martes, 27 de enero de 2015

La conjura contra América

Philip Roth
Mondadori. 428 páginas. Novela. Edición 2005

En junio de 1940, la Convención Republicana de Filadelfia nominó a Charles A. Lindbergh como candidato a la presidencia. Con buen tino, los popes de la oposición olfatearon que sólo el héroe norteamericano de la aviación y una de las voces más populares del sentimiento aislacionista era el único que podría arrebatarle a Franklin D. Roosevelt su tercer mandato en la Casa Blanca. Y así fue. Lindbergh se convirtió en el presidente número treinta y dos de Estados Unidos. La llegada al poder de un antisemita de salón o de un fascista redomado (aún se discute el punto) trajo consecuencias terribles para los cuatro millones de judíos de la Unión. Primero fue el Acuerdo de Islandia que, después de dos días de conversaciones cordiales con Adolf Hitler, selló la neutralidad estadounidense en la Segunda Guerra Mundial. Le siguió la Oficina de Absorción Americana y el programa Colonia 42 para diseminar a las familias judías en lugares tan inverosímiles como Danville, Kentucky. Y luego el asesinato político y los peores pogroms en Occidente tras los de Alemania en 1938.

El autor de tan cautivante ucronía es Philip Roth, uno de los mejores narradores estadounidenses de todos los tiempos, a quien se le niega el Premio Nobel (entendido éste como consagración global de una obra trascendente) sólo por necedad o ignorancia de los mandarines de Estocolmo. La obra se nutre de dos vertientes: la prodigiosa imaginación del escritor y su experiencia en los barriadas obreras de Newark. En efecto, como todos los libros de Roth, La conjura contra América trae abundante material autobiográfico.

Leemos las memorias de Philip Roth. Van de junio de 1940 a fines de 1942. Por entonces, era un niño feliz, coleccionista de estampillas, en el seno de una laboriosa y sana familia judía de Nueva Jersey, primera y segunda generación nacidas en América. Pero la política se inmiscuyó en su vida y la desquició como nunca hubiera imaginado. El terror de lo imprevisto y la abominación de la violencia. Ya sabemos que “la calamidad cuando llega lo hace a toda prisa”. Desfilan personajes entrañables como Herman, el propio padre de Philip un vendedor de seguros, con una rectitud cívica que sería admirable sino bordeara el comportamiento suicida. El primo Alvin que se escapa a Canadá para pelear contra Hitler y pierde una pierna en Francia. Matones de tres al cuarto, un rabino colaboracionista, la pulposa tía Evelyn, “moldeada según un modelo de colinas y manzanas”, pero viviendo “en estado de perpetua intensidad”. Y personalidades de la vida real como el periodista sensacionalista Walter Winchell y el alcalde Fiorello La Guardia.

No sólo la historia y los personajes son atractivos, sino también la maciza prosa, casi sin ornamentos pero rica en detalles. Hay un juego interesante entre la morosidad de las primeras doscientas cincuenta páginas y la aceleración final. Y, claro, también relumbran las ideas, porque Phillip Roth es también un novelista de ideas como Vargas Llosa o John Updike.

Tres puntos, creo, han quedado asentados aquí:
* El liderazgo político es crucial en democracia. Un dirigente corrompido puede hacer que aflore los peores sentimientos y prejuicios de la gente, como el antisemitismo que es la pasión primordial de tantísimos idiotas morales, incluso genios en lo suyo como Henry Ford (1).
* La civilización es una película demasiado delgada. Hay muchísimas personas viviendo entre nosotros que tienen la capacidad para realizar esa transformación rápida de la cordura a la locura, que es indispensable para llevar a la práctica el desenfrenado impulso de destruir.
* Las masas son muy fáciles de manipular. Acaso los alemanes no sean tan excepcionales. La credulidad del populacho puede transformar cualquier país en un manicomio.

En estos días, además de noticias escalofriantes provenientes de la Argentina, anda circulando un ranking de las mejores novelas del siglo XXI publicadas en inglés (Pincha acá).  La compulsa de opinión fue realizada por la BBC. Yo hubiera añadido entre las doce mejores a La conjura contra América.
Guillermo Belcore

Calificación: Muy buena



(1) O la xenofobia, o la islamofobia. The Washington Post ha leído esta novela como unca crítica sutil al liderazgo perverso de G. W. Bush.

domingo, 18 de enero de 2015

Historia de la guerra

POR GUILLERMO BELCORE

La historia del hombre (no de la mujer) es la historia de la guerra.  Al fin de cuentas, la casi totalidad de los ciento noventa y tres estados registrados en Naciones Unidas se crearon por derecho de conquista, contienda civil o lucha por la independencia. Desde esa perspectiva, la marcha de la humanidad podría dividirse según el instrumento primordial que se ha usado para el combate. No habría entonces más que cuatro eras desde que se llevan registros escritos: la Edad de Piedra, la Edad del Bronce, la Edad del Hierro, la Edad de la Pólvora. Puede que el siglo XXI esté ingresando en la Edad Electrónica (armas láser, pulsos electromagnéticos, virus informáticos). Agradezcamos a Dios que Hiroshima y Nagasaki no se hayan repetido y por ende no hubo Edad del Átomo. Hubiera sido nuestro final.


