miércoles, 29 de abril de 2015

Picketty, el azote de la creciente desigualdad (II)

POR GUILLERMO BELCORE

Como las olas borrascosas en la playa, hay ciertas ideas que siempre retornan con fuerza. La utilidad social es una de ellas. Durante y después de la Revolución Francesa, las propiedades de la Iglesia fueron declaradas “nulas de utilidad social” y confiscadas. El concepto quiere retornar en el vertiginoso siglo XXI. ¿Qué interés, provecho o fruto obtiene la comunidad de los supersueldos que pagan las multinacionales a los CEO, de las rentas improductivas de los magnates, de la escandalosa elusión (o evasión lisa y llana) fiscal de esos individuos ricos como países enteros?, se pregunta el economista más comentado (mas no leído, ¡ay!) desde el año pasado. La desigualdad social es una amenaza para la democracia liberal. Roe uno de sus pilares: la meritocracia. El heredero de una gran fortuna no es otra cosa que un parásito. Elevados impuestos -a nivel global para que nadie se salga con la suya fugando fondos al extranjero- es el antídoto según el francés Thomas Piketty.

El capital en el siglo XXI (Fondo de Cultura Económica, 663 páginas) acaba de desembarcar en las librerías argentinas. Un intenso debate había generado el año pasado en el Primer Mundo; en Argentina sólo han desenvainado la espada para defenderlo los economistas ‘K‘, es especial desde que fue recibido por Axel Kicillof y Cristina Kirchner. Si cada obra debiera ser juzgada por la ambición de su autor (variable muy relevante, por cierto), Piketty merecería el Premio Nobel. Este profesor de la Ecole d’Economie de París de 44 años ha buscado ser el Lord Keynes contemporáneo; es decir el economista más influyente de su era. El artículo que usted está leyendo expondrá las ideas primordiales del jacobino Piketty que -como Rousseau en el siglo XVIII- pregona que la propiedad privada puede y debe ser limitada por razones de utilidad social.

LA MISION DE UN HOMBRE

Como científico social, se ha impuesto Piketty una misión en la vida: reubicar el tema de la distribución de la riqueza en el centro del análisis económico y de que salté allí al corazón del debate político (no se hace muchas ilusiones al respecto, ya volveremos sobre el punto). Como Keynes, puede que -acaso secretamente- este neomarxista pretende reformar al capitalismo para salvarlo de sí mismo. En tres cuartas partes de su ardua y minuciosa obra maestra, analiza la evolución en la distribución de la riqueza y de la estructura de las desigualdades desde el siglo XVIII. En el último tramo intenta sacar conclusiones sobre el porvenir.

Piketty define nociones, quiere ayudar a comprender los procesos históricos en juego, describe principios fundamentales del capitalismo, desarrolla la evolución de la relación capital/ingreso, explica las leyes generales que rigen en promedio las dinámicas patrimoniales. Presenta evidencia empírica y aporta digresiones valiosas, como la medición económica de la esclavitud en el sur de Estados Unidos, la explicación de por qué el estatismo es popular en Francia o la refutación del vaticinio de que los chinos llegarán a poseer al mundo. Navegando entre tres siglos de estadísticas arriba a una conclusión escandalosa: “los grandes capitales privados, a pesar del colapso de 2007-2008, gozan hoy de una prosperidad no vista desde 1913". Algo hay que hacer para remediarlo, machaca. Porque si bien el trabajo empresarial es una fuerza absolutamente indispensable para el desarrollo económico, “el capital sin trabas es enemigo del mérito y por ende de la democracia“. El hombre de negocios termina transformándose en rentista.
Las ideas económicas del libro pueden resumirse pues en siete puntos:



1 - La tasa de rendimiento del capital supera de modo constante la tasa de crecimiento de la producción y del ingreso. Esta es la contradicción fundamental del capitalismo y la noción más ardua de aprehender porque deviene de una fórmula matemática (el desequilibrio r > g). "Si uno analiza el período desde 1700 hasta 2012 se ve que la producción anual creció a un promedio de un 1,6%. En cambio el rendimiento del capital ha sido del 4 al 5%", indicó Piketty a The New York Times.

