martes, 23 de octubre de 2012

Ultima resaca

Patrick Hamilton

Manantial. Novela, 317 páginas. Traducción: Pedro Rey. Edición 2012.


Bienaventurados los puros de corazón porque ellos verán a Dios, dice el sublime Sermón de la Montaña. Pero la mansedumbre es un verdadero problema para enfrentar a un mundo cruel, confuso y falto de sentido. Imagínense, amigos, un hombretón de treinta y cuatro años, triste, desgarbado, los ojos inyectados en cerveza, sin una mota de malicia, un don nadie gastándose sus últimos ahorros en caprichos ajenos, el blanco bobo de comentarios antipáticos, desesperado por ser bueno en algo. Imagínese que se llama George Bone. Lleva su soledad a cuestas como alguien marcado a fuego. Imagínese que tiene la desdicha de enamorarse de una chica del londinense Earl’s Court, que es como si dijéramos en Buenos Aires “del barrio de Palermo Hollywood”. Imagínese que está chiflado por una tal Netta Longdon, una esnob fenomenal, una morena tan hermosa como arisca, bestial y tiránica. Qué desgracia, ¿no? Bueno, aquí tiene el núcleo incandescente de una comedia negra que el Independent on Sunday calificó como “uno de los grandes libros del siglo XX”, sentencia que estoy dispuesto a defender con toda convicción.

Como insinuó Quintin en su columna del domingo en Perfil, la literatura inglesa del siglo XX es una suerte de Jardín de las Hespérides, es decir una fuente de maravillas, al parecer, inagotable. Cada dos por tres aparece otra manzana dorada e inmortal que nos deja sumidos en el gozo más intenso (y de la que ayer nada sabíamos, ¡ay!, como en los casos de Muriel Spark, Marghanita Larsky, Joe Ackerley o Julian McLaren-Ross). ¿Cómo es posible que Ultima resaca llegue recién ahora al español? ¡Qué picardía! Se trata de una novela perfecta en su composición, con una gran profundidad psicológica y de extraordinaria lucidez en sus alusiones. Ha engendrado además un personaje inolvidable en su patetismo, el citado George Bone. ¡Pobre tipo! Arrastrándose de pub en pub, en manos de una pandilla de lo más ruin, loco por una tilinga desalmada y malhumorada, una actriz fracasada, que piensa como una ameba. Sus soliloquios son fascinantes. Su cabeza sufre “estados muertos” atroces (hace click) que lo convierten en otra persona, incluso en un asesino…

Esta novela fue escrita en 1941, cuando las jaurías pardas de Hitler parecían estar a punto de conquistar Europa. Aquella absoluta malignidad política se va filtrando en la trama como si tratase de una luz corrupta que deja pasar una cortina apolillada, la luz de un sol decadente o el neón de un puticlub apestoso, se me ocurre imagen. La historia de George y Netta transcurre en los meses previos al estallido de la Segunda Guerra Mundial. El autor infiere que hay cierta correlación entre las preferencias políticas y la catadura moral de una persona. Los tipos inmundos -incluso en esa época- simpatizan con el fascismo. Y se reivindica a una especie muy peculiar de ser humano, acaso los únicos que merecen el Reino de los Cielos: la gente que no discrimina a nadie. Página  sesenta:

”pertenecía al grupo de pocas personas afectuosas, despreocupadas, que no disciernen, que son naturalmente inconcientes de la superioridad o inferioridad entre individuos, o que, incluso si están al tanto de ese tipo de cosas, no las impresionan o no les interesan. Había conocido a gente de este tipo… ¡pero eran tan pocos!…”

Guillermo Belcore

Calificación: Excelente


PD: ¡Ya! Urgente, hay que traer a la Argentina todo lo que escribió Patrick Hamilton (1904-1962). Con razón, Doris Lessing lo consideraba uno de los más talentosos de su generación. Traduzcánlo ya, ¿qué diablos están esperando? Si es Pedro Rey, mejor, que aquí ha hecho un trabajo excelente y muy hospitalario para el lector argentino. 