Un minucioso ensayo -publicado en España- sobre tan fascinante tema ha llegado a la Argentina. Historia de la guerra (Turner Noema, 534 páginas, edición 2014) fue entregado a la imprenta por primera vez hace veinte años pero no perdió un gramo de frescura. Su autor es considerado como el más preeminente historiador militar de su era. El inglés John Keegan (1934-2012) reflexiona desde una base sólida, y muy difícil de refutar: los factores culturales son absolutamente esenciales en las relaciones humanas. Y la guerra podría definirse, básicamente, como la perpetuación de la cultura por sus propios medios. Entendida la cultura como vasto contingente de creencias compartidas, valores, asociaciones, mitos, tabúes, oratoria y expresión artística que lastran a una sociedad. Sí, lastran. Obstruyen la evolución de la sociedad global hacia formas más avanzadas de convivencia.

Sin una teoría, los hechos no afirman nada, escribió F.A. Hayek. Keegan la tiene. Para él, la guerra es siempre una manifestación de la cultura y en algunas sociedades la cultura en sí misma. La cultura es una fuerza tan poderosa como la política en la elección de los medios bélicos y en muchas ocasiones más predominante que la lógica militar, como en el caso de los aztecas o los chinos antiguos.

Antes de explorar tan magnífica tesis es necesario destacar que el texto redondea un alarde impresionante de erudición y que revisa más de cuatro mil años. Desde el primer asalto bárbaro a la Mesopotamia asiática hasta la guerra civil en Yugoslavia. Se detiene incluso en la forma en que combatían los yanomanis, los maoríes, los mamelucos y los samuráis. Keegan es un maestro en el trazado de largas e inspiradas cadenas causales. Ejemplos: en la implacable eficacia de Hernán Cortes está presente  Genghis Kan; en la ferocidad de las Waffen-SS, el batallón suizo de Neufchatel, reclutado por Napoleón. Keegan se inspira en Giambatistta Vico, el padre de la historia comparada. En el arte de encontrar patrones constantes, el profesor de Sandhurst y Princeton nos advierte que a lo largo de la historia ha existido una tensión fundamental entre los poseedores de las tierras de cultivo y los desposeídos habitantes de tierras demasiados frías, finas o secas para lo mismo. Areas con déficit alimentario, generan guerreros, hombre violentos que son una amenaza para la sociedad abierta. ¿No es eso lo que vemos con Al Qaeda o con las legiones de pibes chorros que han desquiciado nuestras ciudades?

LA HERENCIA GRIEGA

Las respuestas no son sencillas. ¿Qué es lo que hace que los hombres se maten entre sí? ¿Han existido sociedades sin guerra? ¿La agresividad forma parte de nuestra propia naturaleza? Sí, es nuestro costado oscuro, primitivo, responde el especialista en historia militar. La vida guerrera ejerce una poderosa atracción sobre la imaginación del varón. Es verdad que el hombre es potencialmente violento (y vivimos en una cultura que la que existen muchas probabilidades de que esa potencialidad aflore), pero el espíritu de cooperación, y no el de confrontación, es el que conseguido que el mundo siga andando y prospere. Además, los violentos siempre han sido minoría. El problema son las culturas (o subculturas, como lo demuestra la inseguridad que padecen los argentinos) construidas sobre esta propiedad del ser humano. En el pasado remoto y en muchas de regiones de Oriente -nos instruye el libro- se han establecido restricciones para moderarla, tipo los rituales, la negociación, la diplomacia, la contención filosófica. El buen vencedor evita la batalla, recomendaba Lao Tse. El drama ha sido cierto modo occidental de hacer la guerra, que desembocó, finalmente, en un derramamiento de sangre sin precedentes en el siglo XX.

Identifia Keegan tres elementos primordiales de la cultura militar de Occidente. Uno endógeno y moral (derrota absoluta del enemigo en una batalla decisiva); el otro ideológico, copiado de Oriente (el concepto de guerra santa); el tercero adquirido, por la capacidad histórica de adaptación y experimentación (la tecnología armamentística).

