martes, 22 de marzo de 2016

El otro demonio

Agustín De Beitia y Jorge Martínez
Dunken. Ensayo de historia, 299 páginas, edición 2016.

En su novela más reciente, hace decir Juan Gabriel Vázquez a uno de sus personajes que no existe labor más noble que pueda llevar a cabo una persona que desbaratar una mentira del tamaño del mundo. Bien. En su primer libro, los periodistas Jorge Martínez y Agustín De Beitia han conseguido desbaratar una fábula colosal: que la lucha para imponer por vía de las armas una patria socialista en la Argentina no generó víctimas. Es decir, se destruye esa patraña que sostiene hasta la nausea que la guerrilla setentista estuvo integrada por jóvenes inocentes e idealistas.

Una visión torcida de nuestro pasado, pues, queda reducida a cenizas en un ensayo muy bien documentado, necesario en términos de justicia histórica y que no teme incurrir en la llamada teoría de los demonios, enunciada creo por primera vez por Pablo Giussani en ese librito esclarecedor Montoneros, la soberbia armada. Con lujo de detalles, De Beitia y Martínez reconstruyen una serie de homicidios y lesiones graves, tanto físicas como sicológicas, causados por Montoneros y el Ejército Revolucionario del Pueblo entre 1973 y 1976. Se escogieron casos tremendos y paradigmáticos, como el secuestro de un contraalmirante por su propio sobrino, los diez meses de calvario en una cárcel del pueblo de otro militar, el asesinato de una criatura inocente en Tucumán, las ejecuciones (por sus ideas o por venganza) de pensadores católicos, un empresario azucarero y un alcalde pejotista, o una espantosa matanza de policías que volvían de la cancha de Rosario Central. Queda probado. El terrorismo de izquierda sí existió en el cono sur de América y causó miles de víctimas. Sin dificultades, el lector puede colegir que el modus operandi de estas bandas de alienados no difería mucho en su esencia del de otras sectas perversas de estos tiempos, como los carteles de las drogas o el extremismo islámico.

A diferencia de esas investigaciones periodísticas de pacotilla que se cocinan en un par de meses, hubo aquí una larga maduración. Como corresponde. Los autores trabajaron el texto durante más de diez años. Entrevistaron a muchas personas, indagaron en colecciones de diarios y revistas, se quemaron las pestañas con una vasta bibliografía.

Hay otra virtud que merece ser destacada. A la prosa no le falta fulgor literario. Ya se sabe que encontrar un libro de historia competente y bien escrito es tan difícil como hallar un político que no mienta. Bueno, acá hay uno. Martínez y De Beitia demuestran habilidad artesanal para el adjetivo justo, y talento para el pormenor curioso. Cada capítulo, además, se relata como si se tratase de un cuento; el suspenso está bien dosificado. Se suceden escenas memorables, como aquel 22 de enero de 1974 en Olivos, cuando el presidente Juan Domingo Perón debía hacerles tragar a los legisladores izquierdistas del Frejuli, como si se tratase de aceite de hígado de bacalao, un draconiano Código Penal antisubversivo. O la primera escaramuza entre el Ejército y el ERP en las forestas del Tucumán. Por cierto, qué siniestras fueron la banda de Santucho y sus minúsculas escisiones. Psicópatas, según la definición de un tal Juan Perón. Ilusos que creían que el campesinado norteño iba a recibir con brazos abiertos a los universitarios porteños, émulos del Che Guevara.

El tema central del libro es el sufrimiento de las familias destruidas por la violencia revolucionaria, familias que hoy se sienten discriminadas, en especial si los muertos son militares. Un vacío escandaloso, según María Victoria Paz. Pero no es un dolor que pretenda impugnar el dolor de las víctimas de la otra barbarie, de la otra criatura del infierno, el terrorismo de Estado. Hace falta aclararlo. Para anticiparse a fanáticos y malintencionados, que en nuestra Patria siguen siendo legión.
Guillermo Belcore

Calificación: Muy bueno

domingo, 20 de marzo de 2016

El buen doctor desnuda su intimidad

Por lo general, la autobiografía es una especie tediosa, previsible e hipócrita. Todo el contenido suele subordinarse a la necesidad de preservar una reputación. Felizmente, hay excepciones. Por ejemplo, cuando el autores es vengativo y desea ajustar cuentas. O bien cuando, al final de una vida rica en sucesos, se hacen revelaciones que no condicen con la imagen que tenemos de la personalidad pública. La autobiografía como desahogo. Es el caso de las memorias del ilustre doctor Oliver Sacks (Londres 1933, Nueva York 2015).