PD II: A la izquierda, la primera tapa de esta magnífica novela. Propongo como banda de sonido Esperando el milagro, temazo de Las pelotas (¡qué banda!).

sábado, 20 de octubre de 2012

El veneno de la desigualdad

La distribución del ingreso en Estados Unidos es hoy comparable a la de Filipinas o Uganda, según Joseph Stiglitz. Por eso la economía norteamericana es tan vulnerable y no puede salir del pozo. El Premio Nobel 2001 predica en favor de un amplio estatismo.


Por Guillermo Belcore

Hubo un momento en la Historia, un breve suspiro, digamos entre la caída del Muro de Berlín y el colapso de Lehman Brothers en que Estados Unidos dominaba prácticamente en todos los ámbitos. Ya no. Algo huele a podrido al norte del Río Bravo. La distribución del ingreso se ha degradado a los niveles (perversos) de Irán, Uganda, Filipinas o Jamaica advierte el Premio Nobel de Economía 2001. El costo de esa involución -clama Joseph Stiglitz en su último libro- es descomunal, al punto que el aparato productivo estadounidense es hoy más ineficiente e inestable, el crecimiento ha mermado, la cohesión social se desintegra y hasta correría peligro una democracia ejemplar de doscientos años.

Con un toque apocalíptico, el economista favorito de Cristina avisa que la enorme transferencia de recursos desde la base hasta la cima de la pirámide social tambien ha erosionado el sentido de identidad nacional, la imagen de Estados Unidos en el mundo, la igualdad de oportunidades y hasta el sentido del juego limpio. De ahí, que empiecen a prosperar movimientos antisistémicos como Ocuppity Wall Street, cuya consigna "somos el noventa y nueve por ciento'' (en relación a que el uno por ciento restante es el responsable de las desdichas del momento) si bien hasta el momento no caló en las masas ha galvanizado al economista de Gary, Indiana. De ahí su intento de darle una voz erudita y sólidamente argumentada al descontento, en las casi quinientas páginas de El precio de la desigualdad (Editorial Taurus, edición 2012).

"Hay momentos en que por todo el mundo la gente se rebela, dice que algo va mal y exige cambios. Eso es lo que ocurrió en 1848 y 1968'', recuerda Stiglitz. Y se pregunta si 2011 (cuando la Primavera árabe barrió a dictaduras que parecían formar parte de la naturaleza de las cosas) no habrá sido un año de similar importancia revolucionaria.

Lo que pasó


El ensayo de Stiglitz se centra en el exceso de desigualdad que caracteriza a hoy Estados Unidos. Uno de cada seis ciudadanos es pobre; la nación más poderosa del planeta se ha tercermundizado (vaya paradoja, mientras China, India y Brasil rescatan a millones de personas de la miseria y las reclutan para la clase media). Semejante nivel de desigualdad sólo se vio en América durante los años previos a la Gran Depresión. No es fruto del azar, entonces, la crisis actual. Keynesiano hasta la médula, Stigliz considera que su país sufre una aguda escasez de demanda porque el noventa y nueve por ciento de la población es relativamente más pobre que cuatro décadas atrás. El boom de las acciones y el de la vivienda enmascararon durante unos años esa fragilidad estructural. Pero finalmente vino la Gran Explosión de 2008 cuyas esquirlas, ardientes, siguen causando estragos hasta el día de hoy.

Lo que torna instructivo y movilizador al libro es que Stiglitz considera al fenómeno económico que describe como un subproducto de la política, es decir de la acción deliberada de los hombres. Puede que intervengan fuerzas globales abstractas y subyacentes en todo esto (como la fuga al extranjero de los empleos industriales) pero las decisiones gubernamentales, de Ronald Reagan en adelante, han condicionado a la economía de tal manera de favorecer a la clase adinerada. "Los integrantes del 1% se llevan a casa cada vez más riqueza pero al hacerlo no le han aportado nada m s que angustia e inseguridad al 99% restante'', dispara.

Vale decir, según su interpretación, la economía de mercado estadounidense -tan admirada por doquier- ha venido funcionando en beneficio de los de arriba y nadie más, incluso durante los años dorados de Bill Clinton, a quien Stiglitz le tocó asesorar. Los noventa fueron años de una prosperidad aparente, dice (¿en la Argentina también?).

