domingo, 28 de mayo de 2017

Crímenes duplicados

M. Hjorth y H. Rosenfeldt

Planeta. 619 páginas


Alguna vez, Jorge Luis Borges reflexionó sobre el extraño y vano destino de Escandinavia. Llegó a la conclusión de que desde las tropelías de los vikingos por media Europa o la llegada a Norteamérica de Leif Eiriksson cuatro siglos antes de Colón, hasta la invención de la novela en Islandia o la irrupción en Rusia de Carlos XII, las dilatadas empresas de las gentes nórdicas fueron individuales y surcaron como un cometa fugaz por la memoria de la Humanidad. "Para la historia universal, las guerras y los libros escandinavos son como si no hubieran sido, todo queda aislado y sin rastro, como si pasara en un sueño o en esas bolas de cristal que miran los videntes", estableció en la revista Sur nuestro mejor literato. 

Puede que con la novela negra escandinava ocurra lo mismo. Pasará, acaso, sin dejar huella ni abrir nuevos senderos en la jungla editorial y sólo los especialistas del futuro acudirán al subgénero. Es probable que esta burbuja que se infló a principios del siglo XXI -gracias a la divulgación global de notables narradores como Henning Mankell- ya haya reventado. Resulta inevitable pensar esto después de leer el segundo tomo de la Saga Bergman de Michael Hjorth & Hans Rosenfeldt, los creadores de la exitosa miniserie The bridge.

Crímenes duplicados es mejor que la primera entrega, lo cual no significa que la novela sea buena. Es casi buena, en realidad. Sus autores son guionistas televisivos, por lo que manejan bastante bien la intriga, los giros imprevistos, las conexiones entre los personajes, pero nada más. El texto carece de virtudes literarias, no hay profundidad psicológica, ni belleza en la expresión, ni recursos retóricos; la prosa es plana como el encefalograma de un muerto. Sobran capítulos o están mal cortados. La crítica social brilla por su ausencia (una traición al género). El libro termina aburriendo, con ese afán ridículo por querer explicarlo todo y sus redundancias. Como se dijo, uno termina conjeturando que la novela negra escandinava es ya una fórmula gastada.

Queda la historia. Los autores quieren enseñarnos algo sobre los imitadores de los asesinos en serie. En efecto, aparecen en Estocolmo cadáveres de mujeres con el cuello prácticamente seccionado (como cuando abrimos una lata de conservas y dejamos un pequeño trozo sin cortar para poder doblar la tapa hacia atrás) y los mismos rituales en la escena del crimen que dejaba el reo Edward Hinde, encarcelado desde la década del noventa. Investiga la Unidad de Homicidios, el equipo especial de Torkel Hölgrund, pero el héroe se llama Sebastian Bergman, un psicólogo con mañas, un canalla egoísta, bah, que usa el cuerpo de las señoras para calmar, por un rato, su angustia existencial. El desagradable doctor se convirtió en una pieza clave para atrapar a Hinde, por lo que se suma a la cacería. Es el padre de una detective de la task force de Hölgrund pero ella no lo sabe. Hay un núcleo incandescente allí. Bergman defecciona, demuestra en su segunda aparición que en el fondo es un tierno. La maldita corrección política y social, otro punto flojo del libro.
Guillermo Belcore

Calificación: Regular

martes, 16 de mayo de 2017

Dios lo bendiga, señor Rosewater

El único mandamiento que conozco es éste: Sé bondadoso.
K.V.

Sacrificar la trama en beneficio de un manojo de ideas es un procedimiento gastado como la literatura misma. Esa urgencia por transmitir un mensaje ha producido obras de calidad muy desigual. Las novelas comprometidas de Paulo Coelho y José Pablo Feinmann merecen, en promedio, un aplazo; las de John Berger, un aprobado; las de Kurt Vonnegut (1922-2007), un sobresaliente. Es que las ideas del sabio de Indiana son persuasivas y elegantes y vienen servidas con una saludable pizca de humor.

La Bestia Equilatera trajo a la Argentina Dios lo bendiga señor Rosewater (198 páginas), otro espléndido sermón de Vonnegut, el sexto que el sello local ha publicado durante este siglo. Fue entregado a la imprenta por primera vez en 1965, pero pudo haber sido escrito ayer por la mañana. La plutocracia estadounidense sigue siendo lo que es (el dinero manda, amigos) y la estupidez del ser humano no ha retrocedido ni siquiera un milímetro. Pobre iluso, era nuestro héroe. Como los iluministas, creía que si denunciaba a voz de cuello las miserias de su sociedad la situación iba a cambiar.