 Meses antes de morir por culpa de un raro cáncer, el eminente neurólogo decidió ventilar sus preferencias más íntimas. No es lo más importante del En movimiento (Anagrama, 449 páginas), aclaremos, pero es un condimento sabroso pues no se escatiman detalles. Nos enteramos de lo duro que era ser gay en la Gran Bretaña de 1950. Era ser un delincuente. Ojalá no hubieras nacido, le espeto su madre -una respetada cirujana- cuando le confesó que, en lugar de perseguir polleras, sentía predilección por los pantalones. El afable anciano de barba nívea evoca su debut sexual en Amsterdam a los veintidós años, cuando un desconocido lo sodomizó, tras una borrachera de esas que tumban elefantes. Nos entretiene el doctor con el relato de sus juegos promiscuos y de su afición por las drogas, en especial por los porros con anfetaminas. Nos sorprende luego por la insólita elección de la castidad, abstinencia que duró casi cuatro décadas, tras haber dejado atrás los excesos juveniles que, si bien aguzaron su mente, casi lo liquidan (lo salvó, al parecer, el psicoanálisis). Nos emociona Sacks con la postrera aparición del amor. Poco después de cumplir setenta y cinco años, conoció al hombre de su vida. Amó y fue amado por Bill Hayes, cineasta y escritor famoso por el calvario que vivió en una cárcel turca, pesadilla que él mismo relató en Expreso de Medianoche. El mundo es un pañuelo, ¿no?

 Por cierto, la alegría de estar enamorado -conjetura el autor- neutraliza los dolores. Eros inunda el cuerpo de una suerte de opiáceo o cannabiáceo absolutamente inocuo. No obstante, se nos advierte también que el sexo es una de esas cosas -como la religión y la política- capaces de despertar sentimientos intensos e irracionales en personas por lo demás decentes y racionales.

PASIONES

El levantamiento de pesas, las travesías en motocicleta, el submarinismo fueron otras pasiones de Sacks. La autobiografía incluye diarios de viaje y cartas con pormenores de sus vagabundeos por Estados Unidos. Es la parte sosa del libro. Tal como ocurre con sus ensayos más famosos, En movimiento vale sobre todo por la riqueza de la observación profesional, transmitida de manera no académica, incluso con frases redondas y pulidas. Concibió Sacks la neurología como una aventura, comunicable al común de los mortales, aunque uno es llevado a suponer que el amable estilo de la prosa es, sobre todo, un mérito de sus editores. Sea como sea, las páginas vuelan, casi nunca aburren. Encantadora es la breve aparición de W. H. Auden, amigo del autor.

 Asimismo, resulta muy atractiva la explicación de los procesos creativos que gestaron clásicos de la divulgación científica como Despertares o El hombre que confundió a su mujer con un sombrero. El primero, como se recordará, fue llevado al cine (Sacks, no sin cholulismo, llama "Bob'' a Robert De Niro). El modelo literario-técnico que el neurólogo tenía como norte era La interpretación de los sueños de Sigmund Freud o La mente de un mnemonista de A. R. Luria. Da la impresión, que -más allá de su reconocida capacidad para describir y atestiguar- el hombre siempre dudó sobre el valor científico de sus obras. Una crítica negativa era capaz de sumirlo en la parálisis y la depresión durante meses. Muchos colegas lo han despreciado por convertir historias clínicas en rutilantes éxitos de ventas. Se sabe que los melindrosos y los esnobs piensan que un escritor popular no se puede tomar en serio. Incluso lo han acusado, con una pizca de maldad, de convertir el sufrimiento en espectáculo.

BUENA FILOSOFIA

 Lo cierto es que detrás de la vida y la obra de Oliver Sacks hay una filosofía que nosotros los pacientes -en acto o en potencia- no podemos dejar de agradecer. La medicina debe centrarse en la persona no en la enfermedad. Debe saber leer una historia de vida, pensar en términos narrativos (¿no es acaso la conclusión lógica de una docta tradición, el judaísmo es el pueblo del libro, del comentario y del comentario del comentario?). Sacks combinó de manera creativa neurología y psiquiatría; demostró mediante una radical nueva visión la asombrosa plasticidad del cerebro; denunció el egoísmo de la civilización occidental que, en nombre de la razón práctica, encierra a los enfermos y dementes e intenta que los olvidemos. Ha sido un benefactor de la humanidad y un creador de textos amenos. Siguió la máxima de Wittgenstein: un libro debería estar compuesto de ejemplos.

