lunes, 27 de febrero de 2017

Muertos en la estepa

El éxito rutilante del policial raro obra hoy como una suerte de una poderosa invocación para los escribidores de todo el planeta. Quien acierte con la creación de un detective que atrape nuestra imaginación en ambientes éxoticos conseguirá que la fama y la fortuna lo besen en los labios. No se trata sólo de vender muchos libros y ganar prestigio. Los hacedores de series corren ansiosos a la caza de ideas frescas. Y por la televisión, como sabemos, circula el dinero de verdad. El periodista, abogado y emprendedor francés Patrick Manoukian (Ian Manook, es su seudónimo) ha sucumbido a la tentación de Creso. Atento a la circunstancia de cuanto más extravante el escenario, mejor; nos lleva a un país tan oculto como fascinante: Mongolia. Investiga el comisario Yeruldelgger Khaltar Guichyguinnkken. ¡Vaya nombrecito!

Muertos en la estepa (Salamandra, 477 páginas) no carece de ambición, eso hay que reconocérselo. Manook ha compuesto una recreación muy competente de una nación remota, atrapada entre dos potencias agresivas como si de un rompenueces se tratase. La sociedad, cultura e historia de Mongolia son fascinantes. Esa entidad platónica engendró un conquistador y asesino de inocentes sin parangones en la historia. Es probable que Genghis Khan, en efecto, haya sido más sanguinario que Hitler y Stalin combinados. En la novela se desliza un error de principiante: Manook le atribuye el sitio de Bagdad (1258) que habría causado, según el francés, un millón de muertos. En realidad, fue una proeza de Hulagu Jan, nieto de Gengis Khan.

Poco sabemos en Occidente de esa legendaria sociedad de guerreros. Acaso lo más parecido que hayamos visto es el Imperio KlingOn, sublime creación de la saga Star Trek. Manook concentró su atención en dos elementos de las cultura mongola: las espléndidas yurtas (carpas tradicionales usadas como viviendas por los nómadas) y la gastronomía. Uno se queda con ganas de probar el boodog, marmotas asadas con piedras gruesas y ardientes en su interior.

EL IRASCIBLE

El comisario Yeruldelgger es tenaz, irascible, violento, atribulado por la destrucción de su familia y porque así lo ordena el tópico. Dos casos espeluznantes caen en sus manazas de herrero. Tres chinos son asesinados y mutilados y horas después las prostitutas mongolas que les proporcionaban solaz. En segundo lugar, el detective encuentra en la ventosa estepa el cadáver de una niñita rubia con los huesos hechos polvo. No hay que ser un as para darse cuenta que los casos terminan convergiendo. La novela es un caldero burbujeando donde se cuecen una célula ultranacionalista y filonazi, policías corruptos, una magnate malo como un terremoto y rufianes bestiales. El telón de fondo es la irrupción de una modernidad que apisona costumbres ancestrales (¡ay!) y los afanes de las grandes potencias para apoderarse de las riquezas naturales de Mongolia.

Debe advertirse que si bien la ambición temática y costumbrista resulta admirable, la ejecución es bastante deficiente. Tres brujas asoman su feo rostro: cursilería, truculencia y pintoresquismo. Los diálogos son sosos; los giros, inverosímiles: una cocinera de campo, por ejemplo, razona en voz alta como una licenciada en psiquatría. La prosa es común y corriente. No obstante, encontramos algunas escenas memorables como la contienda entre el detective y una osa (!). La traducción es al gusto madrileño. Los capítulos cortos son exasperantes. Llegar al final de la novela, así las cosas, exige un gran esfuerzo de voluntad, como meterse entre las olas en Mar del Plata. Pero sólo es una opinión. Hay gente a la que le encanta bañarse con agua fría.
Guillermo Belcore

