jueves, 22 de marzo de 2012

Una meditación

Juan Benet
Alfaguara. Edición 2004. Novela. 430 páginas.

Una feliz coincidencia. La firme decisión que me impuse en 2012 de leer (o releer) y comentar aquí al menos diez textos clásicos por año; la excelente saga sobre el autor que Quintín publicó hace unos meses en su blog (tan suculenta que me despertó el apetito); y la aparición de esta novela en una mesa de saldos de la calle Corrientes (¡3,50 dólares el ejemplar!) me han permitido empezar a saldar una vieja deuda, que es la que compartimos todos los lectores apasionados: por mucho que hayamos asimilado, siempre habrá una infinita cantidad de maravillas aguardándonos en la biblioteca universal. Bien, después de varias décadas de formación heteróclita, he arribado a Juan Benet (Madrid, 1927-1993). Una sola novela -para muchos, su obra maestra- me basta para afirmar, con absoluta certeza, que se trata de una de las cimas de la narrativa en español del siglo XX. Trataré de justificarlo.

El quid de la novela es la muerte trágica del poeta Jorge Ruan en una pequeña sociedad semirrural, “momificada, envuelta en podredumbre, hastío y soledad”. Estamos en Región, una comarca española que sólo existe en la caudalosa imaginación de Benet. Es el Yoknapatawpha County de Faulkner, la Santa María de Onetti o el Macondo de García Márquez. El demiurgo español ha creado un universo alternativo -incluso detalla su topografía y le inventa una flora- que entronca con la historia de España del siglo XX, en especial con la Guerra Civil. Por cierto, Benet repudia al franquismo pero de manera suave y oblicua (el más eficaz de los procedimientos). Me he preguntado si no es un ardid para eludir la censura; el libro fue publicado en 1969, e incluso obtuvo el Premio Biblioteca Breve de Alfaguara (quién dijo que todas las obras premiadas son corruptas o deleznables). Si la conjetura fuera cierta, demostraría que un punto de dificultad suele ser beneficioso para la literatura, contribuye a avivar el ingenio. Sin la Inquisición, Góngora no hubiera inventado el retorcido culteranismo.

Volvamos a Benet. Recién en la página trescientos dieciséis nos anoticiamos de cuál es la clave del libro. Antes de eso, navegamos en un mar de los sargazos que incluye saltos temporales, magníficas digresiones, personajes que salen y entran imprevistamente como en una obra de teatro, audacias sintácticas (ya volveré sobre el tema) y violentos bandazos del sentido como si la trama fuese un camión destartalado que transita por esas avenidas destruidas del conurbano bonaerense (digamos Gaona a la altura de Ciudadela). Debo advertir que Una meditación exige una concentración absoluta y un esfuerzo de atención casi sobrehumano. No es para el lector con prisas. El fluir de las palabras resulta hipnótico pero no viene mal ir tomando notas para poder armar el más exigente de los rompecabezas. El sólo hecho de retomar la lectura en cualquier sitió donde la hayamos dejado es complejo. La urdimbre no ayuda: ¡no hay un solo punto y aparte en toda la novela!

Sin embargo, se trata de una maravillosa experiencia de lectura, una de las más intensas y gozosas que he tenido, similar a la que debí enfrentar cuando estuve cara a cara con Santuario de William Faulkner, a la sazón uno de las influencias primordiales en Benet. Cuatro virtudes de la prosa, combinadas, dan una sensación de poderosa fuerza estética y originalidad. A saber:

a) Sabiduría. Podría confeccionarse un diccionario con las definiciones que amoneda Benet. Ejemplo: Sexo: ilusoria y efímera emancipación de lo social. Hay un tiempo erótico en el que la sociedad nada cuenta.

b) Poder cognitivo. La novela llega al hueso de la condición humana. En las primeras cien páginas, verbigracia, se interpolan fascinantes reflexiones sobre la genealogía de la moral, las situaciones de punto muerto, los extravíos de la memoria, el aprendizaje del niño, el derecho a gobernar, el amor propio, la terrible naturaleza del conocimiento, las relaciones entre idea, palabra e imagen emotiva, la emulación social, etc.   

c) Exuberancia verbal. Se calcula que Shakespeare usó más de 20.000 palabras, más de un cuarto de reciente creación. No las he contado, pero el vocabulario de Benet es admirable y riquísimo. Palabras raras o inventadas, fragantes o musicales nos salen una y otra vez al paso: barbelé, mandarla, terne, propincuar, claustrofilia, tobáceo, nártex, negligir, miscible, castillazo, frustratriz.

d) Dominio de la metáfora. Benet era ingeniero de Caminos, Canales y Puertos y dicen que ejerció esta profesión hasta el fin de sus días. Su familiaridad con las ciencias duras le ha permitido enriquecer la narración con la yuxtaposición de elementos provenientes de ámbitos ajenos a lo literario, como la geología, la anatomía o la física. Pynchon, que también es ingeniero, goza de la misma capacidad. Por otro lado, la adjetivación siempre es singular.