2 - No hay ninguna razón para creer en el carácter autoequilibrado del crecimiento económico. Sólo la acción estatal modera la desigualdad.

3 - La desigualdad es mucho más doméstica que internacional, enfrenta más a los ricos y a los pobres en el seno de cada país que a los países entre sí.

4. - Las leyes de la economía de mercado y la estructura del crecimiento moderno conducen en forma natural a una mayor desigualdad social y a la inestabilidad política.

5 - La desigualdad no se resuelve con mercados cada vez más libres y eficientes.

6 - Las fortunas tan desmesuradamente desiguales (el famoso uno por ciento) tienen poco que ver con el espíritu empresarial y carecen de utilidad social.

7 - La institución ideal que permitiría evitar una espiral de desigualdad sin fin y retomar el control de la dinámica en curso sería un impuesto mundial y progresivo sobre el capital. Tributos del 80 al 90% para las rentas más altas y alicuotas de hasta el 10% sobre el patrimonio. Pero en lugar de ello -pronostica Piketty- cuando las papas quemen de nuevo la humanidad probablemente optará por alguna forma de repliegue nacionalista agresivo.


ENTRE MARX Y ADENAUER

Se ha llamado a Piketty el “Marx de nuestra era”, una exageración sin duda, pero el buen profesor no deja de reconocer su inspiración marxista, en el sentido de que basa su trabajo en el análisis de las contradicciones lógicas internas del sistema capitalista. Y en el hecho de que considera las ideas como un mero subproducto de las condiciones materiales, sean estas demográficas o económicas. Además reivindica la vigencia del principio marxista de acumulación infinita del capital. Una vuelta de tuerca previsible tres décadas después del desplome del Muro de Berlín y a pocos años de la peor crisis en el Primer Mundo desde la Gran Depresión. No obstante, el modelo político y económico que se recomienda aquí -como al pasar- no es el de Lenin o Gorbachev, sino el capitalismo renano (¿Recuerdan a Michel Albert?) de Adenauer y Merkel con su propiedad social de la empresa, con sus representantes obreros en la mesa de directorio. Hay varios capitalismos posibles, se nos avisa, además del modelo de matriz anglosajona, descalificado como ‘neoliberal‘, aquel que exhibe sus plumas doradas todos los eneros en el Foro de Davos y potencia la desigualdad.

Piketty, (como Axel Kicillof) quiere hacer economía política. Quiere enseñarle al mundo una lección elemental: la principal fuerza desestabilizadora del planeta no es el calentamiento global, los desastres naturales o los alienígenas, sino el hecho histórico de que la tasa de rendimiento privado del capital “r” puede ser significativa y duraderamente más alta que la tasa de crecimiento del ingreso y la producción “g”.

La divergencia oligárquica debería ser, entonces, el enemigo de todos nosotros, la clase media, es decir de ese “conjunto de personas que se las arreglan bastante mejor que la masa del pueblo aunque permanezcan muy lejos de las verdaderas élites”. Piketty predica con un afán tan convincente como patético por momentos. Es un mensaje muy atractivo, como la religión. El dinero y la codicia son sus grandes adversarios. Puede, incluso, que los hechos estén de su parte. Quien esto escribe acaba de leer que la diferencia en remuneración entre un trabajador promedio y un alto directivo estaba alrededor de 30 a 1 en 1970 en el Primer Mundo. Hoy en día se halla fácilmente sobre los 300 a  1 y en el caso de las empresas de comida rápida, sobre los 1.200 a 1.
Publicado en el Suplemento de Economìa del diario La Prensa.

sábado, 25 de abril de 2015

Hombre sin mujeres

Haruki Murakami

267 páginas. Cuentos. Tusquets. Edición 2015


Una mañana al despertar, un monstruoso insecto descubre que se ha convertido en Gregorio Samsa. En una Praga devastada por un ejército extranjero, el muchacho aprende, paso a paso, a andar en dos patas, a soportar un cuerpo horrible y desprotegido, a comer lo que un humano come, a usar ropa. Gregorio termina enamorándose de una cerrajera jorobadita que hace raras contorsiones.

