domingo, 29 de junio de 2014

Calles y otros relatos

Stephen Dixon

Eterna Cadencia. Cuentos, 190 páginas. Edición 2014.


La libre competencia, al menos en la Argentina, ha mejorado la industrial editorial. Se esfuerzan nuestras pymes -y ello es motivo de aplauso- para tentar a su majestad el lector con textos sublimes que los mastodontes del negocio suelen desdeñar. Así, vuelven autores que nunca debieron ser olvidados o llegan otros que jamás habían sido traducidos. Como en este caso. Descubrir a Stephen Dixon (1936) es un regalo del Cielo, al menos para quienes la Alta Literatura forma una parte importante de su vida. En esta magnífica colección de cuentos -qué buena selección hizo Eduardo Berti-, el escritor neoyorquino aborda preguntas que van al meollo de la condición humana: ¿por qué el amor se apaga de repente? (y por qué muchos hombres o mujeres no pueden aceptarlo); ¿por qué un señor en la flor de la vida decide pegarse un tiro en la boca?; ¿por qué no puede elegir su final un anciano torturado por la enfermedad?; ¿por qué el desatino rige la conducta humana?; ¿por qué son tan difíciles las relaciones padre-hijo?

La escritura de Dixon es notable, siempre. Hay aquí frases, párrafos, cuentos enteros incluso (léanse La firma o Calles, por ejemplo) que podían definirse como “perfectos”, si es que esa meta pudiese alcanzarse en el arte. Se trata de un estilista notable, capaz de narrar una historia desde perspectivas diferentes; o de provocar tristeza o risa con un pestañeo, de improviso, incluso; o de tallar diálogos vibrantes que satisfacen sobradamente la teoría del iceberg de Hemingway. El estilo de Dixon nos resulta familiar, pero es originalísimo. De hecho, Rodrigo Fresán detalla en el prólogo muchísimos parentescos (algunos disparatados) pero ninguno de ellos logra explicarlo. Lo que sí hace muy bien es trasmitir su entusiasmo por este ilustre desconocido (para los argentinos). Tiene razón Fresán: el lector del volumen se convierte en “eufórico recomendador” del neoyorquino. Da ganas de seguir leyéndolo. Uno cruza los dedos para que la veintena de libros de ficción de Stephen Dixon arriben a la Argentina.
Guillermo Belcore

Publicado hoy en el Suplemento de Cultura del diario La Prensa.

Calificación: Excelente

sábado, 28 de junio de 2014

1914, una tragedia europea

“El pequeño y estrafalario melodrama que se desarrolló en Bosnia el 28 de junio de 1914 tuvo un efecto similar al que podría tener una avispa al picar a un enfermo crónico que, como resultado de ello, enloqueciese y abandonando el lecho, consagrase sus últimos días a destruir el avispero”.
Max Hasting (1) 

Hace cien años, en las calles de Sarajevo, un terrorista adolescente descerrajó dos balazos al archiduque Francisco Fernando, heredero al trono austrohúngaro y el único influyente en ese imperio decrépito que no soñaba con hacer la guerra  a sus vecinos. A la historia le encantan las paradojas. De esta manera, Gavrilo Princip, un pelele serbobosnio que ni siquiera tenía la talla para ser llamado a filas, proporcionó el detonante (de ninguna manera la causa) del hecho capital del siglo XX, la Primera Guerra Mundial, también conocida como Gran Guerra.

Aquella carnicería diseminó semillas malignas que aún dan frutos envenenados. En Medio Oriente, por ejemplo, con sus mapas contra la naturaleza de los pueblos. O en las vocinglerías de los bolcheviques nostálgicos o de los neonazis. El totalitarismo -como ha sentenciado el gran historiador John Keegan (2)- fue la continuación de la I Guerra por otros medios.

Mirado desde el cómodo siglo XXI, el primer conflicto global causa una sensación de tragedia, futilidad, de matanza de los inocentes. Entre el 28 de julio de 1914 y el 11 de noviembre de 1918 murieron en el campo de batalla casi diez millones de personas. Se usaron, por primera vez, armas diabólicas como el gas mostaza. Ninguna de las grandes ciudades europeas fue destruida, básicamente se trató de una guerra rural. No obstante, millones de civiles sufrieron daños físicos y psicológicos irreparables. Cuatro imperios (el alemán, el austrohúngaro, el turco y el ruso) colapsaron; otros dos se arruinaron moral y económicamente (el inglés y el francés). Una civilización entera se estragó: el aristocrático orden liberal, surgido de la Ilustración europea, dio paso a la democracia de masas, el futuro sería de los que los pueblos quisieran o de quienes tuviesen la habilidad de manipularlos. Hasta el arte cambió por completo. La devastación de la Gran Guerra sentó las bases de una epidemia de gripe aún más letal (18 millones de muertos en todo el mundo) y generó una paz tan precaria que al cabo de escasos veintiun años el mundo estaría otra vez con las armas en la mano. Y el horror sería aun mayor: cinco veces más destructivo en vidas humanas e incalculablemente más costoso en términos materiales. Quizás los historiadores del mañana consideren la I y II Guerra Mundial como el mismo enfrentamiento con un débil armisticio en el medio.