También deben destacarse las espléndidas descripciones, la potencia dramática de los personajes, el papel del narrador (un fracasado que hace trabajar a la memoria), la experimentación con los signos de puntuación (paréntesis dentro de otro paréntesis), el estilo insólito, la musicalidad del texto, la ambigüedad, las referencias cultas. Una gran obra, en suma, para lectores pacientes y creativos. En la página doscientos, puede que Benet haya dado una pista de cómo deberíamos leerlo:

“…es preciso buscar en las oraciones -tan largas como entrecortadas- la palabra maestra religada a la anterior que le da sentido gracias a un orden algebraico distinto e independiente al sintáctico… ”.

Guillermo Belcore

Calificación: Excelente

martes, 20 de marzo de 2012

La sugestión

Sebastián Díaz
Malas Palabras Buks. Novela, edición 2011, 282 páginas. Precio aproximado: 80 pesos.

Hay algo c
urioso en la producción de novelas en Argentina. La patética falta de ambición y la urgencia por publicar, más el celo en fatigar los caminos trillados de la mayoría lleva al lector exigente a concluir que el conjunto se encuentra en un punto más allá de la cura y la esperanza; sin embargo, cada tanto aparece una obra que rompe el molde y nos reconcilia con la literatura nacional. He aquí un caso. La sugestión es un libro extraordinario que admite más de una interpretación e, incluso, puede ser leído como alegoría.

Santiago Díaz (Nueve de Julio, 1974) narra las peripecias de un joven fracasado que asciende a una realidad superior (aquí se nota la influencia de Marechal en el autor). Como el Dante en el Averno, cuenta con la ayuda de un cicerone, Mano Cruel, el peluquero mugriento que le ayuda a descubrir los secretos del ser y a superar las trampas del Yo. Entramos en La Sugestión, un palacio de maravillas oníricas y conceptuales. Personajes fantásticos nos salen al paso. La trama utiliza dos procedimientos excelentes. Hay, en primer lugar, un loable esfuerzo por atrapar el chamuyo de los argentinos. Hay, además, un bien logrado vaivén entre la alta filosofía y el psicoanálisis, por un lado; y los placebos orientales y las fruslerías de los manuales de autoayuda, por el otro. Es decir, entre Berkeley y Jung; y de ahí el péndulo oscila hasta Carlos María Domínguez y el budismo light.

Algo bueno hay que decir del objeto libro. El sello Malas Palabras Buks parece querer especializarse en gemas raras y las presenta en un hermoso y original envase, con imágenes del autor en distintos momentos de su vida. De esta primera edición, se imprimieron doscientos ejemplares. Que se hagan más; a la novela no le costará encontrar sus muchos lectores.

Guillermo Belcore

Publicado el domingo pasado en el Suplemento de Cultura del diario La Prensa

Calificación: Muy bueno

sábado, 17 de marzo de 2012

Diario de invierno

Paul Auster
Anagrama. Autobiografía. 243 páginas. Edición 2012

“Todos somos extraños para nosotros mismos”
Paul Auster

“Algunos de los sitios más hermosos del mundo están en el cuerpo de tu mujer”.
George Oppen

Conviene contemplar al gran escritor como a un demiurgo gnóstico, una potencia omnisciente, creadora de un universo alternativo que se rige por sus propias leyes. En cuanto se rebaja a razonar -escribió Borges, quién si no- lo sabemos falible, el encanto se rompe. ¡Crea, artista, no hables!, clamaba Goethe. En este libro, un gran escritor de Estados Unidos se degrada a exhibirse y confesar, dos de las pasiones de nuestro tiempo. Uno se entera de que Paul Auster fue campeón norteamericano de masturbación, que sufrió un ataque de pánico, que su madre acaso engañó a su padre, que casi se agarra a piñas con un taxista parisino. Con una mano en el corazón: ¿qué interés literario pueden suscitar los trastornos menores de un tipo común y silvestre?

