas por el estado policial) se transformaron en masivas manifestaciones que exigían reformas, al grito de Wir sind das Volk ("Nosotros somos el pueblo"). El 9 de octubre, unas 70 mil personas recorrieron las calles de Leipzig, un hecho sin precedentes desde 1953. Honecker dio orden de reprimir: sus esbirros no lo obedecieron. Gorbachev ya le había soltado la mano. “No puede uno retrasarse; de otra manera la vida te castigará”, se dice que le espetó en Berlín al anciano alamán el primer mandamás soviético con formación universitaria desde Lenín. Ante la presión de sus camaradas, las incesantes manifestaciones y la fuga masiva de ciudadanos a Occidente el 18 de octubre Honecker deja el poder. El 4 de noviembre sacude Berlín oriental la mayor manifestación de la historia de la RDA; cientos de miles de personas reclamaban pacíficamente libertad de opinión, reunión y prensa.

Obviamente, las promesas del nuevo mandatario Egon Krenz de pasaportes y visas para viajar al extranjero no frenaron las protestas. Así llegamos al 9 de noviembre. A las 18.53, en una confusa conferencia de prensa, el miembro del Politburó Günter Schabowski anunció que se concederían visados automáticos de salida a todos los ciudadanos que lo solicitaran. "¿A partir de cuándo?", preguntó el periodista italiano Riccardo Ehrmann. "Según lo entiendo, desde ahora mismo", respondió Schabowski, después de echar una mirada nerviosa a sus papeles. La buena nueva dio la vuelta al mundo: había caído el Muro de Berlin.

Multitudes se agolparon desde las siete de la tarde junto al Muro. A las 22.00 se abría el primer paso en la Bornholmer Strasse y esa misma noche miles de ciudadanos cruzaron hacia el oeste sin pasaporte, ante una policía desbordada por la situación y sin instrucciones de sus superiores. Por miedo o costumbre, pudo ser una masacre. Afortunadamente, la noche fue hermosa. No se disparó ni un sólo tiro y berlineses de los dos lados bailaron hasta la salida del sol.

UNA CONMOCION

Perforada la muralla, el efecto contagio fue inmediato. A fin de año habían sido defenestrados los autócratas de Checoslavaquia, Bulgaria y Rumania. Se dijo una vez que si alguien podía hacer funcionar al comunismo ese alguien eran los alemanes. Mentira. Los vientos de la historia barrieron también a la ineficaz República Democrática Alemana. La reunificación avanzó con botas de siete leguas y con Kohl en el timón. En lo que atañe al Muro mismo fue demolido y sus fragmentos se vendieron por el mundo entero (obviamente, circulan millones de falsificaciones). La Unión Soviética fue disuelta en 1991. La guerra fría llegó entonces a su fin.

La conmoción intelectual que provocó la caída del Muro fue inmensa. No se puede exagerar el trauma que supuso para los adalides del marxismo leninismo. Un exaltado pensador hegeliano, llamado Francis Ford Fukuyama, llegó a proclamar ‘el fin de la historia’. No fue así: siguen circulando amenazas conceptuales a la democracia liberal. A Dios gracias, lo que quedó definitivamente desacreditado es cierta ideología de Estado, la perversión bolchevique de perseguir el desarrollo con un partido único, basado en el terror (en nombre del proletariado) y propietario de todos los medios de producción. Sobreviven a las exequias del comunismo dos antiguallas: Corea del Norte y Cuba. Tienen los días contados.

* Publicado hoy en la página central del diario La Prensa.

domingo, 2 de noviembre de 2014

Underground

POR GUILLERMO BELCORE

Hace cincuenta años, Truman Capote transformaba para siempre el ingenio y la profundidad del género de no ficción. A sangre fría no sólo dio comienzo a la literatura estadounidense contemporánea sino que abrió un sendero dorado a nivel planetario. Y no pocos escritores de primera categoría han sucumbido a la tentación de amalgamar la exploración de hechos reales con el estilo novelístico. Haruki Murakami (Osaka, 1949) es uno de ellos.

En efecto, el escritor japonés mejor conocido en Occidente ha realizado un esfuerzo literario muy meritorio para esclarecer el más siniestro atentado en la historia de su país: el ataque con gas sarín en el subterráneo de Tokio, un crimen de lesa humanidad. Murieron doce personas y otras cinco mil sufrieron lesiones físicas y psicológicas de distinta magnitud; fue un milagro que no haya habido más víctimas fatales. Fruto de la inquietud murakamiana es una suerte de reportaje documental que entregó a la imprenta a fines de la década del noventa. Undeground (Tusquets, 557 páginas) llega ahora al castellano.