Calificación: Regular


jueves, 23 de febrero de 2017

La única desnudez

“No hay que tener miedo de hablar 
haciendo el amor, porque la voz 
que tenemos mientras amamos, 
es lo más secreto que hay en 
nosotros, y las palabras de las 
que somos capaces, la única 
desnudez total, escandalosa, 
final, de que disponemos…”

Alessandro Baricco, ‘La Esposa Joven

domingo, 19 de febrero de 2017

El gigante enterrado

La Edad Media, con sus maravillas reales e inventadas, atrae la imaginación de los mejores escritores. Baste recordar a Gore Vidal, Umberto Eco, Saldman Rushdie o Angélica Gorodischer. Ahora es Kazuo Ishiguro (Nagasaki 1954) quien tiene una aventura que narrar con caballeros decrépitos que esconden motivaciones sórdidas, guerreros implacables, monjes alevosos, ogros, duendes de los ríos, perros infernales y dragones. El gigante enterrado (Anagrama, 364 páginas) nos convoca.

Viajamos al siglo VI o VII. Los sajones han invadido lo que hay llamamos Inglaterra. Entre los intrusos paganos y los britanos cristianizados cunde un odio más profundo que las simas marinas. Se perpetraron espantosos crímenes de guerra. En una época en la que florecían civilizaciones esplendorosas en muchas partes del mundo, la desolada isla estaba un poquito más acá de la Edad de Hierro. Axl y Beatriz, una pareja de ancianos, deciden fugarse de la madriguera comunal en la que viven. Buscarán a su hijo en un aldea remota, pero la memoria los traiciona, como a casi todos. El aliento de un dragón hembra llamado Querig envenena el aire, causando una niebla que sustrae los recuerdos tanto los felices como los sombríos. El amoroso matrimonio une sus destinos al de Wistan, un formidable guerrero sajón, y al de Sir Gaiwan, el envejecido y honorable sobrino del rey Arturo. Los peligros -humanos, animales y sobrenaturales- les salen al paso.

Ishiguro insinúa más de lo que muestra, procedimiento no muy recomendable cuando de literatura fantástica se trata. Los consumidores bulímicos de literatura de género ansiamos que las páginas desborden de sucesos y las escenas sean memorables. Es un error de los remilgados creer que el efectismo siempre resulta perjudicial.
 
Si el texto no relumbra como literatura de aventuras, como fábula es perfecta. A menudo, resulta mejor olvidar viejos agravios para permitir que las heridas sanen, quiere decirnos el muy británico Ishiguro. Quizás sea verdad, a veces, a nivel individual, pero la amnesia colectiva suele conducir al suicidio. Nada aprenderíamos de la Historia; incurriríamos en los mismos errores. ¿Qué clase de realpolitk justifica olvidar los crímenes de los nazis? ¿Puede haber una paz duradera sin justicia?

Algo hay que decir sobre el estilo. La prosa de Ishiguro es como un traje de Savile Row. Elegante, clásica, sobria, un pizca aburrida. Hay un juego interesante: los diálogos son ceremoniosos, solemnes, educadísimos. Hay expresiones aisladas con un dejo de Shakespeare; otras, de Borges, pero la clave de la escritura es un rasgo primordial de la literatura inglesa no isabelina: el understatement. La delicadeza del lenguaje, sin duda, es lo mejor del libro. Es un bálsamo para el lector en la Edad de los Guarangos
.
Guillermo Belcore
Publicado en el suplemento de Cultura del diario La Prensa

Calificación: regular 

PD: Aquí hay una buena crítica: http://revistaotraparte.com/semanal/otras-literaturas/el-gigante-enterrado/ 

domingo, 12 de febrero de 2017

Alejandro Magno

Paul Cartledge
Ariel, 397 páginas. Ensayo de historia. Edición 2007

No ha habido nadie como él. Terribles fueron sus crímenes,
pero si quieren vilipendiar a aquel magno monarca,
piensen en lo insignificantes, anónimos y sosos con son ustedes,
lo humilde que son sus obras y lo ínfimo de sus méritos.