A los sesenta y cuatro años, Auster ha retornado pues al género memorialístico. Usa la segunda persona, vocativa. Engarzó, como si cuentas de un collar se tratase, impresiones placenteras o dolorosas, listas, anécdotas, la descripción de sus veintiún domicilios permanentes (desde que nació hasta ahora), la evocación de la madre, un homenaje a Siri la compañera de treinta años, el argumento de una película. Como en todo el repertorio austeriano, hay momentos de intensa emoción y delicada poesía. Pero las memorias no incluyen nada del otro mundo, nada que manche siquiera ligeramente la reputación del narrador. El lujo de haber llevado una vida normal no merece ser contado.
 
En cuanto al estilo, puede afirmarse que Auster conoce los trucos del oficio como nadie de su generación (también explota descaradamente los mecanismos de promoción editorial, pero ese es otro asunto). Los párrafos son redonditos, lisos, perfectos se diría. La lectura es placentera, facilísima. A menudo se tiene la impresión de que Auster se ha convertido en un autor para lectores aficionados.
Guillermo Belcore
Publicado en el Suplemento de Cultura del Diario La Prensa

Calificación: Regular

PD: Como era de esperar, Diario de invierno ha recibido encendidos elogios en la prensa y en la blogsfera en general. El señor Javier Maydeu en El País de Madrid, por ejemplo, habla de "impudor, ironía e introspección a la enésima potencia". A mí, francamente, el libro me aburrió, pero es sólo una opinión. Sugiero, como siempre, al interesado en la obra consultar otros puntos de vista.



sábado, 10 de marzo de 2012

Edipo en Stalingrado

Gregor Von Rezzori
Sexto Piso - Novela, 391 páginas. Edición 2011

“¿Acaso no somos infinitos como el universo, siempre en un estado de perenne explosión? ¿No somos, en el mejor de los casos, frecuencias de ondas, es decir, ecos, sonidos, tonos? Lo sigo y lo repito: somos seres advenidos a presencia, pero de una tercera cualidad, seres del manar y del sufrir, amorfos como medusas, dudosos, y cuestionables bajo cualquier figura, efímeros, inabarcables, que tienen a Proteo como única y verdadera deidad: ¿qué tendríamos pues que temer?”
G.V.R.

Que esta obra maestra de la literatura alemana del siglo XX, escrita en la década del cincuenta, haya llegado ahora al castellano es casi imperdonable. Sí, claro, es mejor tarde que nunca pero por qué la demora (¡se traducen tantas porquerías!) para traer una sátira exquisita, colmada de ideas y filosofía de alto vuelo, prosa suntuosa y gran sentido de lo teatral, que ofrece una explicación convincente de la barbarie nazi (siempre con procedimientos oblicuos, los más eficaces), entendido Hitler como la rencorosa revancha de la masa pequeñoburguesa, apuntalada por la supremacía de la civilización tecnológica.

Todo gira en torno de una figura patética y frívola: el barón Trugautt, edípico representante de la podrida aristocracia rural prusiana (los junkers), habitué del espléndido y apolillado bar de Charly, uno de los últimos sobrevivientes de los locos años veinte. Estamos en Berlín en 1938. El ruido de fondo es el repiqueteo de las botas marciales sobre el pavimento y el ulular de las camisas pardas. Hay un cambio de época en el aire. El noble se empareja con una rubia voluptuosa y promiscua (“de raza”), hija de un próspero industrial. La novela es de aprendizaje: Trugautt descubre cuál es la perversión que le permite funcionar bien en la cama.

El uso delicado de la segunda personal verbal es otro de los agrados del libro: un aristócrata en decadencia (como el autor del libro, por cierto) le cuenta a un camarada la historia de Trugautt, vaso de whisky en mano (se trata del sublime monólogo de un achispado). Hay magníficas digresiones, metáforas eruditas que resplandecen como si se les hubiese dado un baño de purpurina y oro, escenas desopilantes (recuérdese que se trata de una sátira). En el epílogo de 2004, el cineasta Volker Scholondörff rinde homenaje a la dicción y la destreza intelectual de Gregor Von Rezzori (1914-1998) resaltando que cada capítulo es “un cuadro cinematográfico perfecto“. Un libro extraordinario, sin duda y muy bien traducido, por cierto.

Guillermo Belcore
Una versión más corta se publica en el Suplemento de Cultura del diario La Prensa.

Calificación: Excelente

PD: En una entrada anterior, establecí que esta obra maestra merece el título de Novela del año 2011.

lunes, 5 de marzo de 2012

El puente sobre el río del Búho

Proyecto diez mil cuentos

Argumento Número veintiséis

El puente sobre el río del Búho

Ambrose Bierce
Cuentos inolvidables según Julio Cortázar. Alfaguara, 2006. Traducción: José Bianco

Advertencia: Si usted desea ser sorprendido por el espléndido giro fantástico del final no siga leyendo.