El 20 marzo de 1995 fue una mañana agradable y despejada en Tokio. Al menos hasta que un comando asesino -integrado, entre otros por el reputado cirujano Ikuo Hayashi, quintaesencia de lo que los japoneses llaman la superelite- clavara la punta afilada de sus paraguas en unas bolsas de plástico, disimuladas con papel de diario bajo los asientos del subte. Un liquido maloliente y viscoso se derramó por el piso, se formaron charcos. La gente casi de inmediato empezó a sentirse mal. Y entonces, el pandemonium. Una populosa urbe en estado de guerra, desbordada por una agresión impensable.

Murakami entrevistó a más de sesenta víctimas, personas comunes y corrientes que llevaban una vida sosa hasta que les sucedió aquello. Los testimonios, en primera persona, vienen precedidos por una introducción que evidencia una destreza artística: el novelista convierte a cualquier vecino en un atrayente carácter literario. No es tan difícil, alardea. Hay que saber oír. Al fin y al cabo, todos podemos ser narradores de nuestra propia existencia y al mismo tiempo personajes de alguna historia, nos dice. Nuestro yo siempre interpreta un papel. Así nos curamos de la soledad que nos provoca ser individuos aislados en este mundo, conjetura el autor.
 
La faena de recopilar historias se hizo con cortesía oriental. Sólo se publicaron los textos después de que cada uno de los entrevistados diera el visto bueno. Sobre el mismo suceso se ha querido quiso aplicar múltiples puntos de vista: “lo mismo que hago cuando escribo novelas“, se justifica. Por otra parte, el libro proviene de una auténtica curiosidad periodística. ¿Qué vieron los pasajeros que estaban en el subterráneo? ¿Cómo reaccionaron? ¿Qué sintieron? ¿Qué pensaron? Murakami empatiza con cada uno de los entrevistados. Dice que "siente admiración por la profunda dimensión de cada una de las vidas, observada en sus detalles“.

Otro agrado de la obra es su carácter de fresco social. Japón es un pueblo chapado a la antigua. No cumplir con la responsabilidad es una falta grave. La falta de espacio, un problema. Acaso, se trate del país más seguro del mundo. O lo era hasta 1995. Se queja una de los víctimas: "La sociedad ha llegado a un punto en el que era irremediable que apareciera algo como Aum Shinrikyo (los patrocinadores del atentado, ya volveremos sobre el punto). Hay mucho individualismo ahí afuera".

Añade Murakami en la página 445 que decidió escribir Underground porque siempre había querido entender a Japón a un nivel más profundo. Su intención primordial fue sondear entonces en las profundidades del corazón de su propia patria, a la que sentía como distante después de trabajar muchos años en el extranjero. Asegura haber logrado su objetivo: afirma que ya es capaz de comprender lo que significa ser japonés cuando uno debe enfrentar un golpe brutal contra el sistema. A un nivel más bajo, también quiso ajustar cuentas con los medios de comunicación; se concluye que la televisión puede resultar horrorosa.  Parece, asimismo, ser la intención del autor denunciar la explotación laboral, so pretexto de arraigadas tradiciones. Nos anoticiamos que en las empresas japonesas se espera de uno que llegue al trabajo entre media y una hora antes del horario de entrada. La gente se siente obligada a concurrir a su empleo en cualquier circunstancia, aunque sea a rastras. El trabajador se jubila a los 60 años pero debe seguir en actividad.

SEGUNDA PARTE

Underground, en realidad, son dos libros en uno. El primero ya la describimos y sólo puede agregarse que es una pena que no incluya un apéndice de este siglo que actualice las historias de vida. ¿Qué habrá sido de aquella pobre mujer que perdió el habla y parte de su entendimiento por culpa del sarín? El segundo libro se titula ‘El lugar que nos prometieron’ e incluye una serie de entrevistas con ex miembros del grupo Aum Shinrikyo (Verdad suprema), justamente el responsable de la matanza de los inocentes. Las sectas se convirtieron con el tiempo en uno de los elementos narrativos fundamentales de la ficción de Murakami. 1Q84, esa impresionante trilogía publicada en 2011, gira en torno de una camarilla deleznable que abusa de niños.