El párrafo anterior reproduce el argumento de, acaso, el único cuento recomendable del más reciente libro de Haruki Murakami (Kioto, 1949). Sí gente, lamentablemente, Hombre sin mujeres es otro libro fallido de uno de los mejores narradores contemporáneos. Después de la monumental 1Q84, parece que el toque mágico de Murakami se mantiene en estado catatónico.

Puede pensarse que el volumen de cuentos ha sido manufacturado exclusivamente para consumo del hierático público japonés. Con la excepción de ‘Samsa enamorado’, las historias, de seguro, le sonarán al lector argentino -al latino en general- como tempestades en un tubo de ensayo. Resulta inverosímil, por ejemplo, suponer que un exitoso cirujano plástico, soltero empedernido y gran seductor con una filosofía de vida sin fisuras, se deje morir de hambre (literalmente) porque una chica casada lo abandona.

Además de conductas estrafalarias, el libro de cuentos incluye una galería doliente de hombres traicionados, dominados y resentidos que sueltan frases lapidarias con demasiada frecuencia y llegan a colegir, como el doctor Tokai, “que las mujeres nacen con una suerte de órgano independiente especialmente diseñado para mentir”. Murakami adora las carreras largas, incluso publicó un libro sobre el arte de correr una maratón. Ha escrito extensas novelas memorables. ¿Por qué entonces degrada su reputación con estos textos cortos y anodinos, propios de alguien sin imaginación?
Guillermo Belcore
Publicado en el Suplemento de Cultura del diario La Prensa.

Calificación: regular

PD: Cuestión de gustos. A El País de Madrid este volúmen le recuerda que Murakami es un gran escritor. Pincha aquí: http://cultura.elpais.com/cultura/2015/03/03/babelia/1425398965_783247.html

jueves, 23 de abril de 2015

El cuento que Vonnegut empezó a escribir pero no pudo concluir

Proyecto Diez Mil Cuentos

Argumento número treinta y tres

Kurt añora a sus padres muertos, en especial a su papá. Confía en reencontrarlos en el Cielo para ser buen amigo de ellos. Los halló, pero no como esperaba. En el Paraíso la gente puede elegir la edad que quiera, siempre que la haya experimentado en la Tierra. El padre de Kurt decidió tener sólo nueve años. A esa edad parecía un lémur, todo ojos y manos; era un niño raro, insoportable para muchos mayores; a los abusones les gusta atormentarlo, incluso en el Cielo; suelen arrojarlo por la boca del infierno. El alma de Kurt eligió tener cuarenta y cuatro años y la irritación con su padre se transforma en bochorno y furia. Fue a quejarse a su madre, pero ella alega que no sabe nada sobre ambos pues prefirió tener dieciséis años y a esa edad en la Tierra aún no los conocía. Así que a Kurt, exasperado, sólo le queda aguantar a su padre y gritarle: “¡Háceme el favor de crecer, papá!”.

Encuentro este hermoso argumento en el prólogo de Pájaro de celda, soberbia obra de Kurt Vonnegut que La bestia equilatera acaba de reimprimir. La comentaré en breve. La introducción es -como suele ocurrir con Vonnegut- tan sabrosa como la novela misma. El escritor estadounidense explica que una vez trató de escribir un cuento sobre el reencuentro entre su padre y él en el Cielo. Terminó el borrador inicial, pero no pudo concluirlo. El desenlace era perverso, “como suele ocurrir con los relatos sobre gente real que hemos conocido”. ¡Qué lástima! Hubiera sido un gran cuento.