 Rebosa la autobiografía de información valiosa, sugestiva. Uno se entera, por ejemplo, que el gobierno de Estados Unidos lisió a unos cincuenta mil alcohólicos al agregar un tóxico a un brebaje alternativo durante los años de la Ley Seca. Puede que el lector argentino llegue a alarmantes conclusiones: muchos de nuestros políticos sufrirían el síndrome de Korsakoff: la falta de memoria los obliga a fabular continuamente. Muchos de los militantes del llamado campo popular podrían ser diagnosticados con el síndrome de Tourette: les encanta llamar la atención, provocar o escandalizar a los demás, poner a prueba los límites sociales y las fronteras del decoro.

Guillermo Belcore
Publicado en el Suplemento de Cultura del diario La Prensa. 

Calificación: Bueno

miércoles, 16 de marzo de 2016

Lovecraft da voz al racismo prusiano

Proyecto Diez Mil Cuentos

Argumento número treinta y cuatro

Se ha encontrado una botella con una carta de Karl Heinrich, conde de Alberg Ehrenstein, comandante del U29 de la Marina Imperial Alemana, perdido en agosto de 1917 en el Atlántico norte. La nota explica que el submarino se hundió por obra de elementos sobrenaturales. Detalla el marino prusiano que, después de haber hundido el carguero inglés ‘Victory‘, y destruido los botes de salvamento, se desató una serie de incidentes extraños en el sumergible. El influjo de una curiosa estatuilla de marfil, que el segundo a bordo robó del cadáver de un marinero, habría sido causa de locura en los tripulantes, el hostigamiento de criaturas marinas e incluso la explosión de la sala de máquinas. El U29 concluyó en el fondo del mar, en medio de las ruinas de una ciudad magnífica. No puede ser coincidencia. El rostro del Dios en las esculturas de los templos sumergidos es el mismo que el de la figurita de marfil encontrado en el marinero muerto.

La voz del comandante prusiano que H.P. Lovecraft (1890-1937) inventa en el cuento titulado El templo (Asesinos, Adriana Hidalgo, 620 páginas) es memorable. Va del frío racismo científico, sin escrúpulos de ninguna especial, a la irracional. La voz del comandante que ordenó matar a sangre fría a los sobrevivientes de un naufragio y despreciaba a sus subordinados renanos, anticipa esa intuición chestertoneana de que el nazismo fue otro subproducto de una tribu bárbara, guerrera por naturaleza, pagana, del norte de Europa. Se llamaba Prusia. secuestró al conjunto de la nación alemana y la condujo alegremente hacia dos guerras mundiales.

martes, 15 de marzo de 2016

La forma de las ruinas

Juan Gabriel Vásquez
Novela, Alfaguara, 453 páginas.

Aun para los parámetros de América latina, la tierra más desigual y violenta del mundo, la historia de Colombia del siglo XX resulta escalofriante. Como escribió, Juan Gabriel Vásquez (Bogotá 1973), es “un pozo maloliente”-, “un lugar de sombras del cual saltan criaturas horribles no bien nos descuidamos” (sacerdotes incluso). La guerra civil ha diezmado a “un país enfermo de odio“ con “elites despiadadas“.  El exterminio de líderes notables y bienintencionados ha sido una constante. Con admirable fervor cívico y una ambición artística que merece aplausos, la novela más reciente de Vázquez reconstruye dos crímenes trascendentes: el del general Rafael Uribe Uribe (¡el inspirador del coronel Aureliano Buendía!) en 1914; y el del carismático dirigente Jorge Eliécer Gaitán en 1948, ambos del Partido Liberal.