Robert Lowell

Hay personajes de la Historia a los que volvemos una y otra vez. Atraen la atención tanto del erudito como del hombre de la calle. Inspiran toneladas de ficción barata, algunas biografías magníficas (aquí le hablaremos de una), filmes taquilleros que no temen al ridículo, leyendas perdurables. Alejandro Magno es uno de estos semidioses. Pasaron más de dos milenios desde que conquistó la mitad de Asia y -como hace notar el profesor Paul Cartledge- los pescadores griegos sigue encomendándose a él, los iraníes siguen tildándolo de ladrón y los fieles de la Iglesia copta de Egipto siguen rindiéndole culto propio de santo. Por cierto, aparece en la literatura de unos ochenta países.

Alejandro de Macedón (nombre que designa al Estado o reino que heredó) no es una presa fácil para el historiador. Ha realizado hazañas sin parangón, pero carecemos de testimonios fiables sobre su personalidad y sus actos. Ninguna de sus palabras se ha conservado tal cual. Los materiales con que contamos tienen, sobre todo, forma textual y consisten sobre todo en relatos literarios de los hechos de Alejandro elaborados muchos después de su muerte. Se ha dicho, con propiedad, que la búsqueda del personaje histórico es, en cierto sentido, análoga a la del Jesucristo histórico. Así de difícil.

No obstante ello, tras la lectura de este ensayo fascinante entregado a la imprenta en 2004 se puede concluir que Cartledge (formado en Oxford, autor de varios libros sobre la antigüedad clásica, profesor de Historia Griega en Cambridge) ha logrado salir airoso del laberinto. Para usar sus propias palabras, ha logrado hacerle justicia a los extraordinarios logros alejandrinos, sin caer en el ditirambo y respetando los límites de los testimonios disponibles y el oficio del historiador. Juega limpio. Dicho de otro modo, es éste un libro muy recomendable para el interesado en el tema.

El libro nunca aburre; la prosa elegante del historiador es un bálsamo.
El material se organiza tanto de manera temática como cronológica, se dedica la misma amorosa atención al flujo de acontecimientos y a las cuestiones palpitantes de la época, como a los conceptos y a la psiquis del protagonista. Hay un apéndice sobre las fuentes documentales, un índice de personajes, un glosario, mapas, imágenes, planos de las cinco batallas que rehicieron el mundo antiguo (Gránico, Iso, Tiro, Gaugamela, Hidaspes). Por cierto, el héroe macedonio demostró, para siempre, que la concentración de fuerzas en el punto decisivo, la movilidad a la hora de atacar, la moral de los combatientes resulta a la postre más importante que la mera superioridad numérica.

Iskánder (en persa) murió en el 323 antes de Cristo poco antes de cumplir los treinta y tres años, y tras poco más de doce y medio de reinado. En ese corto lapso, destruyó el Imperio Aqueménida, algo así como el Estados Unidos de nuestra era. Quiso ser un Aquiles, un Heracles. Fue un pragmatista con inclinación a la crueldad y también un entusiasta tendiente al romanticismo. Quiso ser adorado como un Dios, crear una nueva elite macedonia-persa, que le sea absolutamente fiel para gobernar un imperio ecuménico que se extendería desde el Danubio hasta el Indo. En el proceso se convirtió en un asesino de inocentes, en uno de los peores.

Cartledge llega, de todos modos, a una conclusión sobre el legado alejandrino que obliga a cavilar al lector creyente: la mitad oriental del poderoso Imperio Romano se asentó sobre el Oriente Próximo helenizado que Alejandro arrebató a los persas. En esa tierra caliente nació, prosperó y se difundió el cristianismo, antes de hacerse universal. Puede que el desaforado y por demás supersticioso conquistador haya cumplido un papel esencial en el Plan de Dios.
Guillermo Belcore

Calificación: Muy bueno