miércoles, 15 de abril de 2015

Mason y Dixon


Thomas Pynchon

Tusquets. Novela, 953 páginas. Edición 2012

Por alguna razón, Thomas Pynchon adora las vísperas. Contraluz, su obra maestra, transcurre en las vísperas de la I Guerra Mundial. Al límite, su novela más reciente, explora la alborada del 11-S. Mason y Dixon, pretexto de estas líneas apologéticas, nos transporta en carroza alada a los años previos a la Revolución estadounidense, es decir a fines del siglo XVIII. ¿De dónde proviene esa pasión? Voy a arriesgar una hipótesis. Pynchon es un artista que desea entender primero y trasmitir después el origen de las ideas; gusta de narrar pues cómo son empolladas, rompen el cascarón y obtienen el alimento necesario para su subsistencia esos conceptos abstractos que definen una época. Porque Pynchon es, por encima cualquier otra calificación, una glorioso escritor de ideas. Esa es su naturaleza primordial.

Entregada a la imprenta en 1997, Mason y Dixon es ejemplo cabal de lo que aquí definimos como novela oceánica. Piénsese en Joyce, Lezama Lima, Guimaraes Rosa. Piénsese en una catedral del lenguaje que aspira a encerrar en su seno todo lo existente en una era determinada, una era de cambios acelerados e identidad inestable. Y cuando digo ’todo’, me refiero tanto a lo materialmente existente como a aquello que perturba la mente de los hombres, caso las ideologías, las leyendas urbanas o rurales e incluso las teorías de la conspiración (¿Sabían que Pynchon, el eremita mas famoso de la literatura, es un paranoico?). También en esta novela exuberante se produce una suerte de encuentro metafísico entre la ciencia moderna y los mitos antiguos.

Una aclaración es menester en cuanto al estilo: el protorrealismo pynchoniano es farsesco, cómico por momentos (‘postmoderno’ se lo ha llamado a falta de una mejor definición); pero resulta profundo siempre, pues se coloca, de manera sistemática, del lado del oprimido, la clase trabajadora, los indígenas, la conservación del medio ambiente. “Si un marinero puede acabar con un matón por una moneda de seis peniques, entonces,  ¿que maldad desproporcionada,  incluso una guerra global, implica la salvaguarda de fortunas de millones de libras?”, nos alecciona por ejemplo.

Viejo y nuevo mundo

En casi mil páginas densas, se narran las peripecias de otra pareja inolvidable del universo literario: el agrimensor Jeremiah Dixon y Charles Mason, astrónomo real. La corona les encarga trazar los limites entre las colonias de Pensylvannia y Maryland, una demarcación famosa pues décadas después se estableció cómo límite norte de la esclavitud,  esa institución peculiar (aberrante) del Estados Unidos primigenio. ¡Qué tipo este Pynchon! Juega a explicar la Guerra de Secesión con el feng shui. Responsabiliza de manera oblicua a la línea Mason-Dixon. Es que los límites deben ser naturales, como una cadena montañosa o un río. Trazar una línea recta sobre la Tierra es infligir una herida de espada en la propia carne del dragón que mora en las profundidades, causarle una cicatriz larga y perfecta. ¿Cómo el dragón no va a reaccionar causando calamidades?

Hasta la página trescientos cincuenta y dos, los dos topógrafos no habían llegado a América. La novela se demora gozosamente. En la primera parte del libro, viajamos a Inglaterra, asistimos a un combate naval con toda la regla, acompañamos a nuestros héroes a Ciudad del Cabo para observar las fases de Venus, y a la isla de Santa Elena. Lo real maravilloso y el realismo mágico dicen presente, mediante un ardid. El que narra la historia, al calor de una lumbre y delante de un auditorio de familiares, es el reverendo Wicks Cherrycock algunos años después del paso de Mason y Dixon por América. Las exageraciones, por tanto, están permitidas. La trama va y viene en el tiempo.