Tenemos aquí pues otra magnífica sátira de lo que el autor define como "el salvaje, estúpido, inepto y huraño sistema clasista de Estados Unidos". La voz irreverente relata las peripecias de Elliot R., heredero de una gran fortuna que se subleva (como el mismo Vonnegut) y tuerce los designios de la Fundación benéfica y cultural que había creado su familia para protegerse de los zarpazos de los recaudadores de impuestos y de otros depredadores que no se apellidaran Rosewater.

Veterano de guerra aficionado al alcohol, Elliot es más que un filántropo excéntrico, es un buen samaritano profesional. Apadrina a los cuerpos de bomberos voluntarios, alimenta a los hambrientos, y consuela a los afligidos. Vive casi en la miseria. Dedica su energía sexual a la utopía. Un abogado sin escrúpulos (parece casi una redundancia) intenta hacer pasar por loco a Elliot para arrebatarle media fortuna. Su padre, el senador Rosewater -quintaesencia de la clase dirigente estadounidense-, se empeña en evitarlo.

RICA EN CONCEPTOS

Muchas estrellas de la galaxia K.V. titilan en la novela, tan avara en páginas como rica en conceptos. Aparece en escena Kilgore Trout, escritor de ciencia ficción inventado por Vonnegut. Y es nada menos el personaje fugaz que enuncia el tema principal, cuestión clave de nuestro tiempo por culpa de la sofisticación de las maquinas: ¿Cómo rescatar al creciente número de personas que no tienen utilidad social?. "Con el tiempo, casi todos los hombres y mujeres perderán valor como productores de bienes, alimentos, servicios y más máquinas, como fuentes de ideas prácticas en los campos de la economía, la ingeniería y tal vez la medicina. Por lo tanto, si no encontramos razones y métodos para valorar a los seres humanos por el hecho de ser seres humanos, bien podríamos, como a menudo se ha sugerido, liquidarlos", plantea Trout en los albores de la era de las desindustrialización.

Su demiurgo acuña un nuevo término para denunciar una enfermedad que sufre, seguramente, el noventa y nueve por ciento de la humanidad. Ese vocablo es samaritrofia. Designa la indiferencia histérica por la suerte de los menos afortunados. Ingenioso, ¿no?

Al pasar, el literato evoca la experiencia más espantosa que sufrió en su juventud, cuando era prisionero de guerra de los nazis: el huracán de fuego que los aliados desataron sobre Dresde en 1945 (y que motivo una de sus más celebradas novelas). Ha empotrado en la trama, además, decenas de microhistorias, tan sugestivas como encantadoras. Hay un catálogo apabullante de la ruindad de las personas mediocres. Hay diálogos ingeniosos, sentencias que merecen ser acuñadas en piedra y potencia dramática. Hay también exageraciones, acaso el único punto flojo del texto. El moralista sostiene que la vida en Nueva York es una farsa superficial y ridícula y que sólo una de cada siete personas prosperan en el sistema de libre empresa. Un socialista utópico, sin duda. Un romántico amargado, incluso. Creía que el arte le ha fallado a la humanidad.

Vonnegut estudió bioquímica y obtuvo un master en Antropología por la Universidad de Chicago. Luchó toda su vida contra la depresión y en 1984 intentó suicidarse. En un ensayo publicado por esos años, se animó a puntuar sus novelas. 'Dios lo bendiga señor Rosewater' recibió una 'A' junto a 'Pájaro de celda', 'Madre Noche' y 'Las sirenas de Titán'.