La arquitectura es ingeniosa. El narrador -el propio Vásquez- inventa o rescata a un apasionado militante de las teorías conspirativas que une los dos atentados. Un tal Carlos Carballo los conecta, incluso, con los disparos que reventaron el cráneo de JFK una mañana aciaga de 1963. Hay un patrón (¿modus operandi?) que llama la atención: los procesos judiciales determinaron que en los tres casos actuaron uno o dos asesinos solitarios, pero conforman legión quienes creen que fueron el fruto de una conspiración de vastas proporciones. Los autores intelectuales siguen en las sombras. Las casualidades, y las balas mágicas, no existen. Vázquez se propuso romper la camisa de fuerza de la versión oficial para sacar a la luz a los mandantes colombianos. La labor más noble que puede llevar a cabo una persona -se nos dice- es desbaratar una mentira del tamaño del mundo.

Las influencias literarias de Vázquez son transparentes como las mañanas en Uspallata; da la impresión de que aún no ha conseguido definir una voz característica. De Mario Vargas Llosa ha tomado la noción de que la novela debe ser un gran instrumento de especulación histórica. Como Sebald, practica una ficción híbrida que ubica a la memoria como eje de la trama. En el tono y en ciertas expresiones, se nota que la prosa tiene algo de Gabriel García Márquez, pero por fortuna no condesciende al realismo mágico y permanece en el lecho de la novelística urbana estrictamente realista.

Debió ser ésta una obra sublime pero la falta de digresiones magníficas, el nulo talento para la metáfora y el símil, la incorporación de personajes ñoños (el cirujano Benavides) rebaja la dolorosa reconstrucción. Aunque se lee fácil, es uno de esos mamotretos en los que el lector no siente un gramo de culpa por saltarse páginas enteras. Lo mejor de todo aparece al final: el asesinato de Gaitán, el crimen político más importante de la historia colombiana, anima un capítulo memorable pero breve por demás.

Guillermo Belcore
Publicado en el Suplemento de Cultura del diario La Prensa

Calificación: Regular

martes, 8 de marzo de 2016

Día de la mujer: 10 imprescindibles

El Moscardón Imaginario XLVI


1) Una mujer ganó el premio Nobel de Literatura por haber elevado -tal como hizo Borges pero con otra temática y estilo- el relato breve a la categoría de obra de arte. Se llama Alice Munro (Ontario, 1931) y sus creaciones son sondas que escrutan los más profundo del corazón humano.

2) Otra mujer escribió una de las mejores novelas sobre los viajes en el tiempo, en la que se reconstruye de manera admirable la vida cotidiana durante la epidemia de peste bubónica en la Edad Media. La obra maestra de Connie Willis (Denver, 1945) se titula El día del juicio final.

3) ¿Otra gema de literatura fantástica? Una mujer construyó una trama perfecta en la que una dama mimada por todo el mundo, al despertar de una siesta se encuentra en el cuerpo de otra persona, cien años atrás en el tiempo, en el mismo diván que había comprado en una tienda de antigüedades. Tan ingeniosa autora se llama Marghanita Laski (Manchester, 1915-1988). Nadie debería obviar El diván victoriano.

4) Una mujer, catedrática de la Universidad de Chicago, hilvanó una de las mejores reconstrucciones del ascenso del bolchevismo (La revolución rusa). Su nombre es Sheila Fitzpatrick (Melbourne, 1941)

5) Con aliento clásico, una mujer nacida en Japón ha publicado dos novelas extraordinarias que han llegado al español: La herencia de la madre y Una vida real. Conozcan a esta dama: Minae Mizumura (Tokio, 1951). 

6) Una mujer de prosapia, Sara Gallardo Drago Mitre (1931-1988), ha enriquecido nuestra literatura pastoril con una novela tan dolorosa como afortunada.  Enero es otra lectura sugerida.

7)  Otra mujer, Jhumpa Lahiri (1967), ha retratado como nadie las tribulaciones de los inmigrantes indios en Estados Unidos. Los cuentos agrupados en Tierra desacostumbrada son una maravilla.

8) El insoslayable Diccionario de Autores Latinoamericanos de César Aira sentencia que otra mujer (Silvina Ocampo, 1903-1993) fue una de las mejores y más originales cuentistas del castellano. En Autobiografía de Irene se comprueba la veracidad del dictum.

9) Otra mujer ha ganado el Premio Nobel en 2007 por haber parido novelas imprescindibles, como La buena terrorista o ’El cuaderno dorado’. Los lectores de fuste echamos de menos a la señora Doris Lessing (1919-2013).