Las causas

¿Pero cómo fue posible semejante suicidio? ¿Se trata de un caso de locura colectiva? En cierto sentido, sí. Pero en tren de buscar explicaciones racionales, puede concluirse que la Guerra Guerra fue la consecuencia lógica de un par de factores:
1) un orden internacional apocalíptico en el que competían dos bloques armados de proporciones colosales; 
2) el choque de dos ideas tan atávicas como desestabilizadoras: el imperialismo germano vs. el paneslavismo.

 En su monumental ensayo Diplomacy (3), Henry Kissinger compara el mundo bipolar de 1914 con la guerra fría, con la salvedad de que aquel escenario era mucho más volátil que el que protagonizaron Estados Unidos y la Unión Soviética. Cualesquiera de los cinco o seis jugadores europeos de primer nivel tenía el potencial para arrastrar a los demás a la perdición como consecuencia de un rígido sistema de alianzas que, en apenas dos décadas, sepultó el Concierto de las Naciones que había mantenido la paz continental (sólo hubo guerras regionales breves y profesionales) desde los tiempos napoleónicos.

Dos bloques antagónicos se habían enquistado en el Viejo Continente, uniendo antiguos adversarios y competidores territoriales: la Triple Entente (¡Gran Bretaña, Francia y Rusia en un mismo bando!) vs. las Potencias Centrales (Alemania, Austria Hungría e Italia, aunque está última en el momento de la verdad cambiaría de bando). Era un juego de suma cero. La confrontación era el método estándar de la diplomacia y cada crisis se volvían más difícil de resolver que la anterior, pues se convertían en una suerte de test de virilidad. Se creía (hoy también) que una política exterior firme y expansionista era la mejor cura para las enfermedades nacionales, y en especial para contener al ascendente socialismo. Así las cosas, ni siquiera los estadistas más cultos e inteligentes llegaron a percibir la gravedad del rumbo de los acontecimientos a comienzos del siglo XX. Cualquier cosa provocaba un alboroto (el papel de los diarios sedientos de sangre no puede ser subestimado). Sin embargo, lo que hoy resulta evidente es que el fatídico desenlace no se precipitó por el fervor nacionalista de las masas, sino por las decisiones de grupos de poder muy reducidos en el seno de siete países.

Es que por debajo de un establishment cosmopolita que compartía una religión y una cultura común existía un submundo siniestro: la Europa de los soldados. Millones de personas habían aprendido a usar un rifle o a marcar el paso. Las potencias se habían embarcado en una febril carrera armamentista (más y mejores armas, movilización total de los hombres y recursos) que incluía minuciosos planes de guerra, con cronogramas de hierro, sin control alguno de los gobernantes. El Ejército alemán -la más eficaz máquina de guerra que se había visto desde los romanos- era un Estado dentro del Estado. John Fitzgerald Kennedy pudo en 1962 frenar los bombardeos a Cuba durante la crisis de los misiles y así salvo al mundo de una hecatombe nuclear; el Kaiser, ese trastornado, no hubiera podido hacer lo mismo. El casus belli había escapado del control civil. Por eso, después de 1918 acuñaría el premier francés George Clemenceau su famosa frase: “la guerra es una asunto demasiado serio como para dejárselo a los militares”.

Sarajevo, sangrienta

Y los Balcanes eran un polvorín. En el vientre de Europa (el Cercano Oriente, según la visión de Londres) hubo dos guerras a principios de siglo XX. Sobre los restos del Imperio Otomano, emergió la belicosa Serbia que ambicionaba crear un gran Estado paneslavo que integraría a varios millones de súbditos de los Habsburgos. A la postre, los serbios lo lograrían (Yugoslavia duró setenta años) pero a un altísimo precio: Serbia perdió el 15% de la población en la Gran Guerra, una tragedia atroz comparada con el 2 al 3% de Alemania, Francia o Gran Bretaña.