Guillermo Belcore

Calificación: Bueno

lunes, 8 de mayo de 2017

Las sombras de Quirke

Por John Banville

Alfaguara. Novela policial, 304 páginas. Edición 2017

El retiro de Quirke en el desierto ha terminado. El patólogo vuelve al trabajo, atraído por el asesinato de un funcionario prometedor. Lo que queda del cadáver de Sam Corless, el hijo del veterano luchador trotskista, había sido encontrado en un auto carbonizado que se estrelló contra un árbol en Phoenix Park. Un golpe en el cráneo, justo sobre la oreja izquierda, delata el homicidio. Mataron al chico y simularon un accidente. Quirke, ese oso bueno aficionado a los alcoholes y atormentado por el pasado, sale en busca de los culpables. Su verdadero oficio es la curiosidad y la resolución de entuertos. Sir Galahad contra los dragones. Su escudero es el buen inspector Hackett. Estamos a fines de los cincuenta, en Dublin, ciudad mezquina y mendaz, un pueblo grande donde todos se conocen.
La séptima entrega de los casos del forense Quirke posiblemente no sea la mejor. Tampoco, la peor. John Banville (Wexford, Irlanda, 1945) ha forjado, de cualquier manera, otra sublime pieza de estilo, no sin fulgor poético como sus hermanas mayores. Se ha dicho que Banville -Benjamin Black es el seudónimo que eligió para probar suerte en la novela negra- es la mejor pluma de la anglósfera. Acuña párrafos perfectos y frases reveladoras con una ductilidad asombrosa. Los retratos son magníficos; el manejo de la escena, formidable. La prosa es un objeto precioso, un reloj suizo, una escultura de cristal, una daga de empuñadura enjoyada, algo frío y bello en todo caso. Sí, es muy probable que Banville sea el mejor estilista del idioma inglés. ¿Cómo decirlo sin ofender? Sólo los esnob y los críticos con una sensibilidad defectuosa no alcanzan a apreciarlo.

En Las sombras de Quirke el doctor se enamora de una psicóloga y lucha para superar el torpor que le provoca una mente con demasiados agujeros. Se queda observando su vaso de whisky con el aspecto de un hombre al borde de un acantilado que intenta calcular cuán larga será la caída. Además de resolver el crimen, ayuda a su hija Phoebe a salvar a una muchacha que ofendió las creencias tradicionales de una nación tenaz pero controlada por la Iglesia Católica (las casas son transparentes, por así decirlo) y sus representantes, como los caballeros de Saint Patrick. Son un hatajo de hipócritas que creen que tienen instrucciones directas del santo Dios. La Irlanda de seis décadas atrás parece una de esas distopías grises y sin escapatorias que los literatos de ciencia ficción suelen pergeñar.

El thriller no da nada por supuesto. Es decir, no hace falta leer las seis entregas anteriores para entender a Quirke. Pero, naturalmente, la constancia ayuda. Y gratifica. La irrupción de Banville en el género policial es una de las maravillas de nuestro tiempo.

Guillermo Belcore

Calificación: Bueno

martes, 2 de mayo de 2017

El candelabro de plata y otros cuentos

Abelardo Castillo­

Editorial Alfaguara. Cuentos, 166 páginas, edición 2007.
En un prefacio escrito hace una década, Abelardo Castillo (1935-2017) estableció lo siguiente: “Algo esencialmente argentino exige ser expresado en cuento, el género más estricto y lacónico; género que cuando se lo mira de cerca, aparece muy emparentado con otras dos de nuestras formas expresivas esenciales: la mejor poesía del tango y el teatro breve, en cuyos orígenes están el sainete y el grotesco”. 
La sentencia proviene de quien, acaso, puede definirse como el último gran cuentista nacional. Esta antología, avara en páginas, es una aproximación perfecta para conocerlo.
 
Castillo, quintaesencia del espíritu de los sesenta, ha cultivado la novela, el teatro, el ensayo y la polémica, pero conviene buscarlo en el relato breve. Algunos de sus textos son ya considerados clásicos del género. Es el caso de La madre de Ernesto, Hernán, El marica o El candelabro de plata. Los cuatro están incluidos en este volumen, en los cuatro hay cosas que causan repulsión, canalladas brutales, lamparones de crueldad, poderosos que nacieron para dañar a otros. 
La reescritura de autores canónicos -tan descarada como eficaz- es otro rasgo que define a Castillo. Triste le ville narra en borgeano tardío la pesadilla de un fulano que sin querer se mete en la muerte de otro. Historia para un tal Gaido también toma de las solapas a Borges, pero su delicioso y sorprendente final puede que sea cortazariano. Se percibe, asimismo, un regusto a Poe, Arlt, Walsh, Jack London y Quiroga, como sabiamente observa el prólogo y el análisis final de la obra.
 
La recopilación incluye en total trece cuentos. Resulta casi impúdico elogiarlos como la mayoría de ellos merece. Agreguemos como referencia que ante gemas como El asesino intachable uno no puede hacer otra cosa que abandonarse al puro goce de la lectura.­
Guillermo Belcore
Calificación: Muy bueno