10) Una mujer erudita, Nikki Keddie (Nueva York, 1930), esclareció la compleja historia del Irán moderno. A tal punto, que se ha ganado el respeto tanto de Harvard como del Palacio de Teherán. Ya es un clásico el ensayo Las raíces del Irán moderno.

G.B.

miércoles, 2 de marzo de 2016

La madre de todas las batallas de desgaste

Cien años atrás, el Estado Mayor alemán -el gran responsable de precipitar una catástrofe mundial sin precedentes- estaba ansioso por romper el punto muerto de un vasto conflicto que, en sus papeles, no debía durar más de seis meses. Pero el Kaiser y sus siniestros generales prusianos habían perdido la apuesta de 1914 por una victoria rápida.

La situación de tablas estratégicas que prevalecía en el frente occidental de la Primera Guerra Mundial (y que se prolongó hasta la primavera boreal de 1918) hizo que ambos bandos se esforzaran desesperadamente por identificar algún punto vital, entre Suiza y el mar, en el que maniobrar para asestar un golpe decisivo.

Para romper el status quo, el general Erich von Falkenhayn señaló en los mapas a una pequeña urbe del este de Francia, fortificada desde la era romana, que cerraba el paso del río Mosa hacia la gran llanura de Champaña, que desemboca en París. Verdún ya contaba por entonces con un desmesurado valor simbólico, evocaba las glorias militares de antaño.

En una mal protegida esquina del frente, supuso el supremo general del Alto Mando teutón (sucesor de Helmut von Molkte desde el fiasco del Marne) se libraría la batalla clave de la Gran Guerra. Pero no fue así. Se combatió sin ganancias significativas durante casi diez meses con un escalofriante saldo de 800 mil víctimas (alrededor de 300.000 mil muertos). El 85% de las heridas fueron obra de la artillería: cayeron 60 millones de proyectiles, un obús por metro cuadrado. Fue otra de las locuras de los alemanes del siglo XX.

PRELUDIO


Desde la guerra franco prusiana de 1871, los franceses habían rodeado Verdún con una cadena de veintiocho fortines de hormigón; no obstante, en 1916 estaba poco guarnecida, por dos razones. Se asentaba sobre una teatro secundario de la guerra de trincheras y los franceses habían perdido la fe en las fortificaciones desde el colapso de Lieja y Namur (Bélgica) en agosto de 1914 por obra de la artillería alemana. Pero Berlín sabía que los franceses defenderían Verdún con uñas y dientes y, en caso de caer, intentarían recuperarla como si tratase de una guerra santa. Todos los beligerantes, por cierto, estaban cautivos de una obsesión: es un deshonor imperdonable resignar terreno.

"No es necesario un gran avance en masa que, además, está fuera de nuestro alcance. Pero dentro de nuestras posibilidades está retener al Ejército francés (en Verdún), ante lo cual su Estado Mayor se verá obligado a lanzar (en su socorro) a cuantos hombres tiene. Si lo hace, las fuerzas de Francia se desangrarán hasta la muerte", escribió Falkenhayn en sus memorias. Es decir, los alemanes soñaban con atraer al grueso de las fuerzas francesas a una batalla de desgaste para pulverizarlas con un diluvio de artillería. Una proporción de 2,5 vidas francesas por cada alemán muerto era lo deseable.

Durante enero y febrero de 2016, Alemania reforzó el Quinto Ejército al mando del Príncipe Heredero con diez divisiones y una monstruosa concentración de cañones de toda clase. La filosofía de la Operación Gericht (Juicio) era que la artillería arrasaría el anillo de defensas francesas en un estrecho frente de treinta y cinco kilómetros, para que la infantería vaya ocupando una a una las fortificaciones que jalonaban el camino hacia Verdún.

LA CAMPAÑA

Se considera que la batalla comenzó -con diez días de retraso por la nieve- a las 7 de la mañana del lunes 21 de febrero de 1916, cuando un cañonazo alemán reventó el patio de la residencia del obispo de Verdún, ciudad episcopal desde el siglo IV. Ese día, 1.200 baterías barrieron las posiciones francesas hasta las 4 de la tarde. Cayó un millón de proyectiles, incluso con gas venenoso. En pocas horas los bosques desaparecieron; las aldeas fueron arrasadas, las montañas se transformaban en un paisaje lunar. Un siglo después, pueden aún verse las huellas de la tormenta de acero y fuego. Unos 60 mil soldados alemanes se lanzaron al asalto de las casamatas. Una arma maldita, nunca antes usada, les proporcionó a los invasores una ventaja inicial:el lanzallamas.