Vale decir, Serbia era el enemigo mortal del políglota y decadente Imperio Austrohúngaro, que en 1908 le había infligido otra humillación: anexó la actual Bosnia-Herzegovina. Rusia era el gran protector de Belgrado. Y Alemania el de una Viena que sólo necesitaba (y buscaba) un pretexto para ajustar cuentas por vía de las armas con los serbios.

En la era previa de 1914, el terrorismo era, como hoy, endémico, aunque su matriz era básicamente anarquista o ultranacionalista. Uno de sus patrocinadores fue la Mano Negra, organización secreta serbia copiada de sectas similares de Alemania o Italia del siglo XIX. La Al Qaeda de entonces puso la Browning en las manos inexpertas del alfeñique Princip y bombas en la de sus seis secuaces, apenas trascendió que el heredero al trono austrohúngaro visitaría Sarajevo a fines de junio. Una visita imprudente, una provocación casi. Pero fue un conjura tan chapucera -hasta el punto de lo ridículo- que sólo tuvo éxito por dos factores inexorables:
a) El azar (tras salir ilesos de otro atentado, el archiduque y su esposa aparecieron por casualidad la esquina donde aguardaba Gavrilo).
b) La negligencia austríaca. Se dijo que los funcionarios imperiales de Sarajevo habían dedicado más energía a discutir los menúes y los temperaturas de los vinos que a la seguridad de su huésped de honor.






Reguero de pólvora

El asesinato del archiduque y su consorte plebeya conmovió al mundo civilizado. Fue un asunto de honor nacional y prestigio, no sólo había intereses en juego como en las disputas por el norte de Africa o las guerras balcánicas de 1912. No obstante, en las primeras semanas de crisis se creyó que el conflicto estaba focalizado. ¿Ir a la guerra por Serbia?, impensado en Londres y París. Pocos percibieron que Viena tenía en sus manos un cheque en blanco librado por los alemanes para la destrucción de Serbia; y San Petersburgo lo mismo, para impedirlo, pero entregado por los franceses. El fatal juego de alianzas convirtió un asunto local en una tragedia sin precedentes. Hoy se considera que la movilización rusa del 25 de julio fue el hecho decisivo del comienzo de las hostilidades, ya no podría haber marcha atrás, pero está claro que si alguien deseaba un enfrentamiento continental en 1914 era Berlín.

En efecto, cuando se presentó la oportunidad de empezar la guerra, Alemania se aferró a ella como el náufrago a su tabla. La poderosa nación germana tenía las mejores barajas en la mano. Aunque no era un estado absolutista a la manera de Rusia, conservaba el carácter de autocracia militarizada, paranoica y temerosa del avance socialdemócrata en su seno. El jefe del Estado Mayor, Helmut von Moltke (el joven) tenía un apetito insaciable por una confrontación europea. Predominaban las fantasías wagnerianas. Si hay guerra, es mejor que sea ahora antes de que los rusos y franceses completen su rearme, pensaba el generalato alemán en junio de 1914. Sus garantías de seguridad a los aventureros de Viena -desesperados por conservar sus provincias eslavas de la agitación serbia- fueron la causa primordial del estallido.

Con la invasión austrohúngara a Serbia y la de Alemania a Bélgica (otro enorme gaffe diplomático que confirmó la entrada en guerra de Gran Bretaña) comenzó la producción en masa de la muerte. Al comienzo, hubo celebraciones frívolas en todas las grandes ciudades, sin embargo la idea de que Europa recibió la catástrofe con los brazos abiertos está hoy muy matizada, sino desacreditada. Muchísima gente reflexiva estaba horrorizada. Y seis meses después ya se asumía que era una verdadera tragedia.

Muchas figuras extrañas, de corta inteligencia, se disputaban el escenario político en 1914. La paz requería de un estadista de talla y en ninguna potencia los había. Todos los planes de Alemania se basaban en noquear a Francia en cuatro semanas a lo sumo, para después volverse contra Rusia. El Imperio Austrohúngaro fue con la convicción de arrasar a su pequeño y revoltoso vecino antes de la Navidad. Rusia desenvainó la espada en defensa de Serbia, y Francia honró sus absurdos compromisos con el odioso zar. Las matanzas comenzaron de inmediato: en la era de las ametralladoras había una fe exagerada en el coraje humano y la carga con bayoneta. Simplemente la clase gobernante no tenía idea del poderío bélico que tenía entre manos. Fueron cuatro años de picadora de carne en las trincheras occidentales (símbolo perfecto del empate militar) y en los escenarios bélicos globales, también nuestras islas Malvinas. Gavrilo Princip no vería el final. Murió de tuberculosis en la cárcel de Terezin, en la actual República Checa.
El mundo entero, y sobre todo los jefes militares, esperaban una guerra corta y brutal que resolviera de una vez por todas las cuestiones internacionales del momento, incluso las tensiones internas.