Desde un puente de ferrocarril, Peyton Farquhar, plantador de fortuna de una vieja y respetable familia del sur, mira correr el agua veinte pies más abajo. Está a punto de ser colgado. El liberal código del Ejército del Norte prevé la pena de horca para toda clase de personas, sin excluir a la gente decente. El señor Farquhar cierra los ojos para concentrar sus últimos pensamientos en su mujer y sus hijos. Cuando cae al agua, pierde la conciencia como si estuviera muerto, pero fueron sólo segundos que parecieron siglos. La cuerda del verdugo se había roto. El hacendado logra desatarse las manos y salir a la superficie. El pelotón yanqui abre fuego -primero con los fusiles, finalmente con el cañón- desde el puente y la orilla. El señor Farquhar nada a favor de la corriente, deja atrás a sus enemigos, sale del río y se interna en el bosque. Famélico, agotado, confundido camina toda la noche. Encuentra un sendero en la buena dirección. Llega la mañana siguiente a su casa. Su mujer, con el rostro fresco y dulce, corre a recibirlo. El se lanza en su dirección con los brazos abiertos. En el instante mismo que va estrecharla contra su pecho, siente en la nuca un golpazo que lo aturde, una luz blanca lo deja ciego. Luego, todo es tinieblas y silencio. El cadáver de Peyton Farquhar, con el cuello roto, se  balancea suavemente sobre el puente del Búho.

PD: Desayuno en Las Violetas. Mientras espero que abra el banco, releo este magnífico relato del siglo XIX. Ambrose Bierce, una vida de leyenda, una muerte sin aclarar, me sigue maravillando.  ¡Que nadie desconozca este cuento!   

sábado, 3 de marzo de 2012

Los ojos de la mente

Oliver Sacks
Anagrama. Ensayo de ciencias, 287 páginas. Edición 2011

“Leer nos parece un acto interrumpido e indivisible, y a medida que leemos prestamos atención al significado y quizá a la belleza del lenguaje escrito, sin darnos cuenta de los muchos procesos que hacen que esto sea posible… la lectura, de hecho, se basa en toda una jerarquía o cascada de operaciones que puede detenerse en algún punto”.
Oliver Sacks

El cerebro es algo parecido a una orquesta, pero no cualquiera. Es una orquesta extraordinaria que se dirige a sí misma, muy complicada, con miles de instrumentos, cuya partitura y repertorio cambian permanentemente. Una lesión, una infección, un tumor, una enfermedad degenerativa -cualquiera de esas siniestras eventualidades que nos acechan desde la maleza- puede provocar la desaparición de algunos de los mejores interpretes. Se puede perder, por ejemplo, la capacidad de leer (¡manteniendo al mismo tiempo la de escribir!), o de reconocer caras, o de percibir los colores sin que la personalidad se desintegre. Es que no sólo una discapacidad causa siempre que un talento se potencie, sino que el cerebro posee un potencial de recuperación mayor de lo que antaño se creía. La adaptabilidad no se termina en la juventud. Este es el mensaje de un hombre que se ha pasado la vida estudiando el más complejo elemento del cuerpo humano.

Oliver Sacks, neurólogo e investigador famoso, ha escrito varios libros sobre su especialidad. El más conocido tiene un título delicioso: El hombre que confundió a su mujer con un sombrero. La contratapa nos asegura que el buen doctor es también un excelente escritor, incluso un poeta elogiado por W. H. Auden. Lo que este blog puede atestiguar sin duda alguna es que, al filo de los ochenta años, Sacks ha escrito un libro ameno, culto e interesante, basado en sus casos clínicos y su experiencia personal como médico y paciente.

El libro describe extrañas dolencia neurológicas: alexia pura, prosopagnosia, carencia de visión estereoscópica, síndrome de Capgras, afasia, agnosia topográfica. Los pacientes -como los personajes de los buenos cuentos- evolucionan. Sacks, que reconoce haber experimentado con grandes dosis de anfetaminas, cita a Borges, a Wittgenstein, a los clásicos de la medicina del cerebro, a los nuevos teóricos. Muy sabrosa es la explicación de lo que ocurre en la cabeza cuando leemos, una habilidad relativamente nueva en la especie que demuestra que la experiencia es un agente de cambio tan poderoso en el ser humano como la selección natural. Más allá de su erudición, el ensayo intenta básicamente ofrecer un canto de esperanza, demostrar que incluso con un daño cerebral grave o con la perdida de la vista existen otras modalidades de ser humano, tan dignas de ser vividas como la convencional.
Guillermo Belcore
Publicado en el Suplemento de Cultura del diario La Prensa
Calificación: Bueno