El 25 de febrero los alemanes tomaron el fuerte de Douaumont, a 300 metros de altura, apenas defendido. Doblaron en todo el Imperio las campanas de las iglesias para celebrar aquel avance de sólo ocho kilómetros. Los siguientes avances hasta el cercano pueblo de Fleury, a cuatro kilómetros de Verdún, no se lograron hasta junio. ¡­Cuatro meses! Los planes de Berlín se fueron al traste. Los franceses sufrieron muchas menos bajas que lo esperado, nunca perdieron el fervor patriótico y consiguieron mantener operativa en todo momento su apretada línea de suministros. (la famosa Voie Sacrée). Fue el triunfo de la logística, del tesón bajo una diluvio de metralla y de una bien equipada artillería cuyas réplicas hicieron estragos entre los hunos. Así las cosas, hasta julio martillaron los alemanes pero con cada vez menos intensidad. De julio a diciembre, los franceses recuperaron el territorio perdido. En eso, justamente, consistió la victoria.

MITO NACIONAL

En rigor, Verdún fue la última gran victoria militar francesa (sin ayuda aliada) de la historia. La resistencia se convirtió en un mito nacional con repercusiones en todo el planeta. Allí se acuñó esa desafiante expresión Ils ne passeront pas (No pasarán) que sería usada mil veces por la humanidad en conflictos de toda índole. Un acertado (en términos militares) sistema de rotación hizo que el 75% de los soldados movilizados por Francia pasara por la picadora de carne, incluso el capitán Charles de Gaulle que fue tomado prisionero. Esto significa que todo el hexágono tuvo familiares o conocidos que experimentaron de primera mano aquel infierno.

La proeza gala, por otra parte, tuvo ecos en la Segunda Guerra Mundial porque quien comandó la defensa, fue nada menos que Philippe Petain. En su ancianidad, el general acabaría por convertirse en el presidente del Gobierno de Vichy, satélite de los nazis. El prestigio militar de Pétain se había edificado en aquellos meses terribles de 1916. Otra conexión: en los Alpenkorps (batallones de montaña de Baviera) combatió el teniente Fiedrich Paulus, el futuro comandante del Sexto Ejército que en 1943 se rendiría en Stalingrado (otra colosal batalla de atracción y desgaste que destruyó a los alemanes).

Pero a diferencia del Tercer Reich, si bien el Ejército de los Hohenzollern era, en cuanto organización, superior a los de todos sus adversarios, ningún comandante alemán exhibió fino talento en el campo de batalla. Los prusianos estaban obsesionados con un concepto, acaso proveniente de los libros de Kant y de Nietzsche: si un atacante muestra determinación y perseverancia -el triunfo de la voluntad- lograría resultados decisivos. Falkenhayn fue despedido a fines de 1916 por su fracaso en la toma de Verdún.

Para aliviar la presión sobre el Mosa, en julio de 1916 los ingleses lanzaron un colosal ataque al noroeste, sobre el río Somme. Fue un holocausto incluso peor -los británicos perdieron 419.000 hombres, la peor derrota de su historia-, pero tampoco se consiguieron ventajas estratégicas. La guerra duraría un par de años más. Hoy en día, tanto en la región del Somme como en Verdún, siguen desenterrándose no solo bombas sino también cad veres de soldados.

Verdún se extendió pues durante casi trescientos días de infierno. Fue la segunda batalla más sangrienta del conflicto (la primera fue el Somme) y la más larga. Semejante magnitud es otra de las peculiaridades diabólicas de la Primera Guerra Mundial. "A lo largo de la historia, los ejércitos se habían acostumbrado a librar batallas que duraban, en su mayoría, un solo día; de vez en cuando, dos o tres jornadas, pero luego se iban apagando. Ahora, sin embargo, los aliados y los alemanes exploraron un universo nuevo y terrible de batallas continuas. Se acostumbraron a matar y morir a lo largo de semanas y m s semanas, con interrupciones de tan sólo unas pocas horas'', escribió el historiador Max Hastings.

Guillermo Belcore
Publicado en el diario La Prensa