Por Guillermo Belcore
Hace treinta años, Italo Calvino establecía en un texto memorable una serie de valores que la novela debía preservar para seguir atrapando la imaginación de los hombres y mujeres del tercer milenio: levedad, rapidez, exactitud, visibilidad y multiplicidad (1). Hilvanar un razonamiento en torno a la última de las virtudes es el propósito de este artículo.
Multiplicidad es el rasgo crucial de aquello que podríamos denominar como novela oceánica para distinguirla de variantes ínfimas como la nouvelle, la seudonovela, la novela para ganar un premio literario, el bestseller, el cuento caprichosamente alargado, la novela del yo y otras formas narrativas en boga que lamentablemente prosperan en la Argentina y cuyo factor común es la falta de ambición. Calvino ha escrito una enérgica apología de la novela oceánica, destacando su carácter de enciclopedia abierta, es decir, es el intento ansioso de plasmar aquella pretensión iluminista de encerrar la sabiduría en un gran círculo. La mejor novela contemporánea (una suerte de epopeya, arriesga el pensador italiano), se define pues como método de conocimiento y, sobre todo, como red de conexiones entre los hechos, las personas y las cosas de este mundo. Conexiones tanto en acto como en potencia.
FALSA ALARMA
La pasión cognoscitiva entonces ha caracterizado a los literatos más eminentes del pasado, como Balzac, Thomas Mann o Bolaño. Y por fortuna mantiene su vitalidad en un Pynchon, Laiseca, Irving, Chirbes incluso en un Stephen King o Haruki Murakami. Pero también en esos otros autores prolíficos que han concebido en su mente una única gran novela pero la van entregando en capítulos como Sciascia, Grossman o Aira.
Cada tanto, se escucha a un erudito anunciar la muerte de la novela. Ya no se puede escribir como en el siglo XIX, dicen. El estrépito de los medios audiovisuales -advierten- aturde a los lectores tradicionales. Internet es la tumba de la letra impresa. La única ficción valiosa es la que se desarrolla en las series televisivas, añaden ciertos personajes mediáticos. El individuo culto, de clase media, que compra una novela en una librería de la que es asiduo y la lee en la tranquilidad de una habitación de su propia casa (rodeado de un silencio que cobra enorme significado) está en vías de extinción, se quejaba George Steiner, el mejor crítico de nuesta era. ¿Cuándo? En 1965 (Lenguaje y silencio, Gedisa).
Por fortuna, estos gemidos lastimeros no se ajustan a la realidad, es la tesis de este artículo. La literatura, como enseñan los clásicos, debe interpretarse de manera comparativa. No parece, francamente, que esta generación sea, en términos estéticos, más pobre que las anteriores. Hoy existen -como hace diez, veinticinco o cien años- unos cincuenta novelistas de primera línea, con el deseo ardiente de incluir el cosmos en un libro (cosmicidad, Calvino dixit), mediante la perpetua transformación de la forma (novela es justamente eso).
CINCO CASOS
Veamos algunos casos afortunados de ficciones oceánicas durante el primer tramo de este siglo. Imposible dejar de mencionar a Contraluz (Tusquets Editores, 1.337 páginas, 2006) la obra cumbre de uno de los mejores escritores estadounidenses de todos los tiempos, que ha pasado casi inadvertida por la pereza de los comentaristas dominicales. Thomas Pynchon ha parodiado aquí no menos de veinte discursos, géneros, subgéneros y retóricas, en una trama colosal que se expande en tres direcciones tratando de captar todo lo existente o imaginado en el ocaso de la era decimonónica (o aristocrática), es decir, el período que va desde la Exposición de Chicago de 1893 hasta la Primera Guerra Mundial.
Detrás de la escritura de Contraluz late una inteligencia prodigiosa y una curiosidad insaciable. Todo aquello que ha interpelado a la imaginación de Pynchon y es funcional a la trama -desde los cuaterniones de Hamilton hasta un insulto en idioma filandés (“aitisi nai poroja” o “tu madre fornica con renos“)- enriquece el texto. Es el asombro, a lo Borges, como motor literario.