Guillermo Belcore

  • Fuentes: 
  • (1) - 1914, el año de la catástrofe. Max Hasting. Crítica. Edición 2014
  • (2) - The First World War. John Keegan. Pimlico. Edición 1998.
  • (3) - Diplomacy. Henry Kissinger. Simon & Schuster. 1994.
  • (4) - La Gran Guerra. Peter Hart. Crítica. Edición 2014.

Publicado hoy en la página central del diario La Prensa.

domingo, 22 de junio de 2014

Sólo en Berlín

Hans Fallada

Océano. 686 páginas. Edición 2013.


Berlín, 1940. Ofuscado por la muerte de su hijo en el frente de batalla, un ebanista que sólo deseaba tranquilidad se rebela. Junto a su esposa, el obrero reparte postales con arengas contra Hitler. La Gestapo, las SS, la policía intentan cazar al enemigo del Estado alemán. No les resulta fácil. Dos años después, cuando se les acaba la suerte, son arrestados Otto y Anna Quangel. Hombres-bestia hacen tronar el escarmiento. Esta es la trama de una novela imprescindible del siglo pasado. Fue la última obra (acaso la mejor) del olvidado Hans Fallada; un año después, en 1947, el escritor alemán puso fin a su vida con una sobredosis de morfina.

Primo Levi, palabra autorizada, dijo de Solo en Berlin que es “el libro más importante jamás escrito sobre la resistencia alemana”. Hay que creerle, amigo lector, la novela tiene un inmenso valor testimonial (de hecho se basa en un caso real que el autor encontró en los archivos nazis) pero ese anclaje con la Historia en ningún momento rebaja la calidad artística. Su fuerza estética deviene, sobre todo, de la intensidad dramática: Fallada se las ha ingeniado para encadenar escenas tremebundas que se leen con un nudo en la garganta. Afortunadamente, se nos permite un desahogo: cunde cierto clima de farsa generado por pilantras que recuerdan a los bribones de Chaucer o de Shakespeare. Es decir, lo específicamente literario se impone sobre la pesadez de aquello que llamamos realidad. Caracteres memorables, seña de identidad de los grandes libros, por otra parte.

Fallada, que vivió recluido en una suerte de exilio interno durante los años satánicos del Tercer Reich, nos obliga reflexionar sobre un misterio insondable: la conciencia que dice ’no’ al Poder, a costa de sus propios intereses, en este caso de la vida y de la dignidad del cuerpo. Qué es lo que hace que un hombre mantenga la decencia, incluso en los hediondos calabozos de la Gestapo, acaso el lugar del Universo más alejado de la presencia de Dios. Quién sabe. 
Guillermo Belcore
Publicado hoy en el Suplemento de Cultura del diario La Prensa

Calificación: Excelente

sábado, 7 de junio de 2014

La Gran Guerra

Peter Hart

Crítica, 563 páginas, ensayo de Historia.

Más de 9,7 millones de soldados murieron en los campos de batalla. Casi seis millones de civiles perecieron por hambre o enfermedades directamente relacionadas con el conflicto. Tres imperios colapsaron y otros dos, se arruinaron moral y económicamente. El Marne, Somme, Ypres, Verdún, Caporetto, eslabones sangrientos de una cadena que se hunde en los abismos más profundos de la miseria humana. Un sentimiento general de tragedia absurda, de futilidad, de matanza de los inocentes. La Primera Guerra Mundial fue, sin duda, el acontecimiento más importante del siglo XX, cuyas semillas maléficas aún hoy dan frutos envenenados. ¿Dónde? Miren los mapas de Medio Oriente. Escuchen el rugido infame de los neonazis o de los bolcheviques nostálgicos.

Se cumplen cien años del comienzo de aquella carnicería. Los sellos editoriales aprovechan el aniversario para lanzar ensayos eruditos, en este caso uno que confirma que los mejores historiadores militares del mundo nacieron en la Gran Bretaña. Peter Hart (1955) talla una minuciosa descripción de las operaciones bélicas entre 1914-1918, demasiado detallada quizás, se pierde por momentos la visión de conjunto. Pero la lectura nunca deja de ser interesante, al menos para el interesado en el tema. La crónica viene enriquecida con cientos de testimonios de primera mano. Hablan los protagonistas. Desde soldados rasos a los comandantes en jefe.