Al parecer, todo comenzó en la antigua Grecia. A partir de allí, Occidente descarto definitivamente la táctica elusiva y fría de la guerra primitiva u oriental. Fueron los pequeños terratenientes de las ciudades Estado griegas quienes inventaron el concepto de batalla decisiva, y lucha a muerte, cuerpo a cuerpo. La guerra fue una calamidad para la civilización helena, las glorias intelectuales y artísticas quedaron definitivamente apagadas.

De Grecia, esa cultura militar saltó a Roma, cuya principal contribución a que el ser humano comprendiese como se lleva una vida civilizada -escribió Keegan- fue “su institución de un ejército profesional y disciplinado“. Desaparecido el Imperio, el método bélico occidental pervivió en el Medioevo en la caballería feudal y se potenció -para desgracia de todos- en la Edad Moderna.

BESTIA NEGRA

El culturalista Keegan atribuye a un libro decenas de millones de muertos. De la guerra de Karl Van Clausewitz produjo una teoría sobre la guerra con resultados catastróficos, que prendió en todos los gobiernos de Europa. El ensayo puede parangonarse con otra obra nefasta también proveniente de Alemania: El Capital de Karl Marx. Ambos son “obstinados tratados de ideología en los que se expone una visión del mundo no como es sino como debería ser“.

Pero, en rigor, la militarización de Europa según el modelo prusiano comenzó con la Revolución Francesa. Ninguna sociedad anterior a la de 1789 consideraba el servicio militar más que como una profesión para unos pocos.  El lema "de cada hombre un soldado" -consecuencia del frenesí igualitario de los jacobinos- se basa en una incomprensión palmaria de lo que es capaz la naturaleza humana, destaca Keegan. La locura del servicio militar obligatorio (lo vimos en la Argentina, con la aventura de Malvinas) forma parte del mismo ideario occidental de la conveniencia de hacer la guerra al extremo de exigir una derrota total.

¿A qué apuntaba pues la noción fatal de que la guerra es la continuación de la política? A replicar el éxito napoleónico, que la guerra se convirtiese en popular en un estado oligárquico. La sencilla y poderosa pulsión del honor de las armas fue una idea subversiva en Europa que hervía como magma volcánico bajo la superficie de progreso y prosperidad en el siglo XIX. Keegan lo dice sin ambages: puede considerarse a Clausewitz como padre ideológico de la Primera Guerra Mundial, el acontecimiento decisivo de nuestro tiempo, pues corrompió lo mejor de nuestra civilización -el liberalismo y la esperanza- dando a los militaristas y a los totalitarios un papel en las apelaciones al futuro. Es decir, sin Verdún, el fascismo, el nazismo y el bolchevismo -dos aberraciones contemporáneas- no hubiesen conquistado el poder ni las mentes.

Para Keegan, Hitler no es otra cosa que Clausewitz llevado hasta sus últimas consecuencias, la restauración de una cultura guerrera. Pero, atención. La militarización desde arriba de los europeos fue tan nefasta como la militarización desde abajo, tercermundista. La épica partisana ha generado sus propios holocaustos. Véanse los casos de Mao, Tito y los argelinos. Por cierto, la bomba atómica fue la culminación lógica de ese principio de la cultura occidental de adoración del artefacto moderno y la batalla decisiva.

SE PUEDE

En su experiencia de campo, Keegan descubrió que los militares no son como los demás hombres. Es decir, sus valores son distintos,  muy antiguos, existen en sintonía con el mundo cotidiano pero no forman parte de él. Se rigen por el tribalismo. “La cultura del guerrero nunca puede ser nunca parte de la civilización“, es otra de las conclusiones admirables de este libro inspirador. Ni hablar de dejarlos gobernar. La decadencia argentina es suficientemente elocuente.

Keegan, por cierto, se pronuncia a favor de la abolición de la beligerancia. Ya a fines del año pasado creía que, al cabo de cinco mil años de guerras, hay motivos para creer que los cambios culturales y materiales conducen a inhibir la tendencia humana a empuñar las armas. ¿Un mundo sin guerra? Algún día, por ahora nos conformamos con que la sociedad global mantenga a raya ese azote -tan destructivo como las enfermedades- con limitaciones racionales. Occidente, recomienda el pensador occidental, debería aprender de Oriente y de algunas sociedades primitivas en lo tecnológico pero más avanzadas en el arte de la convivencia, sin que esto implique -naturalmente- caer en el relativismo cultural  esa tonta refutación académica de los valores universales. La guerra es por ende un hábito que, como todos, se puede modificar.