Recordará el amable lector a Shoko Asajara, el desagradable gurú barbudo que hoy aguarda en una celda oscura que el verdugo cumpla la sentencia de pena de muerte a la que fue condenado por haber dado la orden de matar gente como si fueran hormigas por puro egocentrismo y paranoia, acaso por antojo. El fundador de Aum, que desde 1987 tenía en Japón estatus de religión, estaba obsesionado con el gas venenoso y la masonería. Al parecer, tramó el atentado para prevenir un supuesto ataque a su secta. Las alocadas creencias sincréticas de Asajara demostraron que el budismo, tan idealizado por algunas almas simples de Occidente, también desarrolló una variante siniestra. Al parecer es lícito asesinar a una persona si uno es capaz de vislumbrar su próxima reencarnación. En caso de que ésta sea positiva, el homicida le estaría haciendo un favor a su víctima. Qué locura, ¿verdad?

Los testimonios de la segunda mitad demuestran un punto de locura que sufren aquellos que abandonan el mundo para enterrarse con cuerpo y alma en un culto. A uno de los entrevistados le interesaba encontrar un método que demuestre matemáticamente el budismo. Otro afirmó que planea su vida de acuerdo a las profecías de Nostradamus. Una chica aseguraba que levita. Hay lavado de cerebros. Una vez admitido en Aum Shinrikyo y antes del rito iniciático había que ver 97 videos, leer 77 libros y repetir en voz alta 7.000 veces un mantra. ¿Qué locura, verdad?

Pero, sin duda, la peor de las aberraciones en el asunto que nos ocupo no proviene de Oriente. Fue la Alemania nazi donde se inventó un arma militar de terrorífica eficacia: el sarín, un fosfato que en forma gaseosa o líquida afecta a los nervios. No existe en forma natural. Naciones Unidas lo ha catalogado como arma de destrucción en masa: es quinientas veces más tóxico que el cianuro. Su producción y almacenamiento han sido prohibidos, pues, por la comunidad de naciones. Su sencillez es diabólica: inhibe una encima crucial: la colinesterasa, que permite relajar a cada músculo que se contrae y así regenerarlo para la próxima acción. Con un nivel bajo de colinesterasa los músculos permanecen tensionados y sobreviene la muerte por asfixia. En un nivel de ingesta no tan grave, por ejemplo, las pupilas siguen por largo tiempo contraídas, los afectados de Tokio veían todo oscuro a plena luz de sol. 

El sarín es tan fácil de fabricar como un insecticida. Aum Shinrikyo lo produjo en laboratorios improvisados. Uno no puede dejar de pensar que es raro que la locura del hombre no lo haya usado con más frecuencia para exterminar a sus semejantes. Después del atentado en Japón sólo se ha informado de otro incidente con sarín: el presidente sirio Bashar Al Assad lo empleó a pequeña escala contra los rebeldes que se alzaron en armas. Hemos visto fotografías escalofriantes en 2013. Casi hubo una intervención militar estadounidense como castigo. Siria la evitó destruyendo su arsenal de armas químicas que, incluía, sí, el sarín.

SER SECTARIO

Muy reflexivo es el epílogo del libro. Permite trazar parangones con Medio Oriente, Estados Unidos e incluso con la Argentina. Con todo el mundo, bah. La búsqueda de la utopía espiritual de aquellos que no encuentran “designios puros” en el mundo en que viven propicia crímenes contra la humanidad, en nombre de “la legitimidad de los objetivos“. La misma pregunta que podía formularse en los setenta o en los noventa, puede formularse hoy en día: ¿Cómo es posible que personas de la elite, con credencias académicas excelentes, puedan adherir a una secta ridícula y peligrosa, como el ERP, Al Qaeda, o como Aum Shinrikyo? Justamente, dice Murakami, “porque son miembros de la elite”. Suelen creer que tienen una moral distinta al común de los humanos, revolucionaria. Obliga a pensar, ¿no?

No obstante, es verdad, que “un lenguaje y una lógica aislados de la realidad suelen tener más poder que el lenguaje de la lógica y la realidad”, así de irracionales somos los seres humanos. Un yo arrogante puede ser un problema, pero renunciar de plano al yo abre la puerta a cualquier aberración. Se trata de personas con “una narrativa débil“ de su existencia, impotentes para anular el llamado de algunos cantos de sirena como los que profieren líderes inescrupulosos caso el gurú Asajara. Pero por otro lado, el escritor nos invitar a comprender el hecho de que existen muchas personas que dan un paso errado por el deseo (la necesidad) de entregar sus conocimientos y su alma a un fin trascendental. ¿Y si el problema de fondo fuese la sociedad de consumo, tal como lo conocemos? Acumular dinero y cosas materiales no debería ser la respuesta a preguntas trascendentes como para qué estamos en el mundo.
Publicado hoy en el Suplemento de Cultura del diario La Prensa.
 

Calificación: Bueno