Se sabe que más de un ensayo ha sido malogrado por una obsesión que caracteriza a los historiadores: desafiar la sabiduría convencional. No es éste un caso de revisionismo bobo, pero curiosamente el señor Hart intenta convencernos de que la conducción militar de la Gran Guerra no fue tan calamitosa como se cree. Es un mito eso de que “los leones fueron liderados por burros”, afirma. Si hubo una locura ésta fue sin lugar a dudas la decisión inicial de resolver de todos los retos del momento por medio de una conflagración a gran escala, concluye el autor. Y la máxima responsabilidad por ello recae en dos entidad platónicas enloquecidas: Alemania y el Imperio Austrohúngaro. En 1914, sus élites se babeaban por abrir las puertas del infierno.
Guillermo Belcore
Publicado en el Suplemento de Cultura del diario La Prensa.

Calificación: Bueno

miércoles, 4 de junio de 2014

Diario nocturno. Cuadernos 1946-1956.

Ennio Flaiano

Fiordo. 141 páginas. Edición 2014. Prólogo: Eduardo Berti.

Desde la primera entrada del diario, nos percatamos que Ennio Flaviano (Pescara 1910-1970) tenía, entre otros atributos, el don de la crítica artística. Meditaba en 1946:

“Las dificultades de un arte aparecen en sus ejemplos menos logrados o inclusos feos: los buenos transmiten, en cambio, la certeza de un logro fácil, porque todo en ellos se encuentra resuelto y no aparece la fatiga…”

La cita, irrefutable, puede ser aplicada a la propia producción del italiano. La potencia de la idea que consigue expresarse de una manera bella -como si se tratase de un logro fácil- se hace presente en prácticamente cada una de las páginas de esta joya rescatada con muy buen tino por Fiordo, un sello que al parecer apuesta por las delicatessen. En buena hora.

Escribió Flaiano los guiones de algunas de las mejores películas de Federico Fellini. Fue también novelista de una sola novela aunque premiada, dramaturgo, columnista de diarios, hombre de letras, en general. Se desprende de esta obra que fue un cínico, en el sentido más alto del término, es decir, un hombre que no se dejó manipular por el poder, las ideologías o los sentimientos, pero que mira a su alrededor con la indulgencia de quien ya no se inquieta por los asuntos del mundo. El libro, por cierto, exige ser leído (y releído) lápiz en mano. Resulta propicio para los cazadores de citas. Reproduzco algunas sentencias que me han impactado:

  • * “Los auténticos libros inmorales son los que pintan la vida color de rosa”.
  • * “Ser pesimista sobre las cosas del mundo y la vida en general es un pleonasmo, o sea adelantarse a lo que pasará”.
  • * “El destino de los libros demasiado claros es ser indescifrables”.
  • * “La política, el arte, la literatura, el pensamiento contemporáneo pueden dormir tranquilo. La mundanidad los protege”.
  • * “El uxoricida es casi siempre un matricida con retraso”.
  • * “Casi todos los jóvenes tienen el coraje de las opiniones ajenas”.
  • * “Un día el fascismo se curará con psiconálisis ”.

Un aspecto notable de ciertas impresiones de Flaiano (datan de medio siglo atrás) es que no han perdido frescura. La sabrosa denuncia de “la ebriedad por figurar” que caracteriza al artistoide o al escritorzuelo pudo haberse escrito hoy a la mañana. O éste otro pensamiento: “El día que nos sentimos de izquierda nos basta con los periódicos de izquierda para salvarnos. Si nos inclinamos a la derecha, vienen en nuestro auxilio los diarios de derecha”. ¡Cuánta verdad!

El lector encontrará también un homenaje a Hemingway escrito en sutil estilo hemingwayano;  cuentos de un solo párrafo o de una o dos páginas; notas de un viaje a España; personajes extravagantes, divertidos, memorables; escenas cinematográficas; la reivindicación de Alejandro Manzoni; y textos muy cómicos como el que relata las desventuras con que tropezaría hoy un Phileas Fogg. Enhebra cada una de las entradas un hilo de oro: el estilo feliz de la sabiduría.

Guillermo Belcore

Calificación: Excelente


PD: Don Ennio Flaiano hubiese sido el mejor tuitero del mundo.

lunes, 2 de junio de 2014

La última batalla estratégica de Occidente

Por Guillermo Belcore

La última gran batalla estratégica de Occidente se libró hace setenta años. Fue la mayor invasión anfibia de la Historia. Y acaso la última vez que un general inglés comandó una alianza. Normandía definió la Segunda Guerra Mundial. Si hubiese fracasado, toda la historia del siglo XX pudo haber sido distinta.

Alemania hubiera ganado al menos un año para contener a los rusos en el Frente Oriental y quizás -tras deshacerse de los nazis, esa excepcionalidad- lograr un armisticio similar al de 1918. La mitad de Europa se habría ahorrado la experiencia abominable del bolchevismo. Pero son meras conjeturas. Lo cierto es que hubo, por un lado, una brillante operación logística sin parangones y por el otro una pirámide de errores que definieron el resultado en un tiempo relativamente breve. El 6 de junio de 1944 a las 6.30 los primeros soldados estadounidenses desembarcaron en Francia. El 25 de agosto liberaron París. Overlord fue un completo éxito.


1) ¿Por qué la invasión a Francia?


Después de que Rusia frenase a los mastines de Hitler y de que Estados Unidos se involucrara en Europa era sólo cuestión de tiempo que los aliados intentasen liberar a Francia y quedar así a tiro de piedra del Ruhr, el corazón industrial de Alemania. Desde hace tiempo, Stalin presionaba por la apertura de un segundo frente que aliviara al Ejército Rojo (para 1944, más de siete millones de soldados soviéticos habían perecido en la guerra). En palabras de sir Winston Churchill, ese Pericles contemporáneo, con semejantes aliados la derrota del hitlerismo no consistía sino "en la adecuada aplicación de una fuerza militar irresistible".
En la conferencia Trident, celebrada en Washington en mayo de 1943, se fijo una fecha provisional de un año para la invasión de Francia. La operación recibió el nombre clave de Overlord. Los planificadores se sentaron a trabajar. Seis meses después, en la conferencia Sextant que hospedó El Cairo, los aliados designaron a Dwigh W. Eisenhower, el general estadounidense más prestigioso, como Comandante en Jefe Supremo de la Fuerza Expedicionaria. Fue una decisión acertadísima. Eisenhower demostró poseer un buen criterio en todas las decisiones claves relacionadas con el desembarco y sus habilidades diplomáticas lograron mantener unida una frágil coalición y una comandancia militar disparatada. En Teherán (conferencia Eureka, diciembre de 1943) Stalin y Roosevelt ignoraron la prudencia de Churchill -temía que la empresa fuese prematura- y se fijó mayo de 1944 como fecha definitiva.


2) ¿Por qué Normandía?


Según la lógica militar, el lugar más apropiado para el desembarco era el Paso de Calais, frente a Dover. Es el punto más estrecho del Canal de la Mancha. Pero los aliados apelaron al factor sorpresa. El general Frederick Morgan, el principal organizador británico, ha escrito: "Uno organiza las cosas de tal modo que la batalla tenga lugar lo más lejos posible de la playa, porque si la batalla se entabla en la playa, uno ya está derrotado".

Se eligió entonces la Bahía del Sena, un lugar menos fortificado que el Paso de Calais, con playas accesibles y protegido de los vientos por la península de Cotentin. La decisión final, en cuanto al lugar, se tomó en la conferencia Quadrant en Quebec por Roosevelt y Churchill, en persona. Normandía a 150 kilómetros de la costa inglesa era el lugar apropiado, pero había que confundir a los alemanes.


3 - ¿Cómo se engañó a Hitler?


Fortitude fue el nombre en código de la operación que montaron los Aliados para enmascarar la fecha y, sobre todo, el lugar del desembarco. Lograron hacer creer a los nazis que un ficticio Primer Grupo de Ejército de Estados Unidos -al mando del brioso general George Patton- estaba presente en Kent, frente a Calais. Así consiguieron inmovilizar al 15º Ejército alemán con sus 17 divisiones. Las aguas fueron sembradas con falsas lanchas de desembarco. Cerca de Dover se instaló una gigantesca boca de bombeo de petróleo construida con papel maché, a la vez que en la campiña se desplegaron gran cantidad de tanques de hule. De noche, convoyes de camiones -siempre los mismos- iban y venían. El éter se intoxicó con fantasmales mensaje de radio.

4 - ¿Cómo eran los planes de los aliados?


La victoria dependía del éxito de desembarcar tropas y suministros antes de que los alemanes reforzaran sus frentes. Desde el 1º de abril se arrojaron 195.000 toneladas de bombas sobre ferrocarriles, nudos de comunicaciones y la infraestructura alemana en Francia.

El plan de batalla fue ideado por el fatuo general Sir Bernard L. Montgomery, en su carácter de comandante en jefe del Ejército de tierra. La invasión implicaría a cinco divisiones de infantería (dos estadounidenses, dos británicas, una canadiense), mientras otras divisiones americanas y una inglesa se arrojaban en paracaídas sobre los extremos. El desembarco se produciría en cinco puntos bautizados en código Utah, Omaha, Gold, Juno y Sword, en un arco de noventa kilómetros. Los ingleses arremeterían en dirección a la llanura de Caen-Falaise, con los estadounidenses cubriendo los flancos y la retaguardia. Esa punta de lanza apuntaría a París, amenazando con desgarrar el frente. Pero era un ardid. Los norteamericanos rebasarían Normandía y se desviarían hacia el Oeste para asegurar los puertos de Bretaña, los que -junto a Cherburgo- permitirían una base logística para acometer la segunda etapa: cuatro Ejércitos aliados avanzarían en un amplio frente hacia el Este, evitando un contraataque alemán contra el flanco. Los optimistas confiaban en alcanzar el Sena en noventa días después del Día D y que la guerra concluiría a más tardar en octubre. Alemania resistió hasta mayo de 1945.


5 - ¿Cómo eran los planes alemanes?


Tres preguntas elementales definían el destino de Alemania. I) ¿Dónde desembarcarán? II) ¿Cuándo desembarcarán? III) ¿Dónde entablar la lucha? Los nazis se equivocaron rotundamente en las dos primeras y muchos expertos creen que en la tercera también.

Las extraordinarias tácticas de engaño de los aliados indujeron a los alemanes a esperar el ataque en Calais. Se tragaron un secreto que involucraba a dos millones de personas.

Los defensores contaban -al menos en el papel- con 60 divisiones de infantería (en Rusia agonizaban 200) y 10 acorazadas para repeler una invasión en algún punto de los 900 kilómetros de costa entre España y Holanda. Dos concepciones se batían a duelo. El aristocrático general Gerd Von Rundstedt, comandante en jefe de las fuerzas del Oeste, consideró que la mejor estrategia era concentrar los tanques tierra adentro para después lanzarlos como un puño de acero cuando los aliados avanzarán hacia el interior.

Era la doctrina de la defensa móvil que había probado su eficacia en el frente ruso. El generalfeld-marshall Erwin Rommel, supervisor de todas las defensas costeras y jefe del Grupo de Ejércitos B, pensaba que era un plan suicida, dado la aplastante superioridad aérea de los adversarios. Este maestro de la guerra de maniobras y ex comandante del Africa Korps fue quien en la práctica dirigió la resistencia. Había bregado por desplegar los tanques en las proximidades de la costa para rechazar al enemigo en las mismas playas y durante las primeras 24 horas.

Vacilando entre ambos conceptos tácticos, Hitler no se decidió por ninguno y ató las manos de Rommel cuando todo dependía de una rápida acometida. Las obsesiones del Führer eran contrarias a un principio tradicional del Estado Mayor del Ejército alemán: la flexibilidad. Desde el desastre de Stalingrado, ese "cabo bohemio" (como lo llamaban en privado sus aristócratas generales) abominaba de la defensa flexible. Había que retener cada palmo de terreno.


6 - ¿Por qué el 6 de junio?


El Día D debía ser un día con muchas horas de luz y fuerte marea para que, cuando bajaran las aguas, los obstáculos de la playa estuvieran al descubierto. Era preferible que la luna guiara a los paracaidistas. Finalmente, debía ser elegido de acuerdo a la Hora H, es decir el instante maldito en que ultrajara la arena la primera oleada de desembarco. Se necesitaba que antes de la Hora H hubiese unos 60 minutos de luz para que los bombardeos navales y aéreos fueses precisos. El 21, 22 y 23 de mayo reunían esas condiciones, pero era demasiado pronto. La restante ventana de oportunidad se abrió entre el 5 y el 7 de junio. Eisenhower eligió el 5, pero hubo mal tiempo. Los meteorólogos sentenciaron tres días de tormenta y Rommel se fue fatalmente a visitar a su esposa en Alemania, confirmando un raro defecto: nunca estaba en el lugar correcto en el momento clave. Pero el día 6 se abrieron las nubes y el comandante supremo dio la orden esperada: "Okey, vamos".

7 - ¿Cómo se desarrolló el Día D?


La Batalla de Normandía comenzó pocos minutos después de las 0.00 del día 6 con la primera y última gran invasión paracaidista nocturna de la historia. Las Divisiones Aerotransportadas norteamericanas 82ª y 101ª cayeron en un área deliberadamente inundada en Cotentin. Perdieron muchos hombres ahogados y se trabaron en fiera lucha pero aseguraron el terreno.

"Aquella noche -escribió Anthony Beever- fue testigo de los combates probablemente más atroces de toda la guerra en el frente occidental". La 6ª División Aerotransportada británica capturó con más facilidad sus objetivos en el extremo oriental y sus comandos también conquistaron puentes clave sobre el canal de Caen y el río Ome.

A las tres de la madrugada una lluvia de bombas empezó a atormentar el suelo. Al rayar el alba, seis acorazados, 23 cruceros, 104 destructores y dos cañoneras, que habían llegado a Normandía con las 3.000 lanchas de desembarco y 2.500 embarcaciones de transporte, abrieron fuego.

A las 6.30, entre una bruma gris, los primeros soldados norteamericanos pisaron la arena. Los británicos y canadienses en las playas Gold, Juno y Sword encontraron una tenue resistencia. Lo mismo, los norteamericanos en Utah. En cambio, la 1era división estadounidense en Omaha se enfrentó a la mejor de las divisiones alemanas, las 352ª que casualmente estaba allí. El desembarco pareció fracasar durante la mañana. Sólo la tiranía de los oficiales hizo avanzar a la soldadesca. Cuando concluyó el Día D, los invasores de Omaha sólo habían penetrado dos kilómetros tierra adentro.

El alto mando alemán no estuvo a la altura de las circunstancias. Se dilapidó tiempo precioso. Al principio, Hitler era reacio a liberar las divisiones acorazadas. Cuando accedió a hacerlo, a primera hora de la tarde, elementos de la 21ª División Panzer penetraron como una tromba en la brecha entre la 3ª División británica y la 3ª canadiense y casi llegaron al mar. Si lo hubiesen alcanzado, las bajas podrían haber sido intolerables. La feroz resistencia de los artilleros antitanque en Périers-sur-le-Dan revirtió la contraofensiva por la noche.

Al final del día, Rommel llegó a su cuartel general y puso en marcha una defensa estática, cuya intención era ceder la menor cantidad posible de terreno. Hitler, cuándo no, sabotearía sus planes. Eisenhower, en su puesto de mando de Portsmouth, recibió el balance. De los 156.000 hombres desembarcados, hubo 11.000 bajas lo que constituyó una cifra excepcionalmente exigua para una operación tan ambiciosa. El día 7, al amanecer, desembarcó Montgomery y ya saboreaba la victoria. Los aliados tomaron Cherburgo el 27 de junio, Caen (la capital regional) el 9 de julio y París, el 25 de agosto.



8 - ¿Era la victoria aliada inevitable?


Ha sido la pregunta favorita de los historiadores. ¿Qué hubiese ocurrido si Hitler se retiraba de Italia y desplegaba otras 20 divisiones en Francia. ¿O si hubiese contado con un espionaje eficaz para desbaratar la operación Fortitude? Hay muchas cosas que los alemanes podrían haber hecho los meses previos, pero tal como se desarrolló la batalla no hay nada que hubieran podido hacer para ganarla, aunque debe reconocer que mantuvieron una capacidad extraordinaria para hacer frente a sus enemigos y causar un buen número de bajas entre sus filas. La cornucopia industrial estadounidense se encaró de suplir largamente las deficiencias circunstanciales como la inferioridad de sus armas, la inexperiencia de las tropas o la ineptitud de los comandantes.

La superioridad aérea fue un factor decisivo. Más de 13.000 cazas, bombardeos y aviones de transporte se enfrentaron a las 400 aeronaves que Berlín fue capaz de disponer. Wo ist die Luftwaffe (¿Dónde está la aviación?) fue el lamento constante de la experiencia del ejército alemán en Normandía.

La campaña concluyó pues en agosto con la sangrienta batalla de la Bolsa de Falaise, un Stalingrado en menor escala. El Grupo de Ejércitos B alemán intentaba retirarse hacia el este entre la tenaza del 2º Ejército canadiense al norte y las columnas estadounidenses que giraban hacia el sur. "La 1ª División Blindada polaca -que estaba integrada con los canadienses- puso heroicamente el corcho a la botella. Algunos alemanes escaparon pero la mayoría quedaron atrapados. Los bombardearon desde el aire o los pulverizaron con la artillería. Murieron unos 10 mil y otros 50 mil se rindieron", relata el historiador Norman Davies.


Publicado en el diario La Prensa el domingo pasado.

Bibliografía:
1) El Día D. Anthony Beever. Editorial Crítica.
2) Tormentas de guerra. German Wouk. Grijalbo.
3) Europa en guerra. Norman Davies. Planeta.
4) Normandía 1944. Osprey Military. Colección Ejércitos y Batallas. Autores varios.
5) La Segunda Guerra Mundial. John Keegan. Pimlico.