Es que, al fin y al cabo, la guerra nunca ha sido la continuación de la política. De hecho, antecede a los Estados, a la diplomacia y a la estrategia en varios milenios. La guerra es casi tan antigua como el humano mismo y está arraigada en lo más profundo del corazón humano, un reducto en el que se diluyen los propósitos racionales del yo, reina el orgullo, predomina lo emocional e impera el instinto. Guerrero, miliciano, conscripto, mercenario, esclavo, tropa regular son los nombres del hombre primitivo. Contra las culturas que glorifican la lucha hay que luchar, intelectualmente hablando.
Publicado hoy en el Suplemento de Cultura del diario La Prensa.

Calificación: Excelente

lunes, 12 de enero de 2015

El libro de las pruebas

John Banville

Alfaguara. Novela, 232 páginas. Edición 2015

Cuando Freddie Charles St. John Vanderveld Montgomery -un bueno para nada- cometió su acto inexcusable pasaba por el peor momento de su vida. Había abandonado una carrera como profesor en Estados Unidos y durante diez años recorrió el mundo como buscavidas, sin mover jamás un dedo, viviendo de las pocas libras de su difunto padre y esquilmando la finca familiar. En una isla española contrajo una deuda. Volvió a Irlanda a buscar dinero; su esposa y su hijo quedaron como rehenes del prestamista. No consiguió un centavo, su madre los desheredó. Maquinó robar un cuadro antiguo, pero el destino le sembró el camino de obstáculos. Una criada lo descubrió; Freddie le aplastó el cráneo con un martillo. No mucho tardó la policía en atraparlo.

Freddie, el asesino banal, es el protagonista de una obra que el ilustre John Banville entregó a la imprenta en 1989. No se trata de uno de los grandes libros del insigne irlandés, pero -como todos- redondea una brillante exhibición de estilo. Aquí las palabras son el instrumento del lujo, de la sensualidad. Verbigracia: las metáforas que aluden a lo clásico o la artístico, como ésta: “…tenía el florido aspecto de unas de las putas reventadas de Lautrec…”  El texto, narrado en gloriosa primera persona, tiene un dejo inconfundible de Vladimir Nabokov. ¿Influencia o reencarnación?

Cada homicidio -nos dice el testimonio escrito de un psicótico- es un fracaso de la imaginación. El asesino no logra imaginar vivamente a la víctima, nunca la hace estar suficientemente presente. Puede matarla porque no está viva. ¿Por qué mató Freddie? En un rapto nietzscheano, sugiere a los atribulados hacer lo peor que exista. Es el modo de ser libre. “Nunca más necesitarás fingir ante ti lo que no eres”, añade. Pero, pensándolo mejor, concluye que su acto sartreano no se trató de una decisión, ni siquiera de una cuestión de pensamiento. El monstruo gordo que hay dentro de cada uno vio su oportunidad y salió dando espumarajos y golpes. Tenía cuentas que ajustar con el mundo y en aquel momento la mucama fue suficiente mundo para él. Nada puede impedírselo al monstruo. Ese es tu drama, ser humano.
Guillermo Belcore
Publicado el domingo pasado en el Suplemento de Cultura del diario La Prensa.

Calificación: Bueno

sábado, 10 de enero de 2015

El ensayo del año (2014)


En la última semana de diciembre -después de haber elaborado las 25 lecturas más placenteras de 2014- llegó a mis manos un ensayo esclarecedor y minucioso que, sin duda, merece haber en encabezado el ranking del año. Historia de la guerra de John Keegan logró sortear el cepo a las importaciones que han impuesto las autoridades económicas, so pretexto de que CFK no desea un dólor de cabeza en el último año de su mandato. Hasta un negado para la economía puede darse cuenta que traer libros de España, México o Chile haría saltar por los aires la esforzada ‘pax cambiaria’.

¡Je! Pero ese es otro asunto. Volvamos a la obra magna del más preeminente historiador militar de su época, publicada por primera vez en 1993 y el año pasado reimpresa en España. La tesis del inglés Keegan es que la guerra no es otra cosa que la perpetuación de la cultura por sus propios medios. Un recorrido fascinante y erudito por cinco mil años de Historia, que no deja fuera ni siquiera a los yanomanis de la Amazonia (un formidable mazazo al relativismo cultural y al mito del buen salvaje) pero que denuncia con toda convicción el método occidental de hacer la guerra y la cultura del servicio militar obligatorio, producto de una combinación explosiva: Revolución Francesa + Karl Von Clausewitz, cuyo libro ‘De la guerra‘ es culpable de un derramamiento de sangre sin precedentes. Giambattista Vico es, por cierto, la influencia primordial del autor.

Después de que se publique en La Prensa -acaso el domingo 18 del corriente- subiré aquí un extenso artículo sobre ’Historia de la guerra’. Baste adelantar que se trata de una obra imprescindible para todo aquel que desee comprender el hábito más extendido (y perverso) de la mitad de la humanidad, aquella que nace con un par de testículos en el cuerpo.