Enaltece la literatura estadounidense también el esfuerzo de un novelista subestimado por la crítica snob o desinformada para atrapar el color, el sabor, la moralidad, la música y las costumbres de una época pretérita, y de paso resolver uno de los misterios primordiales de la historia de su país. 22/11/63 (Plaza & Janes, 858 páginas, 2012) es uno de los mejores libros de Stephen King y la prueba tangible del carácter prometeico de la novela oceánica, pues incluso en un formato fantástico puede labrarse una suerte de enciclopedia de los años sesenta.
El libro nos lleva al Estados Unidos de cincuenta años atrás, cuando la gente no se preocupaba por la contaminación ambiental o el colesterol y era más confiada y amable con el prójimo, siempre y cuando perteneciera al mismo grupo étnico o religioso, dado que el racismo y el antisemitismo campeaban a sus anchas. Un profesor de literatura encuentra la manera de retornar al pasado (¡ah, que maravilla, los viajes en el tiempo!) y se propone impedir el asesinato en Dallas de John Fitzgerald Kennedy, aún al precio de cataclismos cósmicos. Ambicioso el muchacho, ¿no?
Como otro gran escritor estadounidense, John Irving (2), la demostración cabal de que Dickens nunca pasa de moda. Entre tantas joyas que ha publicado, rescatamos Hasta que te encuentre (Tusquets, 1.119 páginas, 2006), desbordante de sucesos, sexo y personajes extravagantes, que roza la farsa y, como es tradición en el autor, cumple cabalmente con el propósito de documentar una porción de la colmena humana, los músicos y el mundo del tatuaje en este novelón.
La novela oceánica puede venir, por comodidad o cálculo comercial, en varios tomos. Es el caso de la memorable 1Q84 (Tusquets, 2011, 1.151 páginas), de Haruki Murakami, el gran renovador del realismo mágico. Aquí, el juego es la metarrealidad: concebir un universo alternativo, apenas deformado (como el de la serie Fringe o el cuento de Bioy Casares), con sus propias leyes, su lógica interna, sus creaturas tocadas por la originalidad. El escritor obra como demiurgo gnóstico, capaz de concebir un mundo imperfecto, degradado (como el que vivimos).
Imaginó Murakami -el rey del pop literario- dos lunas de diferente tamaño que nos miran desde el firmamento, conciencias que abandonan al cuerpo para hacer de las suyas, y la influencia decisiva de la Little People, entes malignos que favorecen la pederastía y son adorados por una secta deleznable. Es como si estuviéramos en el mundo de los sueños, allí puede ocurrir cualquier cosa: una mujer puede quedar embarazada sin que nadie le toque un pelo. La novela oceánica, queda probado, puede aspirar a la creación de una rigurosa mitología (es el caso, asimismo, de Tolkien).
Para no abrumar, citemos un último caso, esta vez en nuestro idioma. Otra novela paradigmática es la magnífica trilogía Tu rostro mañana (Alfaguara, 1.500 páginas, 2007), cargada no de poética como Murakami, sino de Alta Filosofía. Javier Marías es, por cierto, el maestro de la digresión exquisita. Sí, tampoco Lawrence Sterne ha pasado de moda.
Se narra la saga de Jacobo Deza, español reclutado por los servicios secretos de Gran Bretaña como “traductor de personas, interpretador de vidas, anticipador de historias”. Pero la historia es lo de menos. Lo valioso en Marías es la apuesta por el barroquismo, el uso exhaustivo del diccionario, el examen de cuestiones linguísticas, la redundancia. El castellano en todo su esplendor. Una enciclopedia de la lengua.
La novela con afán totalizador, pues, propone un contrato de lectura basado en la paciencia y la creatividad. Ofrece goces intelectuales sin parangones, pero exige lectores con cierta formación y que mantengan la llama sagrada del hedonismo de la página impresa. El juego sigue abierto; el sueño de Italo Calvino se ha cumplido: la literatura sólo vive si se propone objetivos desmesurados, incluso más allá de toda posibilidad de realización.
Publicado hoy en el Suplemento de Cultura del diario La Prensa.
(1) Seis propuestas para el próximo milenio. Editorial Siruela.
(2) La foto de John Irving puede comprarse aquí: http://eamonnmccabe.co.uk/gallery/writers/view/john-irving/
3 comentarios:
"2666" de Bolaño, ¿se le puede considerar como una novela oceánica? (Apenas la acabo de adquirir)
Por supuesto. 'Los detectives salvajes', también.
Abrazo
G.B.
Juegos sagrados, Vikram Chandra
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