Después de la gestión nefasta de George Bush, con masiva rebajas de impuestos a los ricos, Obama no ha hecho casi nada para revertir ese deletéreo exceso de desigualdad. Su estatismo se ha quedado corto pues está cautivo de los intereses de Wall Street, de acuerdo al autor del libro que señala a los banqueros como los malos de la película ("la búsqueda de su propio interés por parte de los banqueros resultó desastrosa para el resto de la sociedad"). Se necesita una acción gubernamental más decidida. Los ganadores deben compensar a los perdedores.

El pensador está convencido de que en el mundo real -tan distinto a las elucubraciones de la escuela de Chicago, su gran adversario- el mercado no es eficiente, entre otras razones por las asimetrías en la información. Por tanto, es necesario domesticar y moderar sus apetitos para garantizar que funcione en beneficio de la mayoría de los ciudadanos.

Ese monstruo grande


Para Stiglitz, la globalización no es mala o injusta en sí misma, lo que ocurre es que los gobiernos la están gestionando de manera muy deficiente, en beneficio de los intereses especiales (del 1% de la población). "Los derechos del capital -opina- se colocaron por encima de los derechos de los trabajadores e incluso por encima de los derechos políticos''. Así se ha desatado una alocada carrera hacia los mínimos. Para ser bendecido por las agencias de calificación yel establishmen financiero internacional, debe haber la menor cantidad posible de restricciones al dinero caliente y los impuestos deben ser lo más exiguos posibles. Pero sin restricciones -advierte- los fallos de mercado son el pan de cada día. El libro cita al colega Dani Rodrick: "es imposible tener al mismo tiempo democracia, autodeterminación nacional y una globalización plena y sin trabas''.

Stiglitz defiende el proteccionismo industrial ("pasar de tener un empleo de baja productividad en un sector protegido a estar desempleado reduce la producción nacional'') y advierte que centrar la política monetaria en la inflación conduce a una mayor desigualdad. Olvídese, lector argentino, del costo de vida o del acceso a la moneda extranjera. Sentencia que sólo hay una mala gestión económica cuando existe alto desempleo persistente. Recalca que una sociedad más equitativa puede crear una economía más dinámica. Música para los oídos de la Casa Rosada o del Palacio del Planalto. Pero parece que Obama -y mucho menos Romney- no la están escuchando.

Publicado en el Suplemento de Economía del diario La Prensa.

domingo, 14 de octubre de 2012

El diván victoriano

Marghanita Laski

Fiordo. 115 páginas. Novela. Edición 2012.

Usted llegó hasta aquí y parece dispuesto a gastar su tiempo en escucharme. Eso significa que ama la literatura. Entonces entenderá (y compartirá) el entusiasmo ante el hallazgo de la excelencia editorial. Un nuevo sello acaba de nacer en la Argentina y su primer lanzamiento es magnífico en todo sentido. Esta vez, el goce por el contenido (ya hablaré más adelante) es parejo al que proporciona el objeto libro. La cubierta sobria y hermosa, el papel marfileño Bockel de 80 gramos del interior, y el detalle de las hojas en blanco al final para las notas conforman un dignísimo rival ante el tsunami e-book. ¿Hay acaso algo más valioso para atesorar que un libro finamente confeccionado?

La gente de Fiordo, por otra parte, se ha propuesto ensanchar la cartografía artística de sus hipotéticos lectores. Trajo al idioma español una gema rara. Yo imagino a mi ignorancia como un vastísimo océano frío salpicado, de tanto en tanto, por islotes hospitalarios, que tienen el nombre de cada autor memorable que he descubierto y voy explorando. Son lugares placenteros donde evadirse de ese engorro conocido como “realidad”. ¡Qué alegría entonces tropezar con Marghanita Laski (Manchester, 1915-1988)!

No creo exagerar si sostengo que la trama de esta novela publicada por primera vez en 1953 es perfecta. Dicen en Hollywood que toda gran historia puede resumirse en un frase. Bien, aquí tenemos esto: ¿Qué ocurriría si una mujer tuberculosa pero de vida afortunada, con un marido que la adora y un bebé, mimada por todo el mundo, al despertar de una siesta (“el delicioso caos del sueño“) se encuentra en el cuerpo de otra persona, cien años atrás en el tiempo, en el mismo diván que había comprado en una tienda de antigüedades? Melanie Langdon, horrorizada, descubre que su mente (la autora nunca usa la palabra alma) es prisionera del cuerpo de Milly Baines, también tísica. Ha viajado al año 1864. Con todas sus fuerzas trata de volver al presente pero la tos aterradora y las igualmente destructivas convenciones decimonónicas se interponen en su camino.
 