Dijimos que todo lo real o imaginado tienen cabida en las novelas de Pynchon, quien, como Borges, pertenece a la estirpe sublime de los literatos de gigantesca erudición y a los que motiva una insaciable curiosidad intelectual (lo mismo exigen de sus lectores, por cierto). Sin por un lado aparece la intensa rivalidad de Gran Bretaña y Francia, el temor del mundo anglosajón a los jesuitas y a las intrigas papistas, los Evangelios de la Razón y los Hijos de la Libertad, también hay espacio para los oráculos (un perro que habla, por ejemplo), los colosos del pasado prehistórico, la oquedad de la tierra, la castorantropía (un colono que se transforma en noches de luna llena en castor), los autómatas que se independizan de sus creador, como la pata mecánica (a lo Aira) que acompaña al Nuevo Mundo a un chef francés. Estamos ante una escritura que persigue lo asombroso. Hay decenas de personajes estrafalarios, incluso con encarnadura histórica como George Washington y Benjamin Franklin. Hay un montón de subhistorias, tanto divertidas como tediosas. Hay párrafos magníficos; y memorables piezas de oratoria.

Quien esto escribe pertenece a una cofradía mínima y excéntrica: los admiradores a rabiar de Thomas Pynchon. Pero no me animaría a recomendarlo a todo el mundo. Es que no es para todos. Si por un lado exige lectores creativos y cultos, por el otro -pienso- está contraindicado para los desdeñosos de la Historia, los amantes de las historias realistas, los que creen que la mejor especie literaria es la nouvelle porque no demanda mucho esfuerzo. Pynchon, cuyo genio sin parangón pide a gritos el Premio Nobel, demanda mucho tiempo y energías. Pero las recompensas son insuperables. Se llama Alta Literatura.
Guillermo Belcore

Calificación: Excelente

domingo, 12 de abril de 2015

El capital en el siglo XXI

Thomas Piketty
Fondo de Cultura Económica. Ensayo de economía, 663 páginas.

Si cada obra debiera ser juzgada por la ambición de su autor (variable muy relevante, por cierto), El capital en el siglo XXI merecería el Premio Nobel, aunque no se aún si de Economía o de Literatura. Thomas Piketty, catedrático de la Ecole d’Economie de París, aspira a ser el Lord Keynes contemporáneo; es decir el economista más influyente de su era. Atención mediática y profesional ya ha conseguido, a raudales. En todo el mundo se comenta (incluso sin haberlo leído) este libro monumental que acaba de llegar a la Argentina.

Después de analizar minuciosamente la evolución en la distribución de la riqueza desde el siglo XVIII y los procesos históricos subyacentes en juego, Piketty ha llegado a una tremenda conclusión: el capitalismo produce en forma mecánica desigualdades insostenibles, arbitrarias, que socavan las democracias. Esto deviene de una fórmula matemática. La tasa de rendimiento del capital supera de modo constante la tasa de crecimiento de la producción y del ingreso. Para corregir esta lógica implacable (la contradicción fundamental del capitalismo) propone un impuesto mundial y progresivo sobre el capital (tributos del 80-90% para las rentas más altas y alicuotas de hasta el 10% sobre el patrimonio), pero no se hace muchas ilusiones sobre su aplicación práctica. La humanidad probablemente optará por alguna forma de repliegue nacionalista agresivo, pronostica.

Se ha llamado a Piketty el “Marx de nuestra era”, una exageración sin duda, pero su obra maestra (de asumida inspiración marxista) tiene el mérito enorme de haber colocado a la distribución de la riqueza en el centro del análisis económico y puede que de allí salte al corazón del debate político en Europa y Estados Unidos si es que sus sombrías profecías se van cumpliendo. Como los jacobinos de antaño, el economista francés habla en nombre de la utilidad social. Quiere impedir el retorno de una sociedad de rentistas; quiere, como Lord Keynes, transformar el capitalismo para salvarlo de la autodestrucción. Su prosa es diáfana; su prédica contra “la divergencia oligárquica“, convincente. El modelo de propiedad social que admira proviene de uno de los países más exitosos de nuestro tiempo: la Alemania de Konrad Adenauer y de Angela Merkel, donde las comisiones sindicales tienen presencia en el directorio de las empresas.
Guillermo Belcore
Publicado hoy en el Suplemento de Cultura del diario La Prensa.