El diván victoriano es lo que Borges llamaba, no sin admiración, “una obra de imaginación razonada”, como La invención de Morel. Yo percibo influencias en la novela de Virginia Woolf y de H.G. Wells. La señora Laski ha concebido una de las más fascinantes maneras de viajar en el tiempo, pero me parece que los elementos fantásticos no son lo más relevante de un libro que seduce de la primera a la última página. Hay aquí una densidad óptima de personajes y situaciones, un afinado sentido de lo teatral y una intención de denuncia social filosa como los dientes de un tiburón blanco. “El pecado cambia como la moda”, advierte la autora a los moralistas de todas las épocas.
Guillermo Belcore

Calificación: Excelente


PD: Dios está en los detalles, dicen los hebreos. Los pormenores siempre resultan importantes en la novela y su atención amorosa caracteriza al narrador sublime. Marghanita Laski plantea que si viajamos al pasado no podremos pronunciar aquellas palabras que aún no existen. Melanie desesperaba porque no podía expresar “aeroplano” a un encantador pastor victoriano.

PD II: Aquellos izquierdistas de café que consideran a la competencia y a los incentivos del capitalismo como una peste per se deberían prestar atención lo que ocurre en el mercado editorial argentino. Decenas de pequeños sellos editoriales se esfuerzan por ganar un lugar bajo el sol buscando y rebuscando joyas literarias de todo el mundo, algunas injustamente olvidadas, y dando espacio a los nuevos talentos. Aquí opera la mano invisible de Adam Smith. El interés propio redunda en el beneficio de todos; los lectores tenemos cientos de títulos estupendos por año a nuestra disposición.

sábado, 13 de octubre de 2012

Nací

George Perec

Eterna Cadencia, 105 páginas. Autobiografía.


Se ufanaba George Perec (1936-1982) de jamás haber escrito dos obras similares, de nunca repetir “una fórmula, un sistema o una manera elaboradas en un libro precedente”. Uno podría descartarlo, casi, por aquella confesión. Ya se sabe a que chatos e inanes estanques conduce el berretín de los franceses por la ultraoriginalidad. Pero muchísima gente culta atestigua que estamos ante un polígrafo excepcionalmente ingenioso. Lo curioso es que Perec, cuyo padre murió combatiendo al nazismo y su madre fue asesinada en Auschwitz, se haya obsesionado con rebajar la literatura a una suma de jueguitos verbales (escribir una novela policial sin usar la letra ’e’, por ejemplo). “Artificios posmodernos“, podríamos titular. O "Zonceras parisinas".

El afán de la industria editorial por revolver hasta el último de los cajones de los difuntos ha permitido publicar dieciochos libros de Perec desde su muerte prematura (maldito sea el cáncer). En esta ocasión, se nos ofrece una variopinta recopilación de textos vinculados con lo autobiográfico, escritos entre 1959 y 1981. Desde la simpática evocación de una huida del hogar a los once años hasta la enumeración boba de las cosas que debería hacer antes de morir. Muy interesante resulta una carta enviada a Maurice Nadeau, detallando sus proyectos literarios, o la entrevista con Frank Venaille. La traducción, el prólogo y las notas del volumen son de Jorge Fondebrider; un trabajo impecable.

Que algo valioso hay en la producción del escritor francés de origen polaco lo demuestra una brillante aproximación al misterio por excelencia en la historia de la humanidad que aparece en la página dieciocho. Transcribimos: 


“Nací el 25 de diciembre del año ooo. Mi padre, dicen, era obrero carpintero. Poco después de mi nacimiento, los gentiles dejaron de serlo y tuvimos que refugiarnos en Egipto. De eso modo me enteré de que era judío y son esas dramáticas condiciones las que determinan el origen de mi firme decisión de no seguir siéndolo. Ya saben lo que sigue…”

Guillermo Belcore
Publicado en el Suplemento de Cultura del diario La Prensa.

Calificación: Regular.


PD: Sólo para la legión de admiradores de Perec.

jueves, 11 de octubre de 2012

Ida

Damián Huergo

Parque Moebius. Cuentos. 85 páginas


Suele afirmarse en Estados Unidos que desde Moby Dick en adelante nadie fue capaz de componer la Gran Novela Americana (yo tengo mis dudas al respecto, Subsuelo de Don DeLillo y Contraluz de Thomas Pynchon son serias aspirantes al cetro). De la misma forma, podría establecerse que en la Argentina ningún escribidor de fuste ha logrado engendrar la Gran Novela del Conurbano Bonaerense.

A los amigos y amigas de otros países (este blog se lee hasta en Rusia) diré que los veinte municipios que rodean y asedian a la Ciudad Autónoma de Buenos Aires -con sus ocho millones de habitantes, su miseria aluvional, su desindustrialización pavorosa y su violencia sin cuento- son algo así como el hígado argentino: allí se procesa lo peor. Hasta donde sé, nadie ha logrado captar en más de trescientas páginas la desmesura histórica y social de esa peculiar geografía. Estoy pensando en un novelón oceánico -de ejecución clásica o vanguardista, me da igual- que narre, por ejemplo, la depravación moral y material de las últimas cuatro décadas. Que, a la usanza centroeuropea, combine destino individual y devenir colectivo. Que capte los estertores, las subculturas, los sueños rotos y realizados, las tremendas injusticias, los paisajes apocalípticos o de esperanza; algo así como hizo con el DF Carlos Fuentes en 
Todas las familias felices.

Hasta que llegue pues la GNdCB me entretengo con lo mejorcito del rock barrial (y de La Bersuit) y con los cuentos de delicada factura costumbrista. Como los que incluye este volumen. Es el caso de El amor breve, una hermosa joyita. Se trata una aproximación romántica que se trunca; un intenso cruce de miradas sobre el vagón de un tren. Hay vendedores de mantecol y el vaho de las salchichas que emanan las ollas del anden. Hay una definición encantadora: “en el Ferrocarril Roca las chicas prefieren acostarse con Hemingway”.

El tren degradado que une el sur del conurbano con la gran ciudad es, justamente, uno de los dos escenarios favoritos de Damián Huergo (Longchamps, 1983). El otro son las librerías. Se nota una enorme dosis de contenido autobiográfico en estos relatos que van de menos a más. Leemos con agrado las peripecias de dos amigos entrañables llevando a Barracas el sofá de la abuela. O ese singular pacto entre compinches: cincuenta euros a cambios de manosearle las nalgas a una turista italiana (Roca Tour). En Plaza Constitución irrumpe en escena el infame egoísmo colectivo, rasgo típico de aquella abstracción que llamamos “pueblo”. Este buen cuento, acaso, no merecerá elogios por su desenlace. Todo hay que decirlo: uno de los puntos flojos del libro son los remates, parece que el señor Huergo aún no ha desarrollado el ingenio del último párrafo, tan relevante en el texto breve cuando no hay una prodigiosa exhibición de estilo o una temática escalofriante. En El olor de los tilos, por ejemplo, el quía que espera durante hora y media a Carmela no debería haber ido a paso lento hasta el portero eléctrico a abrirle la puerta de abajo. Si se quedaba de brazos cruzados, el personaje hubiese sido más rico en inferencias, creo yo. En fin, cuestión de gustos.

La recopilación, a ratos, cae en el error de hacer un drama en base a lo insustancial. La tempestad en un vaso de agua también delata un déficit de invención. Se constata en Ida a Constitución. Que un joven universitario se salte un desayuno por perezoso y después sufra terribles punzadas en la panza mientras viaja en tren es un argumento de pacotilla. El estómago vacío es un asunto serio. La misma superficialidad inane se desprende de aquella épica de los fatuos que es la compulsión de los chicos y chicas burgueses de robarse libros para después tratar de disfrazar como principio lo que en realidad es otra manifestación de la perversa y atrabiliaria viveza criolla. Hay varios cuentos aquí con ladrones de libros, absueltos.

En la página veinte se cita a Flaubert: “si miras cualquier cosa más de diez minutos resulta interesante”.  Es lo que ocurre con esta obra. Uno termina encariñándose con las historias del tren (al fin y al cabo yo padezco las tribulaciones del maldito Ferrocarril Sarmiento) y con la destreza del autor para transmitir su amor por la lectura (hay un excelente homenaje a Juan Gelman). El trabajo además es rico en ideas, si no fuera así no podría haber escrito tanto sobre sus más y sobre sus menos. Tengo el pálpito que Huergo me sorprenderá en el futuro con una buena novela del conurbano.

Guillermo Belcore


Calificación: Bueno

sábado, 6 de octubre de 2012

Enemigos

Tim Wainer

Debate. Ensayo de historia. Edición 2012



¿Qué sabemos del FBI? La información nos llega filtrada por Hollywood. Tenemos en la mente a ‘Los intocables’, a Mulder y Scully, a Clarice Starling, todos buena gente. Para rebajar nuestra ignorancia, se escriben libros como éste, rebosante de datos. Un periodista del diario The New York Times indagó en unas setenta mil páginas de documentos recientemente desclasificados y realizó más de doscientas entrevistas con el propósito de narrar la monumental historia de la arista más desagradable y peligrosa del Buró Federal de Investigaciones, su carácter de servicio de inteligencia.

La tensión entre libertad y seguridad, o entre interés nacional y libertad de opinión, o entre imperio de la ley y combate del delito es la constante en casi cien años de recorrido. El libro va desde las redadas a escala nacional de anarquistas rojos a principios del siglo XX hasta las redadas, también en los cincuenta estados, de islamistas, ayer nomás. La visión de Tim Weiner es emersoniana. Sostiene que “las instituciones son la sombra alargada de las personalidades”. Hablar del FBI obliga a concentrarse pues en J. Edgar Hoover, esa fascinante estatua salpicada de mugre. Estuvo cuarenta y cuatro años en el cargo, mas que Mao o Stalin. Fue un digno rival de ellos. Un Maquiavelo estadounidense, artífice del Estado democrático vigilante. Estuvo por encima de los poderes presidenciales y creyó que libraba una guerra que estaba en juego el mundo entero. Su mente estrecha (parangonaba homosexualidad con comunismo, es decir con traición a la patria) arruino miles de reputaciones y carreras profesionales, y cientos de vidas. Fue el paladín de la contrarrevolución. Pero también prestó algunos servicios a la causa progresista: entendió cabalmente la naturaleza perversa de la Alemania nazi y de la Rusia soviética y destruyó, a regañadientes, al Klu Klux Klan.

Mentir al FBI se paga con hasta cinco años de prisión. El Buró dejó de ser omnipotente recién en los setenta. Sus rencorosas guerras contra la CIA, el Departamento de Justicia y otras instancias de poder causaron más daños a Estados Unidos que la KGB y Bin Laden juntos. Sufrió devastadoras derrotas con el radicalismo universitario, el espionaje ruso y el extremismo islámico. Es un bastión de los católicos beatos, a pesar de lo cual agentes traidores cambiaron dinero o sexo por secretos de Estado. En cierta forma gobernó la Republica Dominicana durante veintidós años y tumbó a Richard Nixon. No puede compararse, de ninguna manera, con la Gestapo, pero querido lector recuerde siempre que es un error garrafal convertirse en enemigo del FBI.
Guillermo Belcore

Publicado en el Suplemento de Economía del diario La Prensa de este fin de semana, bajó el título: "¿Y qué si es ilegal?

Calificación: Muy bueno


PD: Especialmente perversa fue la guerra que el FBI libró contra Martin Luther King, si bien nada tuvo que ver con su asesinato. Hoover siempre consideró al movimiento en defensa de los derechos civiles de los afroamericanos como parte de la gran conspiración mundial comunista. Así de necio era. Por eso espiaba permanentemente al reverendo King, un héroe de nuestro tiempo aunque aficionado a la promiscuidad sexual (no tiene nada de malo). El FBI llegó a enviarle a la esposa de King grabaciones con las proezas íntimas de su marido con otras mujeres. ¡Cretinos, eso no se hace!

martes, 2 de octubre de 2012

Eric Hobsbawm (1917-2012)

El lunes pasado me han encargado preparar en el diario donde trabajo la necrológica de Eric Hobsbawm, el más ameno, influyente y celebrado de los historiadores marxistas. Usé material de agencia, de archivo y de mi memoria personal. Transcribí tambien algunas opiniones que se vertieron en la prensa extranjera, inglesa sobre todo, acaso la mejor del mundo. Me gustaría someter a discusión con los amigos de este blog dos conclusiones a las que he arribado sobre un pensador fundamental aunque polémico y desagradable en su pertinaz reinvindicación de la Unión Soviética (ninguno de sus libros, vaya paradoja, fue publicado allí). A saber:

* La tetralogía La era de... es su obra cumbre. Todo lo demás que le he leído, aunque también hermosamente escrito, no está a la altura de los cuatro tomitos de la editorial Crítica que atesoro con especial devoción aunque las páginas ya están ajadas por el uso, e incluso se desprendieron algunas. Coincido con el dictum de Neill Ferguson, otro gran historiador: ``la tetralogía de Hobsbawm es un gran punto de partida para cualquier persona que desee estudiar la historia moderna''.

Pero aquí la idea clave es punto de partida (como puede ser Eduardo Galeano para un adolescente curioso, salvando las descomunal distancia entre el inglés por adopción y el uruguayo). Me parece un error, para el lector realmente interesado en la Historia con mayúsculas, tomar como única referencia una perspectiva acerada que considera al mundo moderno como un continuo tiempo-espacio de las luchas obreras contra el capitalismo y nada más que eso. Eso es política no ciencias sociales. La fe indestructible en el materialismo dialéctico de Karl Marx me parece que ha limitado al ilustre Hobsbawm. Nietzsche decía, con justísima razón, que una convicción profunda es una tenaza que te agarra del cuello y no te permite pensar. Leí en alguna parte que nuestro héroe flaco, desgarbado y de enormes gafas ridiculizaba la interpretación de los grandes acontecimientos como episodios únicos y fascinantes por derecho propio. La tachó de "enfoque de anticuarios y archivistas''. Lo siento, yo me considero en todo sentido más aristotélico que platónico. Y en todo caso estoy convencido de que ciertas tendencias profundas, como la demografía, son tanto o más importantes que la lucha de clases.

* Hobsbawm fue venerado, con justa razón, por su capacidad para captar los detalles, su extraordinario poder de síntesis y por la profundidad de su conocimiento, pero no puede dejar de señalarse que persistió en la defensa del comunismo totalitario ``mucho después de que dejara de estar de moda o, de hecho, de ser defendible''.

El The Daily Telegraph recordaba que Hobsbawm llegó a otorgarle a Stalin el mérito del milagro económico de posguerra en Occidente. El comunismo soviético -escribió- "había proporcionado a su antagonista el incentivo (el temor) para reformarse''. Más aun. Al haber aplicado rabiosamente la planificación económica estatal "inspiró algunos de los procedimientos para la evolución del capitalismo''. En una entrevista por televisión, Hobsbawm llegó a preguntarse si por esos logros "la pérdida de quince o veinte millones de vidas no podría justificarse''. ­¡Qué canallada! Stalin (o Hitler) no puede justificarse de ninguna manera. ¿Es deseable la erudición sin valores?
Guillermo Belcore

lunes, 1 de octubre de 2012

Un día de éstos

Proyecto Diez Mil Cuentos


Argumento número veintinueve


Un día de éstos (1962)
Gabriel García Márquez
En Todos lo cuentos. Mondadori.

Don Aurelio Escovar, dentista sin título y buen madrugador, abrió su gabinete pobre a las seis. Después de las ocho, la voz destemplada de su hijo de once años lo sacó de una abstracción. El alcalde quiere que la saque una muela. Don Aurelio manda a decir que no está. La autoridad (militar) responde que si no le saca la muela le pega un tiro. El odontólogo le advierte al visitante, que trae ojos marchitos de noches de desesperación, que tiene que ser sin anestesia. Hay un absceso. Al alcalde se le llenaron los ojos de lágrimas y se aferró a las barras de la silla descargando toda la fuerza en los pies, pero no soltó ni un suspiro. “Aquí nos paga veinte muertes, teniente”, dijo Don Aurelio al concluir, con amarga ternura. Recomienda reposo y buches de agua de sal. “¿A quien le paso la cuenta, a usted o al municipio?”, pregunta. “Es la misma vaina”, contesta el alcalde.

PD: Este relato de tres páginas, altamente sugeridor, demuestra que El Gabo no es sólo realismo mágico. Me encantó el procedimiento oblicuo para denunciar